La ruta del aborto legal:

salvar la vida y cuidar la salud de mujeres y niñas

 

 

Por: Karol E. Noroña @KarolNorona

Edición: Ana María Acosta @yakuana

Ilustración de portada: Vilma Vargas @vilmavargasva

 

Publicado 31 de mayo 2021

 

 

 

 

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El aborto es legal en Ecuador –desde el Código Penal de 1938— en tres causales: si el embarazo representa un riesgo a la salud o vida de la mujer o si el embarazo de una mujer con “dispacacidad mental” es producto de violación. La lucha del movimiento feminista en el país levantó su grito e impulsó que la causal violación se amplíe para todas las mujeres, niñas y adolescentes sobrevivientes, despúes del histórico dictamen de la Corte Constitucional en abril de 2021.

Además de la ley, la ruta para el acceso al aborto legal está normada por la Guía de Práctica Clínica de Atención del aborto terapeútico, elaborada por el Ministerio de Salud Pública, en 2015, con carácter de aplicación obligatoria. Esta guía estableció el protocolo, con metodologías de práctica desde una visión de la salud integral: física, mental y social. Sin embargo, la guía no se cumple en la práctica y los efectos para la vida o la salud de las mujeres y niñas son devastadores.

Durante casi dos meses, recabamos historias de mujeres, niñas y adolescentes en su camino de acceder a un aborto legal para salvar su vida o su salud integral. Las barreras son múltiples y ponen en evidencia que el cambio de ley es apenas un paso de muchos más para que el acceso al aborto y el ejercicio pleno de la salud sexual y reproductiva de las mujeres sea una realidad.

 

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Manuela* quería luchar por su vida. Asustada, con temor a morir, solicitó acceder al aborto terapéutico legal, primero en un subcentro de salud y luego en el Hospital Especializado Matilde Hidalgo de Prócel del Ministerio de Salud Pública, en Guayaquil, en septiembre de 2020, en plena pandemia por la COVID-19.

Manuela, de 31 años, madre de un niño, esperaba a su segundo bebé. Cuando la noticia llegó fue una alegría para la familia, pese a que vivía limitada por la falta de recursos económicos en la Isla Trinitaria, uno de los sectores más empobrecidos del Puerto Principal. Ella lo deseaba, lo quería, estaba ansiosa y su pareja la apoyaba, estaban felices. Sin embargo, fue diagnosticada con una patología llamada plaquetopenia, conocida, además, como trombocitopenia.

Clínica Mayo define a la enfermedad como una afección en la que el organismo cuenta con pocas plaquetas, células sanguíneas que intervienen en la coagulación de la sangre, y que se produce como efecto de un trastorno de la médula ósea o un problema del sistema inmunitario de la paciente. Las plaquetas, entonces, se agrupan para formar tapones en las lesiones de vasos sanguíneos y, de esa forma, frenar el sangrado. El cuadro clínico de una persona con plaquetopenia empeora cuando el sangrado interno se genera debido a un recuento de plaquetas inferior a 10.000 plaquetas por microlitro. Aunque no es muy frecuente —escribe la Clínica— puede causar un sangrado dentro del cerebro y causar la muerte de la persona que la padece.

El equipo médico que atendió a Manuela no identificó a tiempo la enfermedad, porque no se registraron complicaciones durante su primer embarazo. Pero la patología comenzó a agudizarse durante su nuevo período de gestación. Entonces, acudió a un subcentro de salud primario para que la revisaran integralmente y tranquilizaran su preocupación. El ginecólogo que la evaluó, sin embargo, no le dio importancia a la afectación en su cuerpo, tampoco le explicó que el agravamiento de la plaquetopenia podría ocasionar su muerte y que, en consecuencia, su embarazo era de alto riesgo por su condición preexistente.

Lo que sí le informó el médico fue que su bebé iba a nacer con hidrocefalia, una condición que genera la acumulación de líquido dentro de las cavidades profundas del cerebro, aunque semanas después Manuela supo que el diagnóstico fue erróneo y que se trataba, en realidad, de una anencefalia y que, en su caso, era un embarazo no viable. Aquellas omisiones y negligencias fueron apenas las primeras de una larga serie de falencias que podrían haber terminado con su vida.

En Ecuador, el Ministerio de Salud Pública (MSP) registra 2.170 muertes maternas (MM) desde el 2009 hasta el 2020. En promedio, 197 mujeres fallecen por causas maternas al año. La pandemia desencadenada por la COVID-19 endureció las condiciones en las que mujeres, niñas, adolescentes y personas en capacidad de gestar acceden a atención en el sistema de salud y profundizó las falencias en atenciones obstétricas que se han vuelto estucturales en el campo médico. Y continúan ocurriendo, pese a que el 6 de mayo de 2020, Ecuador suscribió una declaratoria junto con 58 países para proteger la salud y los derechos sexuales y reproductivos “y promover una respuesta que tenga en cuenta  la crisis” de la pandemia, detalla el Gobierno de España en un comunicado de prensa. Aún así, los efectos del cumplimiento de aquel compromiso internacional son desalentadores y alarmantes.

En el informe del “Monitoreo del estado de los Servicios de Salud Sexual y Salud Reproductiva durante la Emergencia Sanitaria por covid-19 en Ecuador”, desarrollado por el Centro de Apoyo y Protección de los Derechos Humanos, Surkuna,  el equipo detectó la reducción del 68,79% de atenciones de aborto terapéutico entre marzo y julio de 2020, cuando se documentaron 127, en contraste con las 407 reportadas durante el mismo período en 2019.

Desde Wambra Medio Digital Comunitario solicitamos datos actualizados a Salud desde el 30 de marzo de 2021 para crear, sistematizar y visibilizar un universo más completo de la problemática en el Sistema Nacional de Salud. Sin embargo, hasta el cierre de edición de este especial, casi dos meses después del envío del pedido, Salud no remitió la información.

Manuela buscó atención en el sistema de salud durante el primer año de pandemia en medio de una profunda crisis sanitaria, que reflejó las grietas de un ya débil Sistema Nacional de Salud. 

La fortaleza de Manuela para luchar por su derecho, su persistencia para salvar su vida, su convicción, sus ganas de construir un futuro y ver crecer a su hijo, permitieron que no forme parte de las estadísticas de muerte materna: ella sí logró acceder a un aborto legal. Y lo hizo acompañada por el equipo del Centro Ecuatoriano para la Promoción y Acción de la Mujer (Cepam), una organización de mujeres y defensa de derechos humanos de Guayaquil.

Manuela decidió contar su historia para levantar su voz y para que lo que le ocurrió a ella no vuelva a repetirse en el sistema de salud ecuatoriano. Por medidas de protección y seguridad, su caso lo relatan la psicóloga Laura Sánchez, gestora de proyectos de salud sexual y salud reproductiva de Cepam, y la abogada Consuelo Bowen Manzur, coordinadora de la Clínica Jurídica Feminista de la organización.

Manuela, relata Laura, llegó a Cepam con catorce semanas de embarazo, luego de que un médico del subcentro de salud le recomendara solicitar el acompañamiento de la organización al ver que no obtenía respuestas efectivas para acceder a un aborto legal. Ante la negación del servicio de atención primaria, Manuela fue referida a la Maternidad Matilde Hidalgo, en Guayaquil, como un embarazo de alto riesgo y allí el ecografista de la casa de salud confirmó que el feto era anencefálico: podía nacer muerto o fallecer algunas horas después del nacimiento. Su embarazo, en esa condición —le dijo— no iba a progresar, era inviable.

“Estaba triste porque ella quería a su bebé, pero también desgastada totalmente por el miedo, lloraba mucho porque temía por su vida. Iba y venía, sin saber qué hacer, y en la Maternidad le dijeron que ahí no se hacían abortos terapeúticos porque no tienen una sala de Unidad de Cuidados Intensivos para poder atender casos de alto riesgo, sino que decían que podían estabilizar a las mujeres y para luego remitirlas a un hospital de tercer nivel”, recuerda Laura.

No era el motivo real. Laura recuerda que el personal aseguró, durante visitas que ella realizó antes de conocer la historia de Manuela, que sus instalaciones no prestaban seguridades para atender ese tipo de casos. Sin embargo, luego de analizar e investigar lo que ocurría en la casa de salud se dieron cuenta que esa, en realidad,  no era la razón, sino que “ellos tenían una posición clara de objeción de conciencia, porque para los médicos era antiético, era atentar contra la vida”.

La salud mental de Manuela se resquebrajó mientras enfrentaba las barreras, los obstáculos y las trabas, sin un diagnóstico oportuno, sin acompañamiento efectivo del equipo médico y con una psicóloga que le decía “puede superarlo” para, después de sus palabras, leerle la Biblia.

Aunque su pareja la acompañaba y apoyaba, Manuela tenía miedo de morir, de que su primer hijo se quedara sin su madre, de que creciera en un contexto socioeconómico difícil, mientras intentaba sobrevivir en un barrio empobrecido. En su hogar era su esposo el único sostén familiar porque su estado de salud no le permitía trabajar. La falta de recursos era diaria y, cada viaje hacia la Maternidad, le representaban cuatro pasajes diarios. Manuela lograba costearlos, mientras su salud física iba empeorando.

“Lo que esperaban era que el feto muera en el vientre de Manuela y ahí sí referirla a un hospital de tercer nivel, arriesgando su vida y su salud integral”, cuenta Laura, psicóloga de la organización.

La posición de la Maternidad era tan renuente —recuerda Consuelo— que Cepam Guayaquil tuvo que enviar una carta a Juan Carlos Zevallos, quien en ese entonces era ministro de Salud, para exponer el caso y las negligencias del personal médico.

La médica Virginia Gómez de La Torre; directora de Fundación Desafío, feminista y una de las voces más potentes en el movimiento de mujeres en el Ecuador; cuestiona que una de las grandes falencias en el sistema de salud, sobre todo, cuando se trata de la práctica del aborto terapéutico legal es la falta de acceso de las pacientes a la información de su propio diagnóstico y, con ello, una clara vulneración a su derecho a la vida.

“La única que puede decir si aborta es la mujer, incluso si es una persona con una enfermedad preexistente, que acepta el riesgo de terminar con su período gestacional, es su decisión; pero debe estar informada. Es su derecho a conocer el diagnóstico, a recibir todos los datos respecto a las posibilidades de que ese embarazo termine bien o no, con su vida y salud integral completa”, explica.

Manuela accedió a su derecho de interrumpir el embarazo casi dos meses después, a través de una cesárea y sufriendo, una vez más, violencia obstétrica ejercida por personal del hospital.

“Le dijeron que, luego del procedimiento, había que darle un método anticonceptivo para que comillas simples, no encuentro en mi compuno vuelva con el mismo cuento del ‘aborto’ al hospital”, recuerda Laura.

Consuelo cuenta que después de terminar el procedimiento “le enseñaron el cadáver del feto y la obligaron a nombrarlo para la inhumación”. Laura, además, hace memoria y dice que Manuela tenía quemaduras en los pies después de la intervención: “Nunca supimos a qué se debe, pero no las tenía cuando ingresó”.

Para Consuelo, abogada feminista, Manuela siempre tuvo derecho de acceder al aborto terapéutico y legal, y reitera que “incluso los estándares internacionales de derechos humanos indican que obligar a parir una mujer que lleva un embarazo no viable es tortura”.

Consuelo se refiere a que en Ecuador, el aborto decidido por las mujeres, niñas, adolescentes y personas con capacidad de gestar es legal en tres causales, contenidas en el artículo 150 del Código Orgánico Integral Penal (COIP). Después del fallo histórico de la Corte Constitucional, anunciada el 28 de abril del 2021 como un hito que marca la lucha del movimiento de mujeres en el país, la causal violación se amplió para todas las sobrevivientes de violencia sexual sin discriminación.

La aplicación y ruta de acceso al aborto terapeútico en el país está normada en la “Guía de Práctica Clínica (GPC) de Atención del aborto terapéutico” del Ministerio de Salud Pública —elaborada en 2015— que fija los protocolos y métodos para su práctica, reconociendo a las mujeres como sujetas de derecho, desde una visión de protección integral: física, mental y social. En el documento se establece la obligación del personal médico a entregar la información científica y necesaria para que una mujer tenga las herramientas para decidir si quiere continuar con su embarazo o si desea interrumpirlo: diagnóstico oportuno, alternativas médicas, síntomas y riesgos, pues precisamente el objetivo principal para la construcción de la Guía fue “disminuir la morbimortalidad materna en Ecuador y mejorar la atención de salud a las mujeres en estas condiciones”.

Historias como las de Manuela, sin embargo, muestran que a pesar de que el aborto en Ecuador es legal en tres causales y que existe la guía con una ruta clara, la normativa no se aplica en la práctica de atención médica.

Manuela siente alivio ahora, sobrevivió; ella no está en las frías cifras de las muertes maternas, pero muchas otras mujeres no acceden a su derecho. Cepam continúa acompañándola mientras supera la afectación mental que sufrió. Además, asegura Consuelo, la organización reportará su caso al Comité de Derechos Humanos de la Organización de Naciones Unidas por las claras vulneraciones que enfrentó durante el proceso.

Pero, ¿qué hubiese ocurrido con Manuela sin el apoyo de la organización?, ¿qué hubiese sucedido con su salud mental, con el futuro de su hijo si ella fallecía, sus sueños, sus proyectos y calidad de vida en un constante proceso de empobrecimiento?, ¿qué pasa cuando a las mujeres, niñas y adolescentes que  —aún cumpliendo con el perfil estipulado en el artículo 150 del COIP— se les niega el acceso al aborto legal?, ¿qué sucede con esas vidas?

Durante semanas, investigamos y rastreamos historias que reflejan que, aún siendo legal el aborto terapéutico en  tres causales en Ecuador, las mujeres, niñas y adolescentes que quieren acceder a la interrupción del embarazo para salvar sus vidas y su salud integral, se encuentran frente a un Estado que las estigmatiza, las deja solas, desprotegidas y transitando en los vacíos de una ruta de acceso truncada por negligencias que mantienen su vigencia patriarcal en el Sistema de Salud Pública.

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La ruta de acceso rota

Era marzo de 2021 y Valentina* debía estar en la escuela, comenzar a entender el mundo, a explorar sus emociones, a crear vínculos y amistades; pero no,  tenía 12 semanas de gestación producto de violación sexual. Su madre y su padre la llevaron a un servicio de atención primaria en la provincia amazónica de Pastaza para solicitar la interrupción del embarazo por el riesgo a su vida o salud, dos causales legales en Ecuador, según el artículo 150, numeral 1, del COIP.

Valentina era apenas una niña de 10 años embarazada, con una grave afectación a su salud mental, desencadenada por la agresión sexual a la que sobrevivió, y expresaba el firme pedido de no querer continuar con el embarazo. Además vivía en un escenario socioeconómico complejo, donde los recursos de la familia eran escasos. Y, sin embargo, ella, sobreviviente, con derecho a continuar con su proyecto de vida y acceder a reparación, se enfrentó a un muro que enfrentan cientos de niñas en el país que buscan abortar de forma segura.

Valentina llegó primero al servicio médico de atención primaria en Pastaza. El equipo médico la refirió a Lago Agrio, con el argumento de que el subcentro no tenía la capacidad operativa para realizar un legrado, un procedimiento aplicado para extraer tejido del interior del útero.

La “Guía de Práctica Clínica (GPC) de Atención del aborto terapeútico” del Ministerio de Salud Pública (MSP) establece que se puede realizar el aborto terapeútico con métodos farmacológicos, es decir, con medicamentos como misoprostol, hasta las catorce semanas de embarazo sin la necesidad de una intervención quirúrgica y anestesia, sino con la aplicación de dos servicios imprescindibles:  vigilancia y acompañamiento. Aún así, el personal del centro médico negó la atención a Valentina.

Con 15 semanas de embarazo y acompañada por su familia, Valentina llegó al Hospital General Marco Vinicio Iza, del Ministerio de Salud Pública, en el cantón amazónico Lago Agrio, en Sucumbíos, luego de la negación del personal del primer servicio de salud; pero se encontró con otra muralla.

—Esta niña tiene que dar gracias por haberse quedado embarazada y poder procrear, ¡es una bendición de Dios!, ¡No hay ningún argumento para terminarlo!.

Esa fue la respuesta de una de las autoridades del Hospital. Así lo recuerda Ana Lucía Martínez, médica, docente y experta en bioética, quien fue convocada por Salud como asesora de bioética en un equipo interdisciplinario que el Ministerio conformó, apoyó y envió a Lago Agrio para interceder por el caso de Valentina.

“La autoridad lo dijo para declarar su objeción de conciencia y la del centro de salud”, relata Ana Lucía. Fue ese su argumento para negar el acceso de Valentina al aborto terapeútico legal. La médica, además, recuerda haber escuchado a la autoridad médica decir:

–Yo tengo muchas pacientes que atraviesan procesos de infertilidad. Si el embarazo de esta niña es normal, no hay criterio para practicar el aborto. 

La doctora Ana Lucía Martínez, coautora de la “Guía Nacional de Supervisión de Salud en Adolescentes” del MSP, magíster en Género y Desarrollo por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) y especialista con experiencia en salud sexual y reproductiva, recuerda el caso de Valentina con indignación: “No lo podía creer. Me preguntaba: ¿Cómo se puede pensar que un embarazo infantil es un embarazo normal?”. Más aún, para ella era grave que esas palabras vengan de una autoridad importante de la casa de salud y, que, además, representaba a un equipo de ginecólogos-obstetras conformado solo por hombres.

­“Vimos, primero, una primera omisión en el primer servicio de atención al que acudieron la niña y su familia en Pastaza que dijo no poder realizar el aborto. Luego, el hospital se había declarado objetor de conciencia y aquello no es legal en nuestra legislación. Les explicamos que era inconstitucional, que podían incurrir en un delito. La autoridad no podía convertir su criterio personal en una regla institucional. Expuse mis criterios bioéticos, pero los minimizaba porque yo no era ginecóloga. Los ignoraba, los invalidaba. Y hablaba entre hombres, como ignorando lo que decíamos, mientras las enfermeras les servían café. El patriarcado era evidente”, increpa Ana Lucía.

Valentina, a sus 10 años, fue clara en expresar su decisión de interrumpir el embarazo producto de violencia sexual, no lo deseaba, no quería ser forzada a ser madre, y su familia la apoyaba para acceder al aborto terapéutico, además existía el apoyo del Ministerio de Salud y el respaldo legal para sustentar la aplicación del procedimiento. Sin embargo, la autoridad se escudaba en que el artículo 150, numeral 2, del COIP, solo permitía el aborto no punible en mujeres con “discapacidad mental”, ignorando que el Código Penal, en el numeral uno del mismo artículo, establece que el aborto no es punible cuando está en riesgo la vida o la salud de la mujer embarazada. Valentina quería acceder a un aborto terapéutico por razón de riesgo a su salud, entendida integralmente como salud física, mental y social. Pero la autoridad del hospital —recuerda la médica— no escuchaba, no quería comprender.

El ginecólogo Wilfrido León, uno de los redactores de la «Guía Práctica Clínica de Atención del aborto terapéutico (GPC-ATT)», también formó parte del equipo interdisciplinario que acompaño a Valentina y, según recuerda la médica, advirtió a la autoridad:

–Usted está incurriendo en un error al decir que es un embarazo normal. Es un embarazo de alto riesgo que, si es mantenido, la niña y el bebé van a fallecer dentro de pocos meses en la cesárea de emergencia que usted va a tener que hacer.

La vida de Valentina estaba en riesgo, porque, como ella, las niñas y adolescentes menores de 15 años tienen un riesgo de morir durante el embarazo, parto o posparto de hasta cuatro veces más, según el informe chileno Riesgos Obstétricos en el embarazo adolescente: estudio comparativo de resultados obstétricos y perinatales con embarazadas adultas, citado en el documento de Política Intersectorial de Prevención del Embarazo en Niñas y Adolescentes 2018 – 2025 del MSP.

La salud integral de Valentina también estaba en riesgo, pues las niñas forzadas a dar a luz y ejercer una maternidad no deseada sufren graves afectaciones no solo a su salud física, sino también a su salud mental y a su salud social. El estudio cualitativo “Vidas Robadas: Entre la omisión y la premeditación. Situación de la maternidad forzada en niñas del Ecuador”, mediante la recolección de  testimonios y revisión de historias clínicas, evidencia que el 91% de casos de niñas obligadas a ejercer una maternidad no deseada reflejaron sintomatología depresiva y trastornos adaptativos “que también las puede conducir a intentos de suicidio”.

En el informe, las autoras –Virginia Gómez de La Torre, Paula Castello y María Rosa Cevallos–, además, visibilizan un quiebre en la salud social de las mujeres, niñas y adolescentes sobrevivientes forzadas a las maternidad: “socialmente son abandonadas, conviviendo con el culpable del embarazo quien las sigue sometiendo y violentando; solas institucionalizadas, lo que es igual a vivir en una burbuja que solo protege a los hijos e hijas y que no les brinda ninguna herramienta para poder ‘salir adelante’; solas sin educación, solas con trabajos muy precarios y de poca remuneración, solas con hijos e hijas que intentan amar a la vez les recuerdan cotidianamente la violencia a la que han sido sometidas sistemáticamente”, describe el documento.  

Para Ana Lucía era claro que la vida y la salud de Valentina estaban en un riesgo inminente y que, por lo tanto, el aborto era legal, pero, después de escuchar a la autoridad del hospital, sabía que en el hospital querían hacer un “sabotaje de derechos y lavarse las manos”, dice, para “deshacerse del caso, esperar a que la niña pasara la barrera de las 20 semanas, donde es realmente un riesgo para su vida interrumpir el embarazo, y referirla a Quito”.  

El intento de “sabotaje”, sin embargo, se quebró. Ante los argumentos claros, técnicos, bioéticos y legales del equipo interdisciplinario del MSP, los sustentos de la autoridad se diluyeron y quedaron obsoletos. Valentina accedió a un aborto por la causal salud, su derecho, cuatro días después de aquella reunión, junto a su familia y con un largo camino de sanación, justicia y reparación.

En Ecuador han sido 3.177.207 los partos totales de mujeres, niñas, adolescentes y personas con capacidad de gestar, documentados en el país desde 2009 hasta 2019. En ese mismo período, el Ministerio reportó 263.473 abortos de diferentes tipos: espontáneo, médico, no especificado y otro aborto. De aquella cifra, 21.592 corresponden a abortos médicos registrados por Salud, apenas el 8% del total reportado por Salud.

A pesar de que todas las niñas como Valentina, sobrevivientes de violencia sexual, que viven embarazos forzados producto de la agresión, pueden acceder a un aborto legal por la causal salud, las restricciones incluso para ellas son enormes y los efectos son desoladores: en el país, 23.686 niñas de entre 10 y 14 años dieron a luz desde 2009 hasta 2019. Es decir que, en promedio, aproximadamente 6 niñas son forzadas a parir en el país, según data sistematizada a partir de información publicada por el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INEC) y el MSP, una problemática visible que impulsó la construcción de la Política Intersectorial de Prevención del Embarazo en Niñas y Adolescentes 2018 – 2025.

El panorama, sin embargo, es alarmante para las niñas que solicitaron su derecho: los datos del MSP arrojan que solo 278 niñas lograron acceder a un aborto médico entre 2009 y 2019.

Valentina no fue parte de estas cifras lamentables y alarmantes, pero tuvo que transitar por un camino poblado de restricciones, pese a que, según la ley vigente en el país, cumplía con el perfil para acceder al aborto por las causales de vida o salud, legales en Ecuador.

Ana Lucía reflexiona, además, en el futuro de Valentina; con su salud mental, su bienestar físico, su relación con el entorno, su acceso a la educación y su desarrollo personal; sin el apoyo de su familia y la intervención de Salud. Ser mujer y vivir en un país donde Fiscalía registra 75.868 denuncias por violación sexual desde enero de 2014 hasta el 2 de abril de 2021.

Con ella coincide el médico Rodrigo Henríquez, docente, especialista en medicina familiar y síntesis para Guías de Práctica Médica y políticas públicas, pues –explica– existe una brecha enorme para que los servicios de atención primaria sean resolutivos y de calidad. Por un lado, anota, el número de profesionales debidamente formados en esa rama es insuficiente, además que sus rotaciones son constantes. Por otro lado, puntualiza, hay una brecha cultural.

Rodrigo cuestiona que el personal de salud “aún no hace la transición de las atenciones de salud que se han entendido tradicionalmente como caridad o beneficencia”, pese a que están centradas en proteger los derechos de las personas. La formación del personal sigue siendo “paternalista” y ratifica que en el caso de la Guía de Atención de Abortos Terapeúticos se requiere fortalecer la socialización. Si se logra una capacitación y aplicación efectiva es posible que se resuelva otro de los puntos de quiebre: el derecho de la mujer a que se respete su confidencialidad. El médico reconoce que muchos profesionales olvidan que no se puede liberar información proporcionada durante un encuentro médico. “El COIP se ha malinterpretado y una gran cantidad de médicos creen que ahora deben ejercer como policías, fiscales o jueces al violar la confidencialidad denunciando a mujeres que acuden para recibir atención por una emergencia obstétrica como lo es el aborto y esa no es nuestra labor”, enmarca.

Para la médica Virginia Gómez de La Torre, la condición de las mujeres, niñas y adolescentes forzadas a ejercer una maternidad no deseada “es realmente indigno y miserable”. El Estado –exige– debe asumir su responsabilidad, actuar e “invertir en diagnósticos adecuados, en exámenes, en análisis que incluyan la evaluación social y mental de una mujer que puede estar próxima a tomar la decisión de terminar con su vida porque no quiere continuar con su embarazo producto de una violación. Es impresentable que se las obligue a gestar diciendo que no existe un riesgo”, increpa.

Virginia enfatiza, además, en lo que dice el artículo 150, numerales 1 y 2, del COIP, antes de la sentencia de la Corte Constitucional que eliminará la frase “que padezca de discapacidad mental”.

La normativa está contenida en el Código Penal desde 1938 y no fue modificada sino hasta el 2014, después de un largo debate que se desarrolló en el 2013. El conflicto —afirma Virginia— es que, aunque la ley fija que el aborto es legal para salvar la vida o la salud de las mujeres, y por violación para mujeres con discapacidad mental, esta mantiene complicaciones en la práctica.

En 2013 hubo un antecedente que, para Virgina, devino en el fortalecimiento de las posiciones de los grupos antiderechos en el país y, con ello, se profundizó el miedo interiorizado de las y los profesionales de salud que obstaculizó la aplicación del procedimiento. En aquel año, la moción de ampliar la causal de aborto no punible a las mujeres embarazadas producto de violación, sin discriminación, no fue aceptada en la Asamblea Nacional y el expresidente Rafael Correa ejerció violencia política y censuró a las legisladoras de su propio partido que lo propusieron.

El discurso del entonces presidente no solo se quedó en palabras, sino que fue uno de los factores que incidió directamente en el acceso al aborto terapéutico en Ecuador desde que el nuevo COIP comenzó a regir, en agosto del 2014.

¿Cómo se evidenció? Virginia dice que el efecto claro se observa en la caída de atenciones hospitalarias por abortos en los registros del MSP y el INEC. Para el 2014, 1.715 abortos terapeúticos fueron registrados por Salud. Sin embargo, durante el primer año de vigencia del texto penal reformado, en 2015, la cifra se redujo a 982 abortos. El Sistema registró una reducción del 42,7% de atenciones en apenas un año. Y la tendencia continuó: 742 fueron realizados en 2016; 944, en 2017; 866, en 2018; y 911, en 2019.

Para José Masache, médico gineco-obstetra, especialista con más de cuarenta años de ejercicio profesional público y privado, la influencia del discurso antiderechos de Correa interiorizó aún más el miedo entre las y los profesionales de salud. “Se pensaba que era un gobierno de libre pensamiento, pero resultó que no”, dice. El especialista recuerda que, durante aquellos años, médicos uruguayos llegaron al país y expusieron la situación previa a la despenalización total del aborto —antes de la semana 13— en Uruguay.

“Fueron cinco días de capacitación, pensamos mucho, desaprendimos y realmente era un momento en el que estábamos listos para aplicar una nueva visión en la nueva normativa”, recuerda. José, sin embargo, cuenta que, luego del episodio entre las asambleístas y expresidente Correa, el proceso se detuvo. “No se pudo hacer realmente un cambio porque se impuso la voluntad de una persona e incidió políticamente. El efecto más notable es que los médicos aún tienen miedo a ofertar el aborto legal”, explica.

José recuerda que el COIP fijó nuevos delitos como el homicidio culposo por mala práctica profesional, contenido en el artículo 146, que establece que : “la persona que, al infringir un deber objetivo de cuidado, en el ejercicio o práctica de su profesión, ocasione la muerte de otra, será sancionada con pena privativa de libertad de uno a tres años”, una norma legal que puso en debate si se trataba o no de un instrumento para criminalizar a los profesionales de salud en Ecuador.

Pero ese temor, sin embargo, no debería existir —asegura el especialista— si “se comprendiera que la salud es integral y que, de hecho, es nuestra obligación ofertarlo e informar a nuestras pacientes sobre su derecho si su salud integral se ve vulnerada”.

José dice, además, que el desconocimiento del personal de salud influyó para que el pedido de órdenes judiciales como un documento que sustentara la aplicación del aborto terapeútico sea aún más constante, pese a que no es un requisito para practicarlo.

El médico piensa que aquel miedo interiorizado, el dogma vigente, los prejuicios y la falta de capacitación han causado que la criminalización de las mujeres por abortar se profundice.  Y los datos lo ratifican: 419 mujeres han sido denunciadas por aborto desde agosto de 2014 hasta diciembre de 2020, según Fiscalía. En el caso de las mujeres judicializadas por aborto, la gran mayoría de denuncias llegan precisamente desde el sistema de salud. Ernesto Pazmiño, exdefensor público, compareció ante la Comisión de Justicia de la Asamblea Nacional en 2008 y detalló que, de los 14 mujeres que asesoró la Defensoría Pública, 12 fueron denunciadas por médicos, médicas y enfermeras, todos de hospitales públicos y apenas dos por otras personas.

Para José, la ruta rota hacia el derecho está marcada también por la instauración de políticas de prevención, que en aquella época se conectaron con la moral religiosa. Desde el 2012, la Estrategia Nacional de Planificación Familiar, Enipla, una política pública intersectorial que buscaba erradicar el embarazo adolescente mediante la educación de la sexualidad, desde un enfoque de derechos y laico, se aplicó en Ecuador. Sin embargo, tres años después, en abril de 2015, Rafael Correa dijo, durante un enlace sabatino, que “hubo infiltración de toda una agenda abortista, una agenda gay, que no va con las políticas del Gobierno”, refiriéndose a Enipla. Su discurso, al igual que su crítica a la moción de la despenalización del aborto en casos de violación, tuvo un efecto de retroceso de derechos.

En 2015, la Enipla fue reemplazada por el Plan Familia Ecuador, que priorizó la “abstinencia” y “el rol protagónico de la familia”, dirigido por Mónica Hernández, cercana a los grupos conservadores de la Iglesia.

Si bien en el 2015 se refleja una reducción evidente de atenciones por abortos registrados, mientras el Plan Familia Ecuador se instauraba a escala nacional, también fue año en el que el movimiento de mujeres potenció el tejido de sus redes para luchar por sus derechos.

En ese mismo año, Las Comadres, una red feminista, nació con la meta de acompañar de forma más presencial los procesos de aborto de las mujeres en un contexto donde la criminalización contra las mujeres aumentó y el acceso al misoprostol, un medicamento provoca la expulsión espontánea del tejido gestacional a través de contracciones en las paredes del útero, indicado en una diversa variedad de cuadros clínicos relacionados con la salud reproductiva, era aún más complejo.

La labor de Las Comadres —que ha logrado incidencia no solo en Ecuador, sino a escala regional—se fortaleció con amigas, compañeras y vecinas que continúan trabajando por el acceso al derecho de otras, conectando e informando a las mujeres con una línea telefónica (099888339), vigente desde septiembre de 2015.

En ese año, además, se publica la “Guía de Práctica Clínica (GPC) de Atención del aborto terapéutico” durante la gestión de Carina Vance, en aquel entonces ministra de Salud, como una normativa de la Cartera de Estado y con carácter de aplicación obligatoria para el Sistema Nacional de Salud, es decir, tanto en la Red Pública Integral de Salud (instituciones públicas) y la Red Complementaria (entidades privadas).

La Guía de Atención de aborto fue un acierto. En ella se establece que la definición de salud usada para su aplicación es la contemplada en el artículo 3 de la Ley Orgánica de Salud que dice: “La salud es el completo estado de bienestar físico, mental y social y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades. Es un derecho humano inalienable, indivisible, irrenunciable e intransigible, cuya protección y garantía es responsabilidad primordial del Estado; y, el resultado de un proceso colectivo de interacción donde Estado, sociedad, familia e individuos convergen para la construcción de ambientes, entornos y estilos de vida saludables”. Esta definición está alineada a la de la Organización Mundial de la Salud, (OMS), y dirige la mirada hacia las relaciones de desigualdad marcadas por el sexo, género, edad, etnia y clase social que determinan la forma en que cada persona vive su salud integral.

La normativa es clara. Cuando se detecta que el embarazo implica un riesgo para la vida o la salud integral de la mujer, ella debe ser asesorada sobre el aborto terapéutico como una opción y, en caso de ser solicitado, debe realizarse en seis días como plazo máximo.

La Guía establecía —antes del fallo histórico de la Corte— que las mujeres, niñas y adolescentes con discapacidad, embarazadas producto de una violación sexual, podían acceder al derecho si su porcentaje de discapacidad era del 40% en adelante. La denuncia de violación no era un requisito, sin embargo, la petición de aborto terapéutico debía ser hecha por un tercero: el representante legal de la mujer, niña o adolescente con discapacidad mental.

Para José Masache, sin embargo, el acceso al procedimiento, aún con la normativa establecida en el COIP y la emisión de la Guía, no es efectivo. “No se puede hablar de que sea abiertamente accesible tanto el sector público como en el privado. Existe todavía un desconocimiento, una falta de cambio de paradigma, un desaprender de las y los profesionales de salud. Se continúa pensando que la causal salud se refiere solo al bienestar físico o biológico y muchos médicos olvidan que la salud integral incorpora a la salud mental y social de la paciente. Las mujeres no son solo cuerpos, no pueden ser vistas y atendidas con esa perspectiva. Nosotros no queremos imponer nada, sino que se tenga conciencia de que el aborto terapéutico es una alternativa y que debemos informarlo”, explica.

José dice que hay un punto de quiebre en los procesos de capacitación y formación del personal de salud donde existe un desconocimiento de los aspectos legales para el acceso de la salud sexual y reproductiva de las mujeres. “No solo estamos hablando del aborto, sino de la anticoncepción, de la planificación familiar, de la prevención que tampoco es efectiva —lo hemos visto, sobre todo, ahora, durante la pandemia— y que puede llevar a una mujer a buscar un aborto inseguro poniendo en riesgo su propia vida”. Para el médico, el Estado tiene la obligación de garantizar los servicios de salud y de capacitar a las y los profesionales desde las aulas universitarias “porque aún los criterios religiosos están presentes en el ejercicio médico”, explica y cuestiona, con firmeza.

Pese a que la Guía es una norma obligatoria, su contenido ha quedado relegado en cajones, abandonado y lejos de la práctica. Y su falta de uso, omisiones, negligencias y prejuicios tienen efectos desgarradores: destrucción de vidas, muertes maternas, proyectos de vida, sueños truncados y familias rotas. Pero las mujeres no están solas. A la su lucha se ha unido personal médico comprometido con su salud y que ha asumido un rol esencial para socializar el protocolo con sus colegas.

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Cuando el camino es por más derechos: acompañar, informar y decidir

La voz del médico Vicente Yuen Chon, gineco-obstetra con una subespecialidad en embarazos de alto riesgo, quien ejerce su labor en Guayaquil, es firme. Para él, quién ha colaborado con el Ministerio de Salud para socializar y potenciar la aplicación de la Guía, es imprescindible “tener clara la normativa a nivel del MSP, que está en la Guía, y que explica claramente que una mujer debe recibir la información adecuada, libre de sesgos, para que pueda tomar una decisión basada en esa misma información. Esa es nuestra obligación. Estamos en un Estado laico, según la Constitución, pero hay quienes se siguen escudando en una moral religiosa”.

El especialista analiza casos como el de Manuela, en Guayaquil, y dice que el manejo médico es “irresponsable e indignante”, y, además, refleja los nudos críticos en el sistema de salud. No solo se trata de una falta de acceso –aclara Vicente– sino de una barrera dogmática que impidió a Manuela tener los datos que necesitaba para tomar una decisión.  

“No es fácil decirle a una mujer que es necesaria la interrupción de su embarazo, porque también puede ser deseado, pero hay que hacerlo para que ella lo evalúe. Si así lo decide, el proceso debe ser atendido de forma integral acompañado psicológicamente y con consejería”, enfatiza.

Vicente ha ejercido su oficio como médico durante casi veinte y cinco años y, durante los últimos años, ha colaborado frecuentemente con el MSP para socializar la Guía PC de ATT debido a la resistencia del personal de salud. Para él también ha significado un proceso de deconstrucción.

—¿Cómo ha sido ese camino de aprender y desaprender? ¿Qué representa en su labor?, pregunto.

—Yo tenía un enfoque conservador. Pero entendí que debía comprender de forma amplia e integral a los derechos sexuales y derechos reproductivos de las mujeres. ¡Más feminista que un ginecólogo definitivamente!— ­­ dice, con una sonrisa que se dibuja en su rostro a través de la pantalla.

Vicente continúa:

—Trabajamos con mujeres, entonces tengo que saber con quién estoy trabajando y cuáles son los derechos que tiene esa persona que está sentada frente a mí en el escritorio. Comprender, además, que la salud integral implica conocer su contexto”, dice. Y lo ejemplifica: “si es una mujer embarazada, con siete hijos, empobrecida y, además víctima de violencia de género, sin acceso a métodos anticonceptivos, pues es importante pensar en qué va a pasar con esa mujer al negársele su derecho al aborto terapéutico”.

El médico es claro: su labor debe velar no solo por la salud física, sino también por la salud mental y social de la paciente y de ampliar la mirada al desarrollo de las mujeres en su entorno social. 

Laura coincide con Vicente. Para ella, como psicóloga y acompañante, es vital priorizar la salud social. “Las mujeres tienen un plan de vida. Si pensamos en aquellas que intentan acceder al aborto, es importante analizar cuáles son las condiciones sociales a las que se va a enfrentar”, dice. No solo se trata de evaluar su situación en términos económicos, sino también “de ampliar la mirada hacia su acceso a la educación, sus relaciones personales, incluso del trato que recibirá en su propio barrio. Pienso en las adolescentes, por ejemplo, que deben dejar sus estudios, que están solas y a las que ya se les da ese título de ‘señoras’, enfrentándolo todo sin compañía”, cuestiona.

El aborto terapéutico salva vidas. Vicente se ha dedicado a socializar con sus colegas y personal de salud del MSP la importancia de su correcto análisis y práctica, alineado con la Guía. Mientras analizábamos los datos de las Muertes Maternas (MM) registradas por Salud, encontramos un dato alarmante: las causas de muerte indirectas o no obstétricas, es decir, aquellas que se producen por una patología existente antes del embarazo, constituyen el segundo grupo de causas básicas de MM en Ecuador, de los ochos grupos que existen, después de los trastornos hipertensivos. Durante el 2020, por ejemplo, se registraron 56, que representa el 34% del total documentado en ese año: 163. Entre las enfermedades existentes antes del embarazo que devinieron en las MM está la leucemia linfocítica aguda, trombocitopenia —como la que padecía Manuela—, tromboembolismo pulmonar, insuficiencia mitral, faringitis, COVID-19, entre otras.

En 2019, en cambio, las causas no obstétricas —categorizadas como Grupo 7 en la “Guía de la OMS para la aplicación de la CIE-10 a las muertes ocurridas durante el embarazo, parto y puerperio: CIE-MM”—, utilizada por el MSP, se convirtieron en la principal causa de Muerte Materna en Ecuador. Aquel año, de las 123 muertes maternas registradas, fueron 33 las mujeres que fallecieron por causas no obstétricas, le siguieron los trastornos hipertensivos con 28, las hemorragias obstétricas con 28, 10 muertes por embarazos que culminaron en aborto, 10 infecciones relacionadas con obstetricia, seis por otras causas obstétricas y ocho causas indeterminadas.

La pregunta es: ¿son esas muertes evitables con la práctica del aborto terapéutico? Vicente aclara que es importante analizarlas, porque cada caso es diferente.

“No se puede generalizar, hay que desentrañar cada arista del caso, porque además del acceso, debe hablarse de la decisión de la mujer y si ha sido informada de su diagnóstico y los riesgos”.

Vicente lo ejemplifica y recuerda a Susana*, de treinta y dos años, quien padecía hipertensión pulmonar severa con un antecedente de tromboembolismo. El médico  conoció su historia en el 2016.

Susana estuvo en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) de una casa de salud durante diez días y dependía de oxígeno. Cuando logró salir se le prescribió el uso continuo de anticonceptivos y su presencia periódica para los controles. Sin embargo, cuando acudió a una de sus citas de control, llegó con una prueba de embarazo positiva. Era una noticia grave. Cuando el neumólogo y el cardiólogo que la trataban conocieron de su estado, recuerda Vicente, “casi se caen del escritorio” porque, efectivamente, tenía ocho semanas de gestación. El neumólogo llevó a Susana a consulta externa de algo riesgo y el equipo médico le explicó que no podía continuar con el embarazo, por los riesgos que tenía y por el tipo de medicación que tomaba. “Le dijimos que podía morir, que el aborto terapéutico era una alternativa, pero ella nos dijo que deseaba continuar con su embarazo”, relata el médico.

Susana decidió continuar con su período de gestación en febrero del 2017, con la esperanza de conocer a su bebé, pero falleció en mayo de ese año por las complicaciones en su salud.

Vicente relata el caso de Susana para enfatizar en que el deber del equipo médico es precisamente informar a la paciente y respetar su decisión. Lo mismo ocurrió con una paciente que padecía cáncer de páncreas terminal y estaba embarazada. “Por eso es esencial que nosotros, como especialistas, informemos, trabajemos en conjunto interdisciplinariamente en la prevención, en la anticoncepción y el acceso libre al aborto terapéutico, porque es su derecho”, indica.

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La lucha de la Marea Verde continúa, une puños y mira al horizonte

 Son las 14:00. Llueve en Quito. Mujeres y adolescentes —con sus bebés en brazos, otras, embarazadas— aceleran el paso para resguardarse en las inmediaciones de una Maternidad en la capital. María*, de 17 años, adolescente, espera a su primera niña y su madre, Rosa*, la acompaña durante el proceso. La abraza, toma su mano, la mira con ternura.

—Siempre le digo que todo va a estar bien, que estamos juntas, que yo también temía cuando la iba a tener porque casi muero: tenía hipertensión, pero todo salió bien, relata Rosa. María escucha a su madre y suelta un suspiro, mientras mira el tránsito de mujeres en la casa de salud. Está aliviada, sonríe y se sostiene en sus brazos.

Entonces, le pregunto:

—¿Le informaron que era un embarazo de alto riesgo, que su vida podría verse vulnerada?, ¿Le hablaron de la posibilidad de un aborto terapéutico?

—¡No, no, para nada! Me hacía controles, aunque nunca me dijeron eso, solo que me cuidara. Yo deseaba mucho a mi hija, la quise siempre, pero sí tuve mucho miedo después de dar a luz. Me dio preeclampsia cuando parí. Mi familia pensaba que iba a morirme y si le soy sincera, yo también. Y aquí estoy, por suerte, apoyando ahora a María, porque quiere tener a su bebé. La esperamos juntas.

Rosa lo recuerda como una anécdota, como un capítulo esperanzador que cuenta con orgullo. Y ahora decidió apoyar a su única hija y abrazarla en los nuevos desafíos que enfrentará con la llegada de la bebé. “Claro que fue una noticia que nos sorprendió a todos en casa, pero María decidió ser madre y queremos acompañarla y ayudarla para que continúe sus estudios”, me dice.

—¿Qué quisieras estudiar, María?, pregunto.

—Quiero ser maestra. Quiero enseñar, siempre me gustó. Tenía miedo de ya no poder hacerlo, pero cuando conté a mi familia que estaba embarazada, no me juzgaron. No me siento sola ahora y mi enamorado también está presente. No vamos a dejar de cuidarnos y usar protección porque sabemos que con la bebé ya será difícil.

Es momento de ingresar al chequeo. Rosa y María se despiden, acomodan sus mascarillas e ingresan al centro de salud. Ambas decidieron tener a sus bebés, pero Rosa acepta que, si la decisión de María hubiese sido abortar, también la hubiese apoyado.

Son precisamente la decisión con prevención, la maternidad y el acceso al aborto los ejes que impulsaron esta investigación. En los primeros días de búsqueda hubo silencio, hermetismo. Sin embargo, los casos comenzaron a multiplicarse conforme avanzaba la exploración. El movimiento de mujeres grita a diario para que el Estado garantice los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, niñas, adolescentes y personas con capacidad de gestar y a esa lucha también se han unido profesionales de la salud comprometidas y comprometidos, quienes deciden levantar sus voces por la preservación de la vida y los derechos de sus pacientes.

Casi dos meses después de que se registrara el caso de Valentina, el 29 de abril de 2021, la Corte Constitucional del Ecuador oficializó la sentencia que, con siete votos a favor y dos en contra, declaró la inconstitucionalidad por el fondo de la frase ‘en una mujer que padezca de una discapacidad mental’, contenida en el artículo 150 numeral 2 del COIP, ampliando así la causal por violación para todas las mujeres y niñas sobrevivientes.  

El fallo se emitió luego de siete demandas interpuestas por organizaciones que centran su labor en la defensa de los derechos de las mujeres, además de una acción legal presentada por la Defensoría del Pueblo. La lucha feminista no calló; se fortaleció como aquel clamor y reclamo a de las mujeres con discapacidad que levantaron su voz por nuestros derechos y que han hecho claras sus exigencias, que hemos recogido en otro artículo que forma parte de este especial.

La sentencia de la Corte es clara: el fallo es de cumplimiento obligatorio, sin embargo, la normativa penal debe reformarse. La Defensoría del Pueblo debe elaborar un Proyecto de Ley que regule la interrupción voluntaria del embarazo en casos de violación. Tiene dos meses para hacerlo y luego deberá entregarlo a la Asamblea Nacional, que lo conocerá y discutirá en un plazo máximo de seis meses.

Las niñas, mujeres, adolescentes y personas en capacidad de gestar, cuyo embarazo sea producto de una violación, ya no serán criminalizadas ni sancionadas si deciden abortar. Tampoco podrán ser encarcelados o investigados penalmente los profesionales de la salud que realicen el procedimiento.

Sin embargo, este avance histórico en materia de derechos, significa vigilar aún más su cumplimiento frente a las trabas culturales, religiosas, y en la práctica médica aún presentes; no solo en el sistema de salud, sino en todo el aparataje gubernamental del Estado.

Dentro de ocho meses, cuando se apruebe la reforma legislativa para la aplicación del aborto en casos de violación, las mujeres, niñas y adolescentes sobrevivientes, finalmente podrán decidir. Y es un llamado para que el movimiento de mujeres y la sociedad civil se mantenga vigilante.

Pero ya no están solas, sus gritos ahora son acompañados por profesionales de la salud que, desde sus propias trincheras, no temen a expresar sus ideas y velar por los derechos de las mujeres en Ecuador.

La doctora Rosa Castillo cuenta, aliviada que el Hospital Docente de Riobamba realizó ya un aborto terapeútico para una sobreviviente de violación en marzo del 2021. Gabriela*, una niña con discapacidad intelectual de 13 años, embarazada después de haber sobrevivido a una violación sexual perpetrada por su tío paterno, pudo acceder a su derecho, apoyada por su familia y por el equipo médico de la casa de salud que la sigue acompañando con su proceso psicológico y en la continuación de sus estudios; aunque la situación socioeconómica en su hogar no le permite ponerse al día con las clases telemáticas.

“Nosotras queremos que esto sea un ejemplo para nuestros colegas, para que sepan que no deben tener miedo, que la religión no debe impedir realizar nuestra labor que es proteger la vida. Yo, como mujer, defiendo también mis derechos y pienso que ninguna mujer debe ser obligada a ser madre si no es su deseo”, dice.

Las médicas y médicos que han marcado su postura a favor de la vida de las mujeres y las niñas, fijando siempre su respeto a la decisión, también marcan historia. Ana Lucía Martínez, Virgina Gómez de La Torre, José Masache, Vicente Yuen Chon, Rodrigo Henríquez y Rosa Castillo coinciden en que es necesario incluir las normativas, las guías de prácticas médicas y extender la mirada del acceso al aborto en los pénsum de estudio, abrir el debate en las aulas estudiantiles, en los salones de posgrados, en las especializaciones de los doctorados y el ejercicio profesional del día a día.

La Marea Verde hace historia. El movimiento de mujeres que ha recorrido un largo camino por la conquista de sus derechos, ahora fortalece su ruta de lucha. Su camino se ha cimentado por las voces de miles de sobrevivientes, acompañantes, activistas y mujeres que levantan su reclamo por los derechos de todas. Hay en sus ojos —que son también los nuestros—un espíritu de resiliencia que nos impulsa a seguir caminando, cuestionando, creando, escribiendo y resistiendo, frente al silencio estatal.

La Marea Verde no se cansa, no desmaya, resuena y une puños para que, en un futuro ya no tan lejano, en un futuro ya esperanzador, su grito retumbe anunciando que en Ecuador ninguna mujer más será forzada a ser madre y diga: ¡Es ley!

*Valentina, Manuela, Mariana, Rosa, María y Gabriela son nombres ficticios ideados para proteger las identidades de mujeres, niñas y adolescentes sobrevivientes que lucharon por sus derechos.