por: Elena Vásconez (seud.)*
(Última edición: abril de 2017).
Estela Salomé Gutiérrez prefiere no celebrar nunca más el Día de la Madre. La mujer de 45 años tiene cinco hijos y está segura de que mayo es un mes ingrato y doloroso. Toma aire y me pide que sienta cómo vibra el vacío en lo poco que le ha quedado de corazón. “Una caja sin nada tengo aquí”, dice.
Un día de esos, el operativo anti drogas llegó a su casa justo cuando mariachis, hijos, amigos y conocidos cantaban para ella, a viva voz, todos tienen una madre, ninguna como la mía…Sentí que me iba a morir cuando vi por la ventana de la cocina a unos tipo militares armados. Eran del GIR (Grupo de Intervención y Rescate). Se me nubló todo y lo siguiente que vi fue a ellos queriéndome arrancar de los brazos a mis hijos. Ellos, pobrecitos, no sabían lo que pasaba. Los tenía agarrados de mis piernas llorando y gritando: ‘¡Señores, no se lleven a mi mami!’. No hubo tiempo de nada. Hasta los mariachis se fueron con nosotros. Les encerraron casi tres días para investigaciones. En las noticias había dicho un ministro que tuvieron éxito. Pero la vida se acabó para mí ese día de mayo. Lo perdimos todo. Mi esposo está en el penal para 25 años por implicación con una red mundial de narcotráfico. Yo lo sabía, pero no pude hacer nada. Nadie tiene por qué juzgar. Nadie sabe cuándo le puede pasar algo como esto. No hay que escupir al cielo porque le cae en la cara.
Doña Estelita guarda, en una caja de madera adornada con flores, cartas llenas de garabatos infantiles y dibujos. Sentada sobre la tira de esponja a la que llama colchón, nos muestra –a Toña Ibarra y a mí– las fotos de sus hijos. Toña, que lleva 7 años encerrada por micro tráfico de drogas, es su compañera de celda. A ella la encanaron por vender en la esquina de un mercado junto a sus dos hijos, uno de 3 años y otra de apenas 6 meses.
Como ya es hora de almuerzo, Toña parte en dos una presa de pollo pequeña, desabrida, grasienta, fría y casi cruda que le han dado en el rancho del día anterior. La coloca en otro plato de loza con rajaduras y la compartimos. Un poco de arroz por plato. Un pedazo de papa dura para cada una. El gesto.
Hacía ya algún tiempo que mis intentos de ingreso al Centro de Rehabilitación Social Femenino de Quito (CSFQ), para hacer investigación de campo sobre las mujeres presas, se habían complicado. La imposibilidad de lograr acercamientos y la intención de posicionar más bien las versiones oficiales sobre el estado “favorable” de las internas, en medio de un sinnúmero de consejos, intrigas y recomendaciones de cuidado, ya me auguraban la dificultad. Algunos funcionarios del lugar utilizan calificativos para estigmatizar a las detenidas: “En la cárcel hay que tener mucho cuidado, varias de las que están aquí son peligrosas, se creen víctimas y siempre ven el lado negativo en todo. Son malagradecidas porque el Gobierno les apoya. Les encanta el vicio y no se quieren recuperar ni por amor a sus hijos. Son vagas, mentirosas y siempre están entrando y saliendo de aquí por culpa de los maridos”. Afuera, las enormes y oscuras puertas de metal –además de inspirar una sensación de pequeñez e impotencia– son el muro divisorio entre dos mundos. Sin embargo, en este punto, los destinos invisibles y las historias olvidadas se juntan, revolviéndose en el trajinar cotidiano de familiares, abogados y policías. Tras las puertas, una vez realizada la requisa de pies a cabeza y la confiscación de objetos considerados sospechosos, dos o tres sellos en azul oscuro se aplastan fuertemente contra el antebrazo. Siglas, nombres y dibujos raros para evitar confusiones entre lo correcto y lo incorregible. “¡Listo, puede entrar!”, dicen las guardias.
Lo primero que salta a la vista en el patio, encima de los barrotes externos de las celdas de los pisos más altos, es la ropa colgada como banderines de una patria en libertad que está en otro sitio. De esas prendas chorrea agua con restos de jabón. “Peligrosas”. “Malagradecidas”. “Vagas y mentirosas”. ¿Qué significa ser una delincuente peligrosa? ¿Cuál es el sitio de lo seguro?
Huele a húmedo. Hace frío.
Aquella ocasión, las guardias de turno me recibieron menos molestas que de costumbre. A vísperas del Día de la Madre, el ambiente festivo también movía las fibras de las uniformadas. Una casual y amena conversa sobre lo difícil que es asumir la maternidad en soledad y el esfuerzo que implica el cuidado de los hijos copó nuestra atención. Risas, anécdotas, confesiones. El despiste me permitió entrar con todo y pertenencias.
Me habían recomendado ubicar a doña Estelita por ser la presidenta del Comité de Internas “Mujeres Luchadoras”, pero no pudimos encontrarnos, en principio. Ella estaba en alguna reunión, así que, mientras la esperaba para hacerle una entrevista, continué caminando. La cárcel parecía una acuarela de muchos colores: entre tanto recoveco sombrío, había un esfuerzo vital por representar la luz. El eco, el timbre y el volumen de sus voces; tonos y palabras para nombrar lo visible y lo que hay que inventarse para sortear el olvido; gestos duros y medio amorosos, a la vez; maquillaje, ojos y pestañas delineadas, torsos semidesnudos, trazos de entradas y salidas, tatuajes descoloridos, cicatrices en la cara y en los brazos. Fisuras.
“Oiga, niña, ¿a quién le damos llamando? Diga, no más, cincuenta centavitos le cuesta”.
“A una de las nuevas le ha de venir a ver, porque ésta no tiene cara de que le hayan cogido.”
Subí a uno de los pabellones. El corredor era oscuro. Las cortinas rojas y desteñidas, lucían, no obstante, rigurosidad en la hechura de los moños. Al fondo, una imagen enorme de Jesús del Gran Poder crucificado daba la bienvenida. Todo se distorsionaba con el alto volumen del coro: Miénteme, engáñame, pero no me lastimes. Sácame la vuelta y si te vas, llévame contigo.
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Con capacidad para 360 reclusas, en el Centro estaban hacinadas unas 500 mujeres, varias de ellas, con sus niños pequeños. Con recelo golpeé el candado contra la puerta de metal y salió una señora a preguntar qué quería. Durante unos minutos, con mi grabadora encendida, charlamos –si el vaivén de frases protocolarias se puede entender como una charla–. Casi a punto de salir del sitio, tres internas se acercaron: “¿Es de un medio de comunicación? Porque siempre hemos querido que vengan para decirles la verdad”. Quise responderles, pero el grito de una de ellas no me dio tiempo: “¡Vengan, vengan, ha venido una señorita de la radio y todas pueden hablar y mandar saludos a los hijos que están en las Españas y en otros países! ¡Llamen a todas!”. En menos de cinco minutos, estaba rodeada de treinta mujeres con quienes nos acomodamos alrededor de una mesa de comedor. Lourdes y Rosa tomaron la posta y organizaron todo. Solo hablarían quienes quisieran y respetando su turno. Por orden superior, ninguna tenía autorización para expresarse si antes su criterio no era escuchado y aprobado por las autoridades. Hacerlo significaba enfrentarse al aumento de la pena, el traslado a otros centros temidos por su peligrosidad o la suspensión de visitas durante largo tiempo.
“La basura vale más que nosotras”. “No hay agua para el aseo”. “El sistema sanitario está podrido”. “Dormimos cinco en un espacio diminuto y nos asfixiamos”…
Alguien preparaba algo de comer y otras cuidaban la puerta por si hacía su arribo inesperado la guardia de turno.
“Señor presidente, le invitamos a que nos visite no solo para pedir el voto sino para que vea cómo vivimos aquí sin nuestros hijos. Por lo que más quiera, ya no meta más gente en la cárcel”. “La mayoría de las que estamos aquí somos gente pobre y nos han cogido por arranchar una cartera”. “No somos víctimas. Aquí hay compañeras capaces, trabajadoras. Saben hacer desde manualidades y algunas hasta tienen profesión. Buscamos formas para ganarnos la vida porque afuera hay que mantener a los hijos”. “Si algo hemos hecho mal lo estamos pagando. Si hemos cometido un error, no por eso dejamos de ser personas”. “Aquí se aprende a ser solidarias cuando vemos que no hay quien les venga a dejar ni una pasta dental, y si alguien amaneció triste le vamos a ver aunque sea con un pan”. ¡Aplausos!
Los sentimientos represados se descubrieron conforme afloró la confianza y la cercanía. Denuncias, iras, dolores, anhelos, recuerdos y sueños. Un expediente sucio como tus actos, como el asqueroso lugar de donde procedes por ser mujer, pobre, madre sola, puta, ladrona y paquetera de la calle. El desprestigio, la mala madre, el mal ejemplo y la vergüenza de la sociedad. Permanecí en silencio. Cada palabra o gesto no podían sino taladrar la susceptibilidad y las entrañas de cualquier mortal por más fuerte que fuera. Un golpe bien dado en toda la cara diciendo: ¡despierta y deja la impavidez! ¡Un toletazo! Una patada con venganza en el bajo vientre. Un insulto. Una amenaza.
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La emotividad nos amortiguó. Nadie se percató de la hora, menos yo que tenía las piernas inmóviles y el entendimiento extraviado en esas declaraciones que me cayeron encima como pedradas. Habían pasado varias horas cuando alguien entró corriendo para informarnos que las guardias estaban subiendo. Muy asustadas, todas se levantaron con el temor de que sus nombres fueran revelados en las grabaciones, pero ya era tarde. Mi presencia irrespetaba el horario de visitas, así que salí como pude. Una vez en el graderío, cuatro guías penitenciarias me tomaron por las muñecas, sacándome a empujones hasta la puerta principal. Su sorpresa al saber que se me había permitido la entrada con cartera, con un aparato de audio y el celular, fue grande. Se desplegó frente a mí un cerco policial y empezó el interrogatorio hostil, el jaloneo y la incómoda requisa. De inmediato, llamaron a la Directora del Centro. Me quitaron la grabadora para reproducir públicamente y en alto volumen el contenido de lo registrado. Ninguna explicación fue válida. Alguien dijo que la responsable de las internas estaba por acercarse a rendir declaraciones sobre lo que yo había hecho con las mujeres. Ella recibiría un castigo ejemplar por el descuido y quienes me permitieron la entrada, también. La angustia me paralizó.
De alguna parte salió una señora de mediana estatura, tez trigueña y cabello rizado. Lucía apurada, nerviosa y tan asustada como yo. Luego nos enfrentaron cara a cara, pero poco antes, la colocaron junto a mí. En escasos segundos de tenernos cerca le pude decir mi nombre. “No quiero perjudicar a nadie, alcancé a confesar con disimulo. Vine a conversar con ustedes, a escucharles”. Nos miramos. Sus ojos transparentes tenían luz. La complicidad nos calmó el sudor. Me dijo: “Yo no le conozco. Prométame que no va a poner en evidencia a las compañeras, porque habrá represalias. Deme su palabra”. Enseguida, ella argumentó que yo le había entregado un oficio con la aprobación de instancias superiores para el desarrollo de un trabajo de investigación. Luego, entramos todos a la oficina. El corazón se me detuvo aún más cuando pusieron play. 3 horas o más de grabación empezaron a rodar ante los atentos oídos de policías, guías, autoridades y funcionarios: “Yo solo quiero decir a mis hijos que hagan caso a la abuelita, ella me los cuida. Que se le pide a Dios, además del perdón, la bendición para ellos aunque con lágrimas en los ojos”. “En este país es un delincuente el que roba una gallina. ¿Dónde están ahora los que se han robado la plata de todos los ecuatorianos? ¿No son ellos más delincuentes que nosotras? Para los platudos el delito de peculado y para nosotras el de robo”. “La justicia es invisible porque no se ve y no se aplica por igual”.
Luego de los testimonios de las reclusas, se reprodujo la primera entrevista que había hecho. Ese mismo vaivén de frases protocolarias que parecían no decir nada nos salvó y fuimos declaradas inocentes. Después de la absolución, descubrí que la mujer a quien deseaba hacerle una entrevista me susurró una frase demostrando su lealtad y complicidad aun sin conocerme. Doña Estelita y yo nos conocimos así. Las cuatro paredes, las fotografías descoloridas de hijos, madres y familiares. El olor a perfume de a dólar, a hierba, a bazuco y fritura. Las enfermedades del alma y del cuerpo. El compartir la inhumanidad de la reclusión. La solidaridad, la unión y la defensa de una esperanza. Aferrarse a la vida como un acto de rebeldía. Ponerse en los zapatos de la compañera. Mirarse en ella. La crueldad, la miseria, la violencia, la muerte y el afecto enfrentados al extremo.
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¿Qué quiere castigar la cárcel? ¿Acaso no es más cruel que un robo la desatención de las necesidades básicas y la violación de los derechos humanos fundamentales mucho antes de la pena? ¿Quién hace más daño a quién?
En el ex Centro de Rehabilitación Social Femenino o Cárcel de Mujeres de El Inca, en Quito –ahora cerrado luego del traslado de las internas a la Regional Cotopaxi, a finales de 2014–, se evidenció que el 80% de mujeres privadas de libertad estaban acusadas por delito de micro tráfico de drogas o trabajo de mulas. Ellas eran parte del eslabón más empobrecido y explotado en la cadena de narcotráfico transnacional. En su mayoría, madres cabeza de hogar. Las cifras y estadísticas jamás me hubieran brindado la experiencia de palpar en las manos frías, sudorosas y desconfiadas de otra como yo, el dolor, la angustia, la lucha y la irreverencia. En la Cárcel vivían mujeres con historias parecidas a novelas policíacas de finales tristes e inconclusos. Cada corte marcado en la piel era una historia, una alerta para describir con nombre y apellido lo que tiene de feo la sociedad, eso a lo que hay que borrar del mapa o mandar a zonas alejadas porque da asco ver.
Antes de que los girasoles amarillos, colocados en la habitación de Estelita y Toña para reivindicar los afectos frente a tanta hostilidad, se marchitaran, nos abrazamos entrañablemente. Mientras iba de regreso, recordé que hace unos años había leído por casualidad en la primera plana de diario Extra: “Mariachis y narcos encontrados infraganti. Exitoso operativo antinarcóticos captura a malhechores del hampa en el día de la madre”. El pañuelo que es el mundo.
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* (Doris Pinos C.) Comunicadora, gestora para el desarrollo local, periodista digital y feminista. Escribe para algunos medios digitales. Activista y colaboradora en procesos políticos con organizaciones sociales.
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