La Argelia: donde no existen los brazos cruzados

Por: Luisana Aguilar @luibiagal

Fotografías: Iván Castaneira

 

 

¿Qué hacer?, fue la pregunta que se hizo Gabriel la noche del primero de octubre de 2019 después de escuchar que el Decreto Ejecutivo N° 883 liberaría el precio del combustible y su costo subiría. Al amanecer del siguiente día, ese era el tema de conversación en su barrio La Argelia Baja, al sur de Quito, junto con el anuncio de un aro de transportistas y la movilización indígena.

— Se sintió la angustia por las medidas que se dieron. Al subir el combustible se afecta la economía global, (y esto) iba a afectar a todos. Sentí ese llamado a participar, a hacer sentir mi voz de protesta —cuenta Gabriel, con voz segura y levantando un poco la mirada para recordar

Gabriel vecino de La Argelia Baja, de 38 años, ingeniero en administración de empresas turísticas salió a las calles el  4 de octubre, segundo día del Paro Nacional. Caminó hasta el centro histórico de Quito y a su paso se encontró con amigos y ex compañeros del Colegio Mejía, una institución educativa pública con más de 120 años de historia, que es reconocida por la participación activa de sus estudiantes en las organizaciones de izquierda y en las protestas. En su época de estudiante, Gabriel también participó en manifestaciones, pero esta experiencia no lo preparó para lo que vio aquel día.

—Me sorprendió mucho, no pensé que iban a llegar a tanto. Estaban todos manifestándose en  la Plaza de San Blas y de repente llegaron como unas quince motos. Estamos hablando de treinta policías, unos manejaban y otros tenía el arma que lanza las bombas lacrimógenas. Empezaron a disparar a donde llegue. Yo, en la desesperación, salí corriendo, avancé a llegar hasta el parque del Itchimbía porque nos seguían en las motos. No vieron que eran mujeres, no vieron que había hasta niños, entonces sí fue fuerte.

Gabriel recuerda estos momentos y cuestiona:

— Hasta ahora no entiendo cómo llegaron a tanto. Incluso, yo tengo grabado en la memoria que una chica atrás mío gritaba y decía ¡ayúdeme por favor, ayúdeme! y la impotencia es que no podía regresar porque los policías estaban ahí. Las bombas lacrimógenas no le permitían a uno respirar, ver, ni nada por el estilo, aunque en mi mente quería ayudarla, no podía ni conmigo mismo en ese momento.

Al igual que Gabriel, otras personas permanecieron esa noche manifestándose en el sector de San Blas, en el lugar donde nacen las calles Guayaquil, Montúfar y la Av. Pichincha, e inicia el Centro Histórico de Quito. Un grupo de jóvenes quería llegar a la casa presidencial en el Palacio de Carondelet, pero la represión les impedía el paso y las bombas lacrimógenas caían una tras otra. Aunque Gabriel contaba con experiencia previa en protestas, esta vez fue distinto, pues no estaba listo para el nivel de asfixia y ceguera que experimentó, al igual que varias personas que acudieron a la protesta y se vieron afectadas, pero fueron asistidas por un grupo de personas que, en medio del conflicto, ofrecía soporte a los manifestantes. 

David, de 37 años, era parte de este grupo. Él es integrante de Arte y Libertad, un colectivo que trabaja desde hace doce años en barrios populares de la ciudad de Quito, instalando centros culturales con el apoyo de las directivas de estos barrios, dando talleres artísticos gratuitos para niños, niñas y adolescentes. David es tallerista en el centro cultural del barrio Hierba Buena de la parroquia La Argelia.

Aquel  4 de octubre, junto a otros compañeros del colectivo, David se encontraba en el sector del Banco Central, apenas un par de cuadras de la zona de conflicto. Todos estaban pendientes de brindar apoyo con agua, vinagre, u otra medida de cuidado, pues sabían que las y los jóvenes participarían en la protesta, y que era posible que no conocieran los efectos del gas lacrimógeno ni cómo aplacarlos.

El relato de lo que sucedió en el centro de la ciudad durante los dos primeros días de las manifestaciones, llegó hasta los oídos de las y los vecinos de la Argelia, generando temor en las personas. Pero Gabriel, David y otras vecinas y vecinos del barrio seguían preguntándose ¿Qué otra cosa hacer? ¿Y cómo? La respuesta surgió después.

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El primer día en el que el barrio La Argelia se movilizó para brindar apoyo a las manifestaciones fue el lunes  7 de octubre de 2019, quinto día del paro nacional. Al mismo tiempo, el presidente de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE), Jaime Vargas, anunció en rueda de prensa que los indígenas llegarían a Quito.

En contexto, durante el fin de semana del  5 y  6 de octubre, las movilizaciones convocadas por organizaciones indígenas, estudiantiles y de trabajadores continuaron en todo el país; mientras, el gremio de transportistas había llegado a un acuerdo con el gobierno y suspendido la movilización. Las organizaciones se mantenían en protesta, con manifestaciones en comunidades, cierre de vías en varios tramos de la Panamericana y en la Troncal Amazónica. Para ese fin de semana, la Defensoría del Pueblo registró 485 personas detenidas durante las manifestaciones, de las cuales 142 estaban en Quito. La represión policial y militar dejó al menos 24 personas heridas, en su mayoría adolescentes y jóvenes. La  CONAIE, publicó en redes sociales imágenes de represión a manifestaciones en Cayambe, Pastaza, Panzaleo, Saraguro y otras zonas del país.

Ese lunes  7 de octubre, Patricia Mosquera, de 34 años, administradora de empresas, madre de familia y vecina que nació y creció La Argelia Baja, asistió  al velorio de uno de sus vecinos, quien falleció por razones naturales. Pero el motivo de conversación en aquel funeral, era la llegada de los indígenas a Quito. Para cuando Patricia retornó a su casa por la tarde, las y los vecinos de La Argelia ya se habían organizado para ayudar a la marcha indígena. Sabían que después de recorrer tantos kilómetros, los indígenas seguramente estarían con sed y hambre.

Las y los vecinos de La Argelia que se preguntaban ¿qué hacer?, encontraron en ese momento la respuesta que buscaban. Patricia recuerda que, en este recorrido, la consigna fue «llevar algo, aunque sea agua, pan, lo que sea». Hicieron un pequeño grupo y bajaron a la entrada del mercado Mayorista.  Ahí se encontraron con más vecinos de las calles aledañas y otros conocidos, muchos de los cuales también llevaban gaseosas, café, pan y abrigos para los indígenas. Ese era el momento de rearticular el tejido social y la organización que en el pasado permitió que el barrio creciera y se constituyera a base de mingas. 

Así, junto a sus vecinos y vecinas, Patricia caminó algunas cuadras hasta la Av. Maldonado, paso obligatorio para llegar al centro de la ciudad y principal avenida que une los barrios del suroriente de Quito con el resto de la ciudad.

Patricia cree que ese momento de solidaridad fue aprovechado por las y los indígenas para prepararse. Recuerda que «empezaron a armar su primera línea, los que van en el frente y las personas que van a acompañar, una hilera de personas que iban con palos,  fuetes y cabestros en la primera línea, abriendo paso y que eso fluya y nadie intervenga. Y bueno, si las demás personas queríamos respaldar, íbamos detrás de ellos»

Patricia calcula que había alrededor de dos mil personas. En una primera línea estaban hombres de entre 30 y 50 años sosteniendo los cabestros, y atrás una caravana de vehículos donde iban mujeres, niños y niñas, personas adultas mayores y jóvenes, y camiones llenos de ramas de eucalipto.

Patricia acompañó la marcha desde el mercado Mayorista hasta el Cuartel Eplicachima, en medio de banderas de Ecuador ondeadas por los asistentes, los ponchos rojos y vestimentas de colores vistosos de las mujeres indígenas. «Bajamos llantas para quemar por el tema del gas lacrimógeno. Nosotros decíamos que tal vez si llegamos al cuartel militar Eplicachima, y se arma la bronca. La mayoría de la gente estaba con las manos llenas para recibirlos, todo mundo dio, todo mundo ayudó. Todas las personas que salían ayudaban; gritaban consignas; brindaban comida, café, chocolate, agua aromática, sándwiches, frutas; todo el tiempo. La caravana se demoró más de hora y media en pasar.»

Esa noche Patricia retornó a su casa emocionada de haber participado en la bienvenida a las y los manifestantes indígenas. 

Cuando Patricia habla del lunes  7 de octubre, la noche en la que dieron la bienvenida a las y los indígenas, lo hace llena de orgullo y convencimiento, porque como ella misma asegura, la movió la solidaridad que le inculcaron sus padres desde niña. Pero el relato de ese día también, dice «me lleva al día en donde todo cambió para mí y mi familia». En esa fecha, cerca de la media noche, ella se encontraba en casa de sus padres, cercana a la suya, cuando recibieron una llamada del hospital del Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social, IESS del sur, informando que Edison, su hermano menor, se encontraba ahí. Los médicos  requerían el permiso de los familiares para una cirugía de emergencia. Edison horas atrás, recibió varios impactos de bala de goma en su cabeza durante un enfrentamiento con la Policía en el sector del Cumandá, al centro de Quito. Al llegar al hospital, a la familia Mosquera no le dieron mayor esperanza sobre la vida de su hijo.

Esa misma noche en otra ciudad, en la provincia del Guayas, debido a las acciones de represión por la Policía al Paro Nacional murió Gabriel Angulo Bone en el cantón Durán. Más temprano en la mañana, en Quito, también resultaron gravemente heridos, Marco Oto y Daniel Chaluisa, después de caer de un puente en el sector de San Roque cuando fueron acorralados y empujados por la Policía Nacional, ambos murieron al día siguiente. Édison extendió su agonía por seis días más y dejó en la orfandad a dos niños pequeños.

Desde ese día, Patricia pasó a denunciar la muerte de su hermano y demandar justicia para su familia y para las otras víctimas. Para ella, la protesta es una acción legítima y el Levantamiento de octubre era: «un levantamiento justo y necesario, donde alzamos nuestra voz de protesta para que las cosas cambien. Esta ley afectaba al sector de la agricultura, ganadería y empresas que trabajan con materia prima. Su movilidad tiene un costo que es directamente proporcional a sus productos, eso quiere decir que los costos por producto subirán, afectando al bolsillo del 90% de ecuatorianas que vivimos con un sueldo muy bajo respecto a la canasta básica familiar».

 

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Otra vecina de La Argelia Baja que estuvo en el recibimiento de la marcha indígena fue Verónica, productora audiovisual de 34 años. En cuanto supo de la llegada de los indígenas, junto a otras vecinas y vecinos prepararon galones de avena, compraron panes y entregaron a los primeros marchantes: «Era una emoción que invadía todas esas calles, la gente aplaudiendo y gritando, todo el mundo apoyándoles». Verónica recuerda que cuando los marchantes pasaban por debajo de los puentes, las personas que estaban sobre los puentes «gritaban, aplaudían, lloraban».

Aquel ambiente de alegría y solidaridad que se vivió el  7 de octubre fue la inspiración necesaria para que las y los vecinos de La Argelia se activaran.. Verónica recuerda que tanto ella como su esposo querían hacer algo, pero sentían miedo pues tienen una hija pequeña y no querían ponerse en riesgo.  Sin embargo, antes, el temor a la represión los había frenado, pero ya no más, por lo que dijeron:

—No podemos quedarnos cruzados de brazos, sobre todo ante la injusticia y ante la impavidez de mucha gente. No podemos quedarnos sentados esperando a ver qué pasa.

Entonces, Verónica encargó a su madre el cuidado de su hija y junto a su esposo buscaron cómo ayudar; se encontraron con muchas personas que también querían hacerlo, como Gabriel quien después de experimentar la represión en el centro histórico de la ciudad, decidió buscar otras formas de participar. Para Verónica así fue como el temor a la represión, de a poco se transformó en acción de solidaridad y apoyo a las y los manifestantes:

—Sí, los indígenas eran los que estaban adelante de todo esto y muchos quiteños, mestizos no sabíamos qué hacer; tal vez no teníamos la fuerza, no pertenecíamos a alguna agrupación, entonces lo que hacías era estas otras gestiones para que esto siga funcionando.

Esta vez, ya no se trataba de hacer algo cerca de casa, se trataba de sostener a las y los manifestantes atendiendo sus necesidades en los lugares de refugio como la Casa de la Cultura y las Universidades Central, Católica y Salesiana, ubicadas en el centro norte de la capital.

De esta manera las y los vecinos de la Argelia se organizaron en grupos, distribuyeron tareas y jornadas de trabajo, centros de acopio, ejercicios de monitoreo constante y la visibilización de estas acciones. Cada día se realizaba algo distinto y siempre faltaban manos, cuenta Verónica.

Entre las personas del barrio mantenían comunicación constante para saber si estaban bien, si podían regresar a sus casas y cuidarse mutuamente. La efectividad de estas acciones diarias también dependía de conocer las necesidades concretas de cada espacio como el abastecimiento de insumos médicos y de cocina, el aseo de los espacios, la alimentación, entre otras. Verónica recuerda que alguien dijo:

—¿Saben qué?, me faltan tarrinas para entregar comida

—Ahí en esa llavecita de agua— respondió alguien.

Una persona empezó a lavar una tarrina, a desinfectar y al rato menos pensado estaban treinta personas en toda una cadena de trabajo.

«¡Impactante! Uno llegaba, el otro reciclaba, otro más clasificaba las tarrinas que no valían de las tarrinas que sí valían, luego otro, vaciaba la comida. Esta comida que sacaban era para los perritos». Recuerda Verónica que se organizaron para el reciclaje, si había algún plástico roto, entonces se lo desechaba y lo entregaban a una señora que reciclaba: «La verdad es que eran micro gestiones que se volvían tremenda cosa» dice Verónica.

Una de las manos en esta cadena de reciclaje y aseo era Gabriel, quien se organizó con amigos y amigas. Los primeros días lavaron las tarrinas para que sean reutilizadas. Otro día con vecinos del barrio, prepararon comida para trasladar en la noche al parque El Arbolito, y otros días, salieron de madrugada en grupos de diez y de hasta quince personas para hacer la limpieza de los espacios públicos donde permanecían las y los indígenas.

A un par de esas jornadas madrugadoras de limpieza, asistió Isabel, una mujer humilde, de sonrisa sencilla y tez trigueña, que desde hace seis años vive en La Argelia Baja, donde instaló una bien surtida tienda de barrio esquinera. Durante el Paro, la tienda se convirtió en centro de acopio, e Isabel misma donó algunos productos para la alimentación. “Don Gabriel” como ella llama a su vecino, la invitó a formar parte de las brigadas de limpieza que en las madrugadas, iban hasta el sector del Girón, donde se ubican las Universidades Católica y Salesiana para limpiar las calles.

— Salíamos a las dos o tres de la mañana, algo así, porque salíamos de aquí e íbamos llevando costales, las escobas, la pala; bien abrigadas con un saquito, porque sí hacía frío a esa hora. De ahí, íbamos allá a hacer la limpieza, nos quedábamos hasta las seis de la mañana. Don Gabriel nos iba llevando en su carrito e igual de venida nos traía, a veces en una furgoneta o en el mismo carro de Don Gabriel —recuerda Isabel.

Todo esto lo hacían bajo riesgo de ser alcanzados por la represión, que cada día escalaba en violencia y en medio de un toque de queda nacional, decretado el martes  8 de octubre, que restringía la movilidad de vehículos y personas desde las ocho de la noche hasta las cinco de la mañana. Las jornadas de limpieza acababan a las seis de la mañana, ya sin toque de queda, Gabriel e Isabel veían a la gente acercarse en sus carros a ofrecer café y alimentos para las y los manifestantes, entonces regresaban a sus casas.

En la cima de la parroquia La Argelia, en el barrio Oriente Quiteño, vecinos y vecinas también protestaban y se organizaban para brindar apoyo. Por una parte, en la Av. Simón Bolívar, que atraviesa el barrio, había cierres de vía cada cien metros; por otra, la presidenta del barrio, Verónica Pinto, organizaba la recolección y clasificación de los alimentos y vituallas que se recolectaban en el barrio. Ahí estaba también Juan, quien se incorporó a las acciones del barrio el Nueve de Octubre, cuando la dificultad de movilidad en medio de la ciudad le impidió continuar con sus prácticas preprofesionales en una institución financiera en Sangolquí, cantón vecino, al sur oriente de Quito.

Juan vive desde hace treinta años (casi toda su vida) en la Argelia, donde desarrolla actividades de gestión cultural para el rescate de la memoria histórica del barrio, así como otros eventos como la celebración del Inti Raymi.

Juan recuerda que un vecino estudiante de medicina de la Universidad Central, quien era parte de las brigadas médicas que atendían a las personas heridas, les informó que necesitaban alcohol, zapatos, toallas, mantas, y otras cosas de aseo personal para las personas que estaban en los refugios. A partir de entonces, el barrio Oriente Quiteño se organizó:

—Primero nos organizamos haciendo jefes de cada calle. Luego, un compañero prestó su carro y de calle en calle, iban pasando y recolectando todas las cosas que se iba almacenando, hasta llegar a la casa barrial— cuenta Juan.

Diez de las catorce calles que conforman el barrio se unieron. La casa barrial fue el centro de acopio, donde las mujeres se encargaron de clasificar las donaciones, hacer paquetes y entregar, en este caso a hombres, quienes cada día trasladaban los paquetes hacia la Casa de la Cultura en una camioneta, con un distintivo de «Ayuda humanitaria».

La descendencia indígena de los habitantes de la Argelia es un factor determinante en la motivación para participar en el Levantamiento. Así lo reconoce Juan quien recuerda que el barrio se fundó con indígenas migrantes de la sierra centro del país. Sin embargo, muchos de sus descendientes ya no se reconocen como indígenas, sino como mestizos. A pesar de ello, fueron estas cercanías familiares las que permitieron conocer con anticipación, de la llegada de las y los manifestantes, y organizar las acciones de solidaridad.

 

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Verónica percibía que la protesta y la represión, solo era reportada en redes sociales y no en los medios de comunicación tradicionales. Esto le hizo sentir que se estaba ocultando la real dimensión de lo que estaba pasando. Verónica tiene familia en la Costa y cuenta que le llamaban y le decían:

— No está pasando nada

Y ella les contestaba:

— No es que no está pasando nada, ustedes no saben lo que está pasando.

Una percepción similar tuvo Juan, quien en uno de los viajes desde Oriente Quiteño hasta la Casa de la Cultura observó lo que denominó un «campo de batalla»:

—Una cosa es verlo por las noticias y otra cosa es estar ahí.

Juan se encontraba en el puente sobre la Av. Gran Colombia, al costado oriental del Palacio Legislativo, al otro lado del puente, en dirección norte, las barricadas impedían el paso hasta el Parque El Arbolito y la Casa de la Cultura, refugio de las y los manifestantes.

—Te agachabas a ver y en la parte de abajo había niños, había personas que estaban en la calle, había mendigos, había jóvenes, había de todo ahí, toda una mezcla. Muchas compañeras indígenas que venían con sus niños en brazos, que estaban ahí llorandoi, no teniendo qué comer, sucios, mojados, tapándose con plásticos. Es algo bien feo.

De esta manera, Verónica, con su experiencia previa en producción audiovisual y medios de comunicación, decidió «meter mano» para visibilizar lo que estaba ocurriendo. Así, recuerda que: «Desde nuestras redes, empezamos a publicar y a compartir. La impavidez de los medios de comunicación fue nuestro motor para lo que comenzamos a hacer»

El 10 de octubre, Verónica junto a un grupo de colegas comunicadores, periodistas y productores decidieron crear la página de Facebook, Noticiero Ciudadano motivados dice Verónica, por «la desesperación del silencio de los medios tradicionales». Deseaban visibilizar todo lo que estaba pasando y empezaron a comunicar, desconociendo los posibles riesgos, pero apasionados por informar.

—Cada que salíamos de la casa, hacíamos trasmisiones en vivo de cómo está la ciudad: así está a la altura de la Maldonado, así está en el Mercado, así está en tal parte —informaban lo que sucedía con transmisiones, videos cortos e información que llegaba desde otras ciudades en este medio recién nacido. En este ejercicio, Verónica se encontró con otros periodistas que reportaban para medios en Argentina y Chile,

—Yo decía ¡bien! que esto se sepa porque esto no es una cosa que está pasando aquí a pequeña escala, es una cosa grande y que mucha gente se tiene que enterar. ¡Te dolía!

Verónica se refiere al dolor de escuchar que en los medios de comunicación tradicionales hablaban las autoridades y no se reconocía las muertes que ocurrían como consecuencia del uso excesivo de la fuerza, cuando ella había sido testigo de esas agresiones, incluso contra mujeres que estaban con sus hijos e hijas.

Para el viernes  11 de octubre, cinco personas habían muerto en el contexto del paro nacional, en su mayoría fruto de la represión policial: Raúl Chilpe, Marco Otto, José Daniel Chaluisa, Gabriel Angulo Bone e Inocencio Tucumbi, este último fue velado en la Casa de la Cultura, dos días atrás, en un ceremonia ecuménica transmitida por redes sociales.

Ese viernes, las mujeres se colocaron a la cabeza de una manifestación que se dirigió al edificio de la Asamblea Nacional, resguardada por policías y militares. Las mujeres gritaban consignas: «Estamos de luto, queremos paz», «Somos mujeres, no somos delincuentes».

En los videos registrados por Verónica y sus compañeras y compañeros del Noticiero Ciudadano, se observa cómo del cielo iban y venían helicópteros, mientras las mujeres indígenas con sus hijos, estudiantes brigadistas y otros manifestantes permanecían de pie en calma, incluso empezaron a comer en el lugar. Otros  brindaron comida a los policías y militares que resguardaban el edificio de la Asamblea, algunos bailaban, incluso con el ruido de los helicópteros, había una aparente calma. Sin embargo, en medio de esa calma, se escucha una detonación. Bombas lacrimógenas empezaron a caer sobre las personas que corrían sin sentido, la comida quedaba en el piso, apenas hubo tiempo para levantar a las guaguas y correr, la gente se caía, gritaba, lloraba angustiada. Verónica recuerda la actuación de la policía y el ejército para la represión.

— A lo que pasaba un helicóptero y todos gritaban «bótate al piso», para que no te llegue porque te picaba la piel después de eso. Pasaba el helicóptero botando el agua con gas y luego de esto, había un ataque. Tú regresabas a ver, estabas indefenso, te ardían los ojos, tratabas de cubrirte y enseguida había un ataque.

En otro video, una mujer indígena amazónica junto a otras compañeras, con sus ojos rojos de tanto llorar, con su rostro afectado y su voz quebrada relata:

—Estábamos comiendo pan, estaban viniendo aviones (helicópteros), no sabíamos a qué, creíamos que eran los asambleístas o el presidente. Nos engañaron, ¡fue una trampa!, después de unos minutos empezaron a lanzar bombas, no les importó.

 El video continúa mostrando cuánto miedo tenían, otra mujer se acerca y dice «hay francotiradores».

Verónica se indigna al recordar ese momento:

—La gente les lanzaba comida a los militares, los militares hasta tabacos te pedían, y dos minutos después eran los mismos militares y policías los que te estaban apuntando.

No era la primera vez que se perpetraba un ataque de este tipo. Varias noches atrás, Inocencio Tucumbi murió en medio de la incursión y lanzamiento de bombas lacrimógenas en el sector de las universidades, considerada zona de paz y lugar de descanso de los manifestantes.

Al día siguiente del ataque en las universidades, Isabel, la dueña de una tienda en el barrio La Argelia, asistió a una de las jornadas de limpieza del sector del Girón y miró con tristeza los rezagos de aquella tarde:

—La gente durmiendo en las universidades en la parte de afuera, en el césped, con sus bebés. Fue muy doloroso ver a las mamás cómo estaban ahí con sus bebés afuera en la calle, se veían señores heridos.  Bien triste, bien triste, la verdad. La ropita botada de los bebés, zapatitos se encontraban botados en la calle, la comida que decían que en ese rato que la gente estaba comiendo iban y les lanzaban bombas, entonces no podían ni comer y tenían que dejar botando sus tarrinas llenas de comida. Incluso se encontró hasta medicamentos, se encontraban guantes, se encontraban esas cosas de las bombas que lanzaban, cosas que ellos quemaban para hacer fogatas.

 

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El 12 de octubre fue un día emblemático en las protestas. Tradicionalmente, ésta ha sido la fecha de conmemoración del descubrimiento de América. Sin embargo, fue resignificada por organizaciones indígenas del Abya Yala como el día de la Resistencia Indígena ante más de 500 años de colonización y exterminio. En 2019 este significado se retomó con una nueva jornada de protesta, pero esta vez en un contexto diferente.

Era sábado, las mujeres indígenas de varias nacionalidades  encabezaron una marcha que recorrió varias calles del norte de Quito y que fue acompañada por las organizaciones feministas. Desde el sur de Quito, la gente de los barrios se movilizaba hacia el centro y cerraban las calles. En la Av. Maldonado, a la altura de los barrios La Argelia y San Bartolo, un hombre gritaba con rabia: «¡Ya no se trata de la gasolina, se trata de que están asesinando niños, mujeres, se están yendo contra todos los derechos humanos!. Solo retransmiten y retransmiten la misma propaganda, que venga a dialogar ¿con quién? ¿Quiénes les emboscaron ayer en la Asamblea? ¡No les importó niños, mujeres!».

En varios tramos de la Av. Maldonado, la escena se repetía. Gente de los barrios caminando hacia el centro de la ciudad y tramos cerrados con quema de llantas. Quito se levantaba indignada. Esa tarde, el Presidente de la República, Lenín Moreno, decretó el toque de queda desde las tres de la tarde. Sin embargo, se anunció esta medida con apenas media hora de anticipación, cuando muchas personas todavía se encontraban en las calles protestando. Ante la noticia, algunos buscaron cómo resguardarse, mientras que otros decidieron permanecer en las calles.

David, quien estuvo los primeros días en las calles del centro de la ciudad dando apoyo a las y los jóvenes y haciendo presencia en la protesta, ese sábado 12 de octubre se encontraba preparando los zancos para el taller que tenía previsto dar en el centro cultural “Arte y Libertad” de La Argelia, cuando se enteró del toque de queda. Comunicó a sus estudiantes para que se quedaran en las casas. Pero él no hizo lo mismo. Junto a dos amigos más, llegaron a la casa de una vecina para desde ahí estar pendiente de las noticias, hasta que llegó la noche y empezó a sonar el cacerolazo; todos salieron a las calles. Recuerda que en la cancha cercana, las personas se fueron poco a poco agrupando.

—¡Veci! ¿cómo le hacemos?

—¡Chuta cierto! vean vecinos, acoliten, movámonos, bajemos no más, démonos un recorrido por ahí.

«Claro, era chévere porque la gente, mientras bajábamos, había cosas como algunas llantas que se seguían quemando, gente con esos parlantes grandes con canciones de trova y combativas. El barrio no estaba callado, no estaba dormido, no estaba quieto. Seguíamos bajando y la gente se seguía sumando, de ahí llegamos a la Maldonado».

Las personas recorrieron caminos conocidos para evitar detenciones por violar el toque de queda, pero una vez que se vieron en grupo, con todo el ánimo de las consignas, la música de las cacerolas y los parlantes, la gente llegó hasta la Unidad de Policía Comunitaria (UPC) del barrio para lanzar consignas en el lugar.

Quienes no salían de sus casas hacían sonar las cacerolas desde los balcones, las ventanas, las terrazas, la vereda, la puerta, una cuchara y una olla, un par de tapas, lo que fuese suficiente para hacer oír la indignación.

Bolívar, padre de Gabriel, subió hasta la terraza de su casa en La Argelia Baja para hacer sonar sus ollas.

— En el barrio, se veía todo eso, se oía de un lado, de otro lado.

Juan desde su casa en Oriente Quiteño, apreciaba el paisaje y la sinfonía.

— Mi casa tiene la dicha de estar justo el filo de la montaña y nosotros salimos a la montaña y veíamos que todo el sur de Quito se escuchaban los cacerolazos. Mi hermana que vive pasando la Simón Bolívar también pudo ver todo el Valle de los Chillos, San Rafael, Conocoto y contaba lo mismo. Era toda una sincronía de los cacerolazos. Esa sinfonía se escuchó hasta las universidades que servían de refugio a las y los indígenas.

Luisa Lozano, Dirigenta de la Mujer y la Familia de la CONAIE, agradeció el gesto a través de un mensaje por video que se publicó en redes sociales, donde también dice «hemos vivido una masacre hoy día, justo hoy,  Doce de Octubre, día de la Resistencia Indígena».

Esa misma noche se evitó que existiera una segunda incursión de la Policía Nacional en la llamada Zona de paz, es decir, en el sector de las universidades que acogieron a las y los indígenas. En esta ocasión, en la noche del  12 de octubre, estudiantes de medicina, vestidos con sus batas blancas, se tomaron de las manos e hicieron una barrera, un cordón humano en las afueras de las universidades, ondeaban banderas blancas, pedían a los policías que no avancen más. Los mismos jóvenes que durante los diez días del paro formaron brigadas médicas para brindar primeros auxilios a las personas que resultaban heridas o asfixiadas durante la represión, pusieron el cuerpo en primera línea haciendo un pedido desesperado. Consiguieron que, al menos esa noche, no hubiera más violencia.

 

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El domingo,  13 de octubre se anunció un diálogo, entre la dirigencia indígena y las autoridades gubernamentales, en el papel de mediadores las Naciones Unidas y la Conferencia Episcopal Ecuatoriana. Al mismo tiempo, Patricia y su familia lamentaban la muerte de su hermano menor, Edison Moquera, quien falleció después de seis días de agonía.

El dolor de la familia Mosquera se extendió a las vecinas y vecinos de barrio. Ese 13 de octubre de 2019, Verónica y su esposo llegaron a casa temprano, se disponían a sintonizar la transmisión del diálogo, cuando se enteraron que un chico del barrio había fallecido.

—No era mi amigo, pero yo lo veía siempre y lo conocía desde niña y siempre lo veía, y me impactó tanto, dije «oh por Dios»; me dolió tanto saber que si fuéramos más unidos hubiésemos estado tal vez más pendientes, porque eso también hacíamos, era como resguardarnos entre todos como si alguien estaba en peligro – recuerda Verónica.

Isabel también recordó lo que sintió al saber sobre la muerte de Edison, uno de sus clientes frecuentes en la tienda:

—Cuando yo me enteré fue demasiado doloroso, yo decía: ¡no puede ser, no puedo creer! Fue muy triste, porque perder a un vecino, a un muchacho joven, a un padre de familia que dejó a sus hijitos huérfanos tan pequeñitos. Muy triste, muy triste.

Gabriel recuerda sus sentimientos al respecto:

—Indignación, impotencia, injusticia. Lamentablemente no se podía hacer más. Realmente es muy triste todo lo que sucedió con la familia de Paty, de Edison. Muy triste con las familias de las personas que fallecieron, las familias de los heridos, es muy triste, muy lamentable.

Después de la muerte de Edison, Patricia Mosquera se convirtió en la vocera de su familia en la exigencia de justicia para su hermano, con el apoyo de la Fundación Regional de Asesoría en Derechos Humanos, (INREDH) y la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE). El proceso judicial inició inmediatamente, sin embargo, cuando se suspendieron todo tipo de actividades debido a la pandemia de la COVID-19, el proceso también se detuvo. A un año de la muerte de su hermano, Patricia narra lo que ha significado para su familia esta situación:

— Han sido días buenos y malos. Todavía muy tristes, seguimos preguntándonos ¿por qué?, Siempre lo tenemos presente, pero hay momentos que no queremos recordar por qué no estamos listos para enfrentarlo —dice Patricia. .

Luis Ángel Saavedra, coordinador de INREDH, ha manifestado sobre el caso de Edison que las evidencias apuntan a que su muerte fue fruto del uso excesivo de la fuerza. Asegura también que, en este y otros casos de muertes durante el paro de octubre de 2019, la justicia ecuatoriana ha mostrado una voluntad diferente para investigar estos casos, en comparación a los procesos con los que se persiguen a los dirigentes sociales. Mientras las diligencias de estos últimos ha sido más expeditas, y no así, las relacionadas a las muertes ocurridas en el contexto del Paro.

El 15 de octubre de 2020, en rueda de prensa con la Alianza de Organizaciones por los Derechos Humanos, Patricia se dirigió hacia la Ministra de Gobierno María Paula Romo y al Ministro de Defensa, Oswaldo Jarrín, diciendo: «A él, lo asesinaron unos policías, no sabemos quiénes son y por eso buscamos la verdad, que usted ministra diga la verdad. Exigimos la verdad, justicia, una reparación integral. Nos han cambiado tres fiscales y a cada uno le tenemos que dar la versión, no saben el daño que nos hacen. El Estado no colabora».

 

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Cuando las protestas terminaron, el lunes, 14 de octubre de 2019, se convocó a una minga para para limpiar las calles y los espacios donde tuvo lugar la protesta y la respuesta fue masiva. Verónica también acudió a ese llamado:

—Todos estuvimos aquí, todos vamos a limpiar, todos vamos a dar una mano, ellos ya hicieron su parte ahora vamos a hacer nosotros nuestra parte. Igual mi hermano y mis sobrinos salieron con escoba y balde a limpiar la calle de ellos, esto era una cosa que contagiaba.

La protesta de octubre de 2019 afianzó ciertos lazos que se había desgastado. La parroquia La Argelia tiene una tradición de organización y cooperación comunitaria desde su nacimiento, cuando en el contexto de la reforma agraria se parceló la hacienda del mismo nombre, perteneciente al capitán Alfonso Arroyo Aguirre, cuyo nombre le fue otorgado a la unidad educativa fiscal de esa parroquia.

Una parroquia que  creció trepando la montaña y traspasando su cima hasta llegar al Camino del Inca, que se habitó a partir de la migración campo – ciudad y el florecimiento industrial del sector. Para conseguir cada uno de los servicios básicos se hizo a través de mingas, la organización barrial y las gestiones ante el Municipio, que dan paso a innumerables anécdotas, como la recolección de agua en las vertientes de la montaña o en llaves comunitarias, como plantones en el Congreso para conseguir el terreno para la cancha, la participación comunitaria para levantar el poste, la construcción de la escuela y muchas más.

Sin embargo, esta tradición de organización ya no es tan robusta, se lamenta Don Bolívar diciendo que «en algún punto, antes éramos más solidarios, más unidos» Asegura que, hasta la generación de su hijo Gabriel, hubo organización de fiestas, pero «la nueva juventud como que se ha quedado».

En cierta medida, Juan coincide, pues asegura que una vez que se contaron con todos los servicios básicos fue más difícil involucrar a la gente en nuevos proyectos:

—Mucha gente ya es muy desinteresada de las cosas que pasaban en el barrio, a veces ni siquiera conocen al vecino que vive al frente o poco le interesa quién vive o quién muere.

Patricia recuerda que, hasta hace algunos años, junto a Gabriel organizaban fiestas y celebraciones religiosas, pero estas actividades se fueron perdiendo, en parte, por la migración masiva que tuvo lugar a finales del siglo pasado e inicios del presente. Vecinos y vecinas que migraron y ya no volvieron; nuevos vecinos que llegaron, pero ya no se involucraron con la comunidad, así como la salida de gente que creció en el barrio, pero al momento de formar una familia, lo abandonaron y no volvieron más.

A pesar de esto, existen procesos como los talleres artísticos de “Arte y Libertad” que apenas tienen 12 años de historia y que nació en La Argelia, en el barrio Hierba Buena, como parte de las gestiones de la directiva barrial. De acuerdo a David :

—El arte es un espacio para plasmar y sensibilizar a la gente, llamarle también a que se organice y marcado desde eso, desde los intereses y las necesidades de los barrios.

Este frágil tejido social tomó un nuevo vigor en octubre de 2019, cuando en Ecuador estalló la protesta social. A partir de las actividades realizadas durante el Paro, las relaciones entre vecinos se acercaron más.

Para Juan, la experiencia del barrio le dio la oportunidad de conocer más a algunos vecinos. Ahora sabe que uno de ellos fabrica gorras, otro hace toallas, también está él que cuenta con un taller. Son cosas que antes simplemente no sabía, incluso siendo muy activo en los procesos organizativos del barrio.

Gabriel considera que se han estrechado los lazos entre vecinas y vecinos, con quienes mantiene contacto incluso por vías telemáticas.

—Nos tenemos más confianza, conversamos por temas de trabajo, por el beneficio de las redes sociales, la videoconferencia, sí estamos en contacto con la mayoría de ellos.

Verónica y sus colegas mantienen la página del Noticiero Ciudadano, comparten contenido propio y noticias de otros medios, así como la transmisión de espacios de análisis de la coyuntura.

Para cada una de las personas que participaron en el paro de octubre, las emociones que despiertan esos recuerdos son diferentes.  Algunas son alegres; otras veces, agridulces; para otras personas, son completamente amargas. Algunos recuerdan el temor que sintieron, mientras que otros lloran de indignación y otros se siguen conmoviendo por lo que presenciaron.

Al mismo tiempo, entre estas vecinas y vecinos de la parroquia La Argelia surge un sentimiento de satisfacción, porque pasaron de preguntarse qué hacer, a preguntar ¿qué más hago? ¿a dónde voy? ¿quién más puede unirse? Ahora miran el presente y se sienten del lado correcto de la historia, del lado de la lucha social. Este barrio popular, obrero y de migrantes, se demostró a sí mismo que siempre se puede «hacer algo» y que quedarse de «brazos cruzados» no es una opción.