por Rosa María Torres @rosamariatorres

Un video muestra a un profesor dando golpes con un palo a estudiantes de pie y en fila contra la pared. El video se hizo viral y el Ministerio de Educación actuó retirando al profesor de la Institución. Estudiantes del Colegio Mejía, conocido por protestar contra gobiernos, por la educación, por la economía, protestaron en defensa del profesor que los golpeó. Un debate sobre la naturalización del uso de la violencia en la educación se encendió. Rosa María Torres, educadora y creadora del blog Otra Educación analiza qué es lo que sucedió.

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El Instituto Nacional Mejía fue creado por Eloy Alfaro en 1897. Fue el segundo colegio laico en el Ecuador y el primero en Quito. En el «Patrón Mejía» – como se hace llamar y se le conoce en el país – estudian hoy más de cinco mil estudiantes; el colegio es mixto desde el año lectivo 2011. Tiene una reconocida tradición libertaria y combativa, en dictadura y en democracia. Aquí se han educado personalidades de la política, el mundo académico y el activismo social, entre otros el actual Presidente de la República Lenin Moreno.

En junio de 2018 el Mejía volvió a ser noticia de primera plana a partir de un video que se filtró y se hizo viral en las redes, en el que se ve a un profesor del colegio pegando con una vara a siete estudiantes alineados contra la pared. El Ministerio de Educación circuló de inmediato un comunicado condenando la violencia e informando que el profesor estaba siendo removido; primero de sus funciones pedagógicas y después también de toda función administrativa, mientras duran las investigaciones.

El segundo gran shock vino a continuación. Decenas de estudiantes, padres y sobre todo madres de familia del Mejía defendiendo vehementemente al inspector José Camacho, considerado un «segundo padre», un amigo, un consejero. Padres y madres defendiendo, incluso agradeciendo, los métodos disciplinadores del inspector. Ex-alumnos del Mejía diciendo que fueron educados con estos métodos y que hoy gracias a esos métodos – no a pesar-, son ciudadanos de bien y profesionales exitosos. Muchos aclarando que no se trata de «castigo» sino de «corrección», que éste es el método adecuado para «formar vagos, pandilleros y drogadictos», y que ésta es la responsabilidad que les toca asumir a los buenos docentes «pues los padres hoy se desentienden de educar a sus hijos»

Innumerables comentarios de este tipo proliferaron los días siguientes en las redes sociales, provenientes ya no solo de la comunidad educativa del Mejía sino de la ciudadanía en general, mostrando cuán arraigado y naturalizado está en el Ecuador el comportamiento violento y su justificación en torno a la educación de niños y jóvenes.

Las protestas del Mejía subieron de tono, salieron del Colegio y de las redes, y llegaron a la calle con carteles, marchas y enfrentamientos. Armados de piedras y adoquines sacados de las veredas de los alrededores del colegio, los estudiantes se enfrentaron con la Policía, como tantas veces en el pasado. Ocho Policias heridos y un estudiante preso fue el saldo de los disturbios. En medio de todo esto, acercamientos y diálogos que intentó el Ministerio de Educación para llegar a algún acuerdo.

Otro segmento de la sociedad, tomado por sorpresa e indignado, se expresó en medios y redes condenando la actuación del inspector, las autoridades,  los estudiantes y de los padres de familia involucrados.

 

Una sociedad violenta

La violencia verbal y física en las relaciones en el Ecuador es alta y en particular la violencia contra niños y adolescentes, ante la cual prima la indolencia social. El tema de la violencia es destacado crecientemente en los medios y encarado con múltiples y sucesivas campañas de información y comunicación.

Según UNICEF, cuatro de cada diez niños ecuatorianos son maltratados por sus padres y tres de cada diez por sus profesores; los más afectados son los niños entre cinco y once años de edad. En la última década (2007-2017), la violencia contra los niños subió nuevopuntos. En 2017 el Comité de Naciones Unidas sobre los Derechos de los Niños criticó la alta prevalencia de violencia sexual, física y psicológica contra niños y niñas en el Ecuador y urgió al gobierno a adoptar una legislación que penalice el castigo físico en todas sus formas.

foto: Wambra.ec

La retórica de «la educación del siglo XXI» se desploma ante estos hechos. El Mejía muestra, sin espacio para ninguna duda, que el viejo método de «la letra con sangre entra» es viejo pero goza de buena salud y no está confinado – como quisiera uno creer – a rincones apartados de la geografía nacional, sino que está vivo en un colegio público emblemático, prestigioso y grande ubicado en la capital de la República.

El país está enterado que son miles los profesores que ejercen violencia cotidiana en las instituciones educativas y que son miles los estudiantes que padecen esa violencia por partida doble: en las aulas y en los hogares. Lo que hace especial cortocircuito en este caso es constatar que la violencia corporal está institucionalizada en el colegio Mejía y que ésta concita el apoyo, antes que el rechazo, de la comunidad educativa vinculada a dicho plantel (cuando menos por parte de quienes se han expresado en estos días). Lo que este episodio pone de manifiesto al rojo vivo es la vigencia de la histórica complicidad y retroalimentación entre familia y escuela cuando se trata del disciplinamiento de niños, adolescentes y jóvenes.

El comportamiento violento es uno de esos aprendizajes que, por lo general, echa raíces en la infancia, se desarrolla en la vida adulta y en múltiples instancias tiene efectos multiplicadores de mediano y larzo plazo, y tiende a reproducirse inter-generacionalmente.

 

Los muchos cómplices del inspector Camacho

Cabe preguntarse dónde, cuándo, cómo y con la complicidad de quiénes aprendió, desarrolló y aplicó sus métodos el inspector Camacho en su trayectoria profesional.

El inspector probablemente conoció la violencia cuando niño. No es descabellado pensar que la haya experimentado en carne propia. Padres y madres pegadores, que propinan nalgadas, cachetadas, coscarrones, latigazos, tirones de orejas, palizas, abundan en el Ecuador. Y buena parte de la sociedad parece creer que algo o mucho de ese castigo es necesario, y hasta inevitable, en la crianza de los hijos. El grueso de familias ecuatorianas desconoce todavía que el castigo físico viola los derechos humanos de niños y jóvenes, que ningún buen profesional lo recomienda y que es contraproducente en todo sentido.  Las familias ecuatorianas siguen en gran medida reptitiendo con sus hijos e hijas las marcas y prácticas de su propia crianza cuando niños.

El inspector seguramente sufrió, en su trayectoria de alumno, algunos de los maltratos clásicos del sistema escolar ecuatoriano. Y fue en ese modelo escolar autoritario y antidemocrático que forjó sus convicciones acerca de qué cabe y qué no en la enseñanza. La investigación internacional muestra que en los profesores pesa más el modelo docente experimentado en su propia experiencia escolar que lo que pueda aportales más tarde la formación y capacitación docente. Ese es el peso que tiene la mala escuela.

El inspector fue formado, sin duda, con viejos parámetros docentes, recitando autores y teorías, leyendo apuntes más que libros, sin acceder a conocimiento actualizado sobre la educación, la pedagogía y los aprendizajes. El nuevo conocimiento científico suele tardar años en llegar a las instituciones formadoras del magisterio y tiende a transmitirse con viejos métodos de enseñanza.

El inspector, como millones de maestros en el Ecuador y en el mundo, seguramente ha venido trabajando en aislamiento, solo en su aula, sin trabajo colegiado, sin socializar su práctica con nadie, en la soledad docente malentendida como «autonomía». La presencia de otros, de ojos que miran la práctica desde afuera, contribuyen a la autoconciencia de la propia práctica, a corregirla y mejorarla constantemente.

El inspector ha trabajado 18 años en el colegio Mejía, tiempo más que suficiente para aplicar, desarrollar y perfeccionar su «método de disciplinamiento». Y, si bien en todos estos años debió haber estudiantes y familias que no compartieron sus métodos e incluso los denunciaron a la autoridad, es evidente que los reclamos no prosperaron, que primó el espíritu de cuerpo y que la aceptación fue lo suficientemente grande como para mantenerlo en el cargo e incluso lograr la complicidad de estudiantes, familias y autoridades.

El inspector posiblemente actúa de manera similar en todos los ámbitos de su vida. Quien castiga en el aula, castiga también en casa. La investigación indica que quien fue violentado en la infancia tiende a repetir ese comportamiento, ya de adulto, en su vida familiar y laboral. El Ecuador ofrece, en este sentido, un entorno ideal. Una sociedad con fuertes rasgos jerárquicos, patriarcales, machistas, violentos, tolerante con los abusadores e intolerante con los más vulnerables: niños, adolescentes, mujeres, personas mayores.

 

Si vamos a cuestionar al inspector Camacho debemos pues cuestionar también a sus muchos cómplices: la familia que educa a los hijos replicando viejas inercias y creencias antes que contando con información relevante y actualizada sobre la crianza y la educación de niños y adolescentes;  el sistema escolar que sigue reproduciendo viejos métodos de enseñanza, ávido de nuevas tecnologías e infraestructuras, pero desatento a los derechos, el buen trato y el bienestar de los alumnos;  la formación docente anclada en el pasado, en modelos de otras épocas, en el memorismo, el enciclopedismo y el credencialismo;  la práctica docente repetitiva, aislada, no compartida ni reflexionada, cerrada al cambio, al trabajo interdisciplinar y en equipo;  la autoridad escolar que dicta y controla en vez de dialoga y escucha; nuestra propia complicidad – la que nos toca a cada uno como ciudadanos y ciudadanas – con todo esto, con un sistema educativo autoritario y reproductor, con una mentalidad adultocéntrica que no respeta a niños y niñas, con un sistema social y político que alimentan los comportamientos violentos y se muestran permisivos con los abusadores.

 

Texto publicado originalmente en Otra Educación

 

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