Las mujeres trabajadoras remuneradas del hogar no pueden teletrabajar

 

 

Por: Pepita Machado @machadopepita

Texto publicado en Manifiestos Feministas

Indignó al mundo el caso de una trabajadora doméstica de 63 años en Brasil que fue la primera víctima mortal de la COVID-19 en ese país, al ser obligada a seguir sirviendo a personas enfermas que regresaron de sus vacaciones de Europa. Las trabajadoras del hogar no son de la familia. El trabajo doméstico es trabajo, pero, como está feminizado, no se valora. María José Machado, en este texto publicado en su blog analiza la situación de las mujeres trabajadoras remuneradas del hogar durante la pandemia por COVID-19 y los afectos entre empleador/empleadora y empleada, los cuales muchas veces ocultan violencias y desigualdades.

 

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Esta narración comienza con la escena de Cleo, en la película Roma, barriendo las cacas de los perros de la familia donde trabaja. ¿Dónde estaría Cleo pasando la cuarentena?.

A las trabajadoras del hogar hay que pagarles el sueldo completo mientras pasan la cuarentena en sus casas. Esta obvia afirmación, tristemente, causa escozor en muchas familias que han interiorizado el sentido profundamente colonial de propiedad sobre las vidas de las mujeres que limpian y cuidan sus hogares, a cambio de pagas ínfimas.

He leído comentarios que me han dejado muy preocupada y que demuestran la conciencia de “derecho a la servidumbre” de los empleadores, situación que lesiona la dignidad de las trabajadoras del hogar, las cosifica y niega su agencia. Idealiza, además, gestos desesperados: “no sea malito, hágame un préstamo porque no he podido trabajar”; “no me pague si no puede”; “yo me quedo por la comida”. Afirmaciones de las trabajadoras por el desconocimiento de los propios derechos, por la necesidad, el terror a perder el trabajo o el afecto del “amo” y que también resultan de todos aquellos vínculos injustos a los que a veces llamamos amor. Hay personas que dicen, sin rubor, que “su empleada” ha trabajado gratis por cariño, con tal de no dejar a la familia y es un escenario que, por supuesto, no descartan por la actual y sobreviniente recesión económica debido a la crisis sanitaria sin precedentes.

La película Roma fue el pretexto para una serie de críticas desde la perspectiva de género, raza –no como realidad biológica sino como criterio de clasificación arbitraria y jerárquica de la población– y de clase social a la naturalización de la discriminación y su idealización en las sociedades latinoamericanas, donde la desigualdad es tal y la necesidad económica de las mujeres empobrecidas es tal, que no pocos hogares pueden permitirse pagar a otra persona para que limpie su casa y cuide a su prole, a cambio de poco dinero, algo que pasa mucho menos en países con mejores indicadores económicos y de género, donde el servicio doméstico está tan bien pagado, que muy pocos se lo pueden permitir.

La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) en un reciente informe  aborda la fragilidad del trabajo doméstico remunerado, sector en el que se emplea el 11, 4% de las mujeres ocupadas de la región. Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), un 77,5% de las personas que se dedican a esta labor están en la informalidad. Por supuesto, esto tiene que ver con la división sexual del trabajo, que deja el doméstico y de cuidados en manos de las mujeres. No existe corresponsabilidad en los hogares; por tanto, las mujeres trabajadoras para satisfacer las necesidades de cuidado de sus casas, suelen delegarlo a otras mujeres en peores condiciones económicas. En medio, desde luego, ya en la relación de las trabajadoras del hogar con las familias empleadoras, puede haber afecto, cercanía y apoyo mutuo; pero no hay igualdad. Una relación de trabajo doméstico remunerado es, en el mejor de los casos, explotación benévola.

                                    muñecas

La burguesía ecuatoriana y la clase media aspiracional tropiandina, en los días de la película Roma escribieron verdaderos poemas de amor sobre las “Cleos” de sus vidas. Uy, “es como de la familia”, “le dejo usar mi baño”, “come con nosotrxs”, “nos abrazamos”, “es mi hermana”. De esta manera hacía notar, sin rubor, su ceguera de clase, la invisibilidad de sus propios privilegios y la exaltación de gestos cotidianos como extraordinarios. Se sentían seres moralmente superiores por tratar a la empleada del hogar como un ser humano. Esta violencia simbólica que se disfraza de amor, sistemáticamente ejercida contra las trabajadoras del hogar –algunas verdaderas esclavas de la modernidad– es tan difícil de explicar para quienes adolecen de ceguera de clase como las violencias “sutiles” del machismo, para quienes adolecen de ceguera de género.

Un machista jamás entenderá que decirle “mi reina” a cuanta mujer se le cruza es violento. Una persona clasista jamás entenderá que decir “es como de la familia” a la trabajadora del hogar, cuando no lo es, y tratarla, sutilmente, como su propiedad, es violento, aunque digan que la quieren. Esto no se trata de amor, sino de derechos laborales: remuneración, décimos, vacaciones, ropa de trabajo, afiliación a la seguridad social, fondos de reserva y condiciones dignas de empleo. El cariño puede estar, pero no suple a las obligaciones patronales, ni cumplirlas es un acto heroico.

Según un reciente estudio de CARE Ecuador, publicado de 2018, sobre la situación de las trabajadoras remuneradas del hogar en Ecuador,  el 65% de familias que tienen servicio doméstico son del área urbana y del quintil cinco, hogares de ingresos altos; mientras que el 60% de trabajadoras del hogar proviene de hogares pobres, de los cuales 7 de cada 10 no tiene acceso a agua potable, ni a servicio higiénico exclusivo. En la provincia de Azuay el 75% de empleadas domésticas no tienen instrucción formal o apenas han concluido la primaria. La mayoría de denuncias laborales de las empleadas domésticas se vincula con el no pago de sus haberes y los despidos intempestivos. Es decir, entre las personas empleadoras y la persona empleada hay un abismo de clase. Insalvable.

Estas palabras del estudio son ilustrativas y hablan no solo de desigualdad económica, sino de colonialidad del ser y de blanquitud, en términos de los filósofos Anibal Quijano y Bolívar Echeverría:

“En Ecuador prevalecen relaciones de servidumbre y dominación propias del período colonial y de la lógica de producción de la hacienda que se mantuvo en nuestro país hasta bien entrado el siglo XX y que se asientan en los paradigmas del patriarcado y el sentido de superioridad racial y de clase. La relación semifeudal entre el “patrón” o “patrona” y la “sierva”, “criada” se expresa en formas de dependencia-manipulación y poder de quien puede despedir y despojar de los ingresos para la sobrevivencia y de quien a la vez puede ser su protector y agresor, elemento característico de una relación no capitalista de trabajador-empleador. Las relaciones entre las trabajadoras remuneradas del hogar y los hogares en los que desempeñan sus labores se ven atravesadas por vínculos afectivos que inciden en las formas de vulneración de derechos. Estas estructuras patriarcales, de racismo, clasismo y adultocentrismo, se articulan entre sí para construir nociones de lo que significa y conlleva ser mestizo, indígena, afro e incluso extranjero, y que dan pie a distintas experiencias de discriminación, diferenciación social y violencia vivida por las mujeres.”

 

Mujeres trabajadoras del hogar y la pandemia

Indignó al mundo el caso de una trabajadora doméstica de 63 años en Brasil que fue la primera víctima mortal de la COVID-19 en ese país, al ser obligada a seguir sirviendo a personas enfermas que regresaron de sus vacaciones de Europa. Las trabajadoras del hogar no son de la familia. El trabajo doméstico es trabajo. Es inconmensurable la distancia entre una persona trabajadora y su empleadora, porque aquella vende su fuerza de trabajo a cambio de un sueldo, sin tener, a veces, nada más que su cuerpo como activo. El trabajo doméstico no se puede telehacer. Es, por supuesto, una forma de trabajo intelectual que requiere de unos conocimientos y una preparación, pero, como está feminizado, no se valora. Se ve como ayuda, dicen que las amas de casa “no trabajan”. Las empleadas domésticas lo fueron desde niñas. Pero también es un trabajo físico, de alto contacto y, en este momento, de alto riesgo.

¿Son como de la familia? No, pues a veces creo que un buen criterio para definir la familia es describirla como aquel grupo humano –excepción hecha del personal sanitario, que también está feminizado– que se debe cuidado mutuo y que, en contexto de pandemia, si llega a contagiarse por el deber moral de cuidarse entre sí, se padece con menor remordimiento. En cambio, contagiar por mi capricho de seguir recibiendo el servicio a una persona de otro círculo familiar me parece una forma de homicidio culposo. Esa es mi nueva definición de familia.

El lunes pasado, 30 de marzo, se conmemoró el Día de las trabajadoras del hogar. En México y Colombia ya se han detectado abusos en la crisis sanitaria. En México recientemente la Corte Constitucional reconoció el derecho a la seguridad social de las empleadas domésticas. Un ínfimo porcentaje de ellas tiene seguridad social. En Colombia las empleadas del hogar siguen trabajando, con el pretexto del salvoconducto para cuidado a niñas y niños. Ellas son, generalmente, del campo o de lugares alejados y deben recorrer largos trayectos a pie y en transporte colectivo para llegar a sus lugares de trabajo, lo que aumenta el riesgo de contagio.

Las trabajadoras del hogar organizadas en varios países piden que se respete su derecho a la cuarentena, a cuidar de sí mismas y de sus propias familias y a que no se les explote laboralmente. A muchas se les exige en estos días de cuarentena ir a sus trabajos y a más del trabajo cotidiano realizar todas las labores de desinfección y de cuidado a las personas enfermas, que son largas, peligrosas y agobiantes. En España las empleadas del hogar que se quedan sin sueldo demandan un subsidio extraordinario, si su empleador/a las ha despedido o suspendido del empleo. Hay proyectos para concretar este subsidio mientras dure la situación extraordinaria de alarma.

En Ecuador, las trabajadoras remuneradas del hogar hace poco no eran sujetas de derechos humanos, ni siquiera formalmente. En 2005, mientras el salario básico unificado mensual para el trabajo en general era de 170 dólares, el de las trabajadoras domésticas era de 55 dólares. Mientras los fines de semana libres eran para todos los trabajadores, las empleadas domésticas tenían derecho a un fin de semana cada quince días. Es decir, la ley establecía una discriminación expresa a un personal completamente feminizado, ya que el 90 al 98 de las trabajadoras domésticas del Ecuador son mujeres según el estudio de CARE.

En países coloniales el servicio doméstico viene de una tradición de semiesclavitud donde las familias acomodadas –y a veces, ni eso– “criaban” a niñas y mujeres indígenas, campesinas, afrodescendientes que les servían en quehaceres domésticos y de cuidados a cambio de un techo y de un plato de comida. Si los “patrones” eran “indulgentes” a lo sumo les permitían concluir estudios primarios, siempre en centros nocturnos y fiscales, nunca en los mismos colegios de sus hijos e hijas. En un vídeo muy interesante de la Universidad de Cuenca se muestra que las antiguas casonas cuencanas tenían cuartillos destinados a las “muchachas” de las familias, siempre detrás, siempre aparte, en una conmovedora paradoja. Pues ellas hacían la comida, bañaban y cambiaban pañales a las criaturas y hasta las amamantaban, pero a la hora de comer, dormir y tener contacto social debían estar lejos, porque eran como de la familia, pero no eran como de la familia. “Otra piel, otro humor, otros olores”, cuando convenía a la necesidad de mantener la jerarquía y la distancia.

En 2007 se acabó con este apartheid remunerativo y se igualó el salario de las empleadas domésticas al de las y los trabajadores en general. El resultado fue agridulce. Si bien desde el principio de igualdad formal es inconcebible una discriminación amparada por la ley para igual trabajo; la realidad fue de masivos despidos de trabajadoras del hogar. A muchas familias de clase media que les alcanzaba para tener una “puertas adentro” –semiesclava a tiempo completo– cambiaron la modalidad de contratación a “puertas afuera”. Muchos hogares despidieron a la empleada doméstica “¿cómo ella va a ganar lo mismo que yo?” se oía en todas partes. “Yo le pago eso y más porque le doy comida, le regalo ropa usada, juguetes, no le cobro arriendo” escuché varias veces a gente cercana, e inclusive personas que casa afuera “defendían” derechos humanos.

En un contexto de desigualdad extrema, con estas medidas, muchas trabajadoras domésticas ya no contaron, en adelante, con la comida y la casa que tenían en la modalidad anterior. Ellas entraron en una nueva dinámica de igualdad formal, pero de precarización: dando sus servicios por horas, repartidas en cuatro o cinco casas para alcanzar a ganar lo que podían en una, sin seguridad social y obligadas a hacer en tres horas la limpieza equivalente a una semana de trabajo. Ambos escenarios son complejos y reflejan una realidad donde las vulneraciones de derechos son múltiples.

 

La crisis del cuidado originada por la COVID-19 ha cambiado definitivamente y en pocos días las dinámicas de corresponsabilidad/conciliación en las familias. Se entiende que las trabajadoras domésticas están con sus propias familias impedidas de trabajar en las casas en las que sirven.

Leí por ahí un mensaje fundamental: el estado de bienestar debería permitir que todas las personas puedan quedarse en sus casas en lugar de que el estado policial castigue a las personas sí salen de sus casas. El estado policial está relacionado, por supuesto, con el modelo neoliberal que produce más pobres que tienen que robar para vivir y hay que controlarlos a través del castigo penal. Cuando todo debería ser al revés. El estado debe asegurar derechos económicos, sociales y culturales: salud, vivienda, alimentación y agua; y reformas laborales para que todas las personas trabajadoras sigan percibiendo sus remuneraciones  y que otro tipo de deudas pueda esperar. Llama la atención que muchxs asumen que, si la trabajadora doméstica del hogar no trabajó, no gana. Así, tan campantes.

Las trabajadoras del hogar son quizás de las poblaciones más golpeadas por la crisis, porque vienen de desventajas previas. Son mujeres y la mayoría mestizas, campesinas, indígenas, afroecuatorianas, migrantes. Y si no lo son, son pobres. Muchas son jefas de hogar o sus parejas también tienen trabajos en los que viven del día: agricultores u obreros de construcción que están paralizados, sin seguridad social y sin posibilidades de salir. Las mujeres campesinas del Ecuador que trabajan en servicio doméstico suelen tener múltiples hijos e hijas. Trabajan el triple: en sus casas, en el servicio doméstico y en trabajos comunitarios. El primero y el tercero, no remunerados. Las lógicas de hipersexualización de las migrantes venezolanas y colombianas las exponen a abusos psicológicos y sexuales. Muchas empleadas del hogar han sido víctimas sistemáticas de violaciones y trabajan desde los seis o doce años. Y sienten que no sirven para otra cosa y que lo que hacen no es valioso. Tienen que pagar con el cuerpo y su trabajo ininterrumpido el derecho de existir. Y encima, estar agradecidas.

El Ministerio del Trabajo tiene dos disposiciones sobre el servicio doméstico para la emergencia sanitaria por COVID-19: la posibilidad de suspender la relación laboral, es decir, que no se trabaje, que se pague el trabajo, pero con el compromiso de recuperar las horas no trabajadas o devolver el dinero pagado, o mantener servicio doméstico puertas adentro, modelo cada vez menos frecuente. Esta resolución es problemática. El hecho de tener que recuperar los días no trabajados, en esta incertidumbre, puede crear una dinámica de extrema explotación en el mundo posvirus, si dicha posibilidad existe. La variable del trabajo “puertas adentro” a menos que se trate de una persona sin autonomía económica alguna, parece cruel en este momento, porque privaría de su entorno a la trabajadora. En todo caso, para información de los empleadores criollos:  no pagar el sueldo a la empleada del hogar no es una opción legal. Aunque a muchas personas les encantaría.

En términos generales si dejamos de trabajar, dejamos de producir. No sabemos cuánto dure la cuarentena. Me haré eco de las palabras del Papa Francisco –de su Papa– que dijo que él no entiende la situación por la que atraviesan los empresarios en esta crisis y cómo saldrán de ella, pero que sí entiende lo mal que pueden pasar las personas trabajadoras y sus familias sin un mes de su remuneración, porque de ella viven. Pues llegamos a fin de mes y hay quienes se preguntan ¿le pagamos a la empleada, si no ha trabajado?.

En doctrina cabe aplicar los principios del derecho. El Derecho Laboral está regido por el principio in dubio pro operario, que quiere decir, en caso de duda se debe resolver a favor del trabajador. Privar a una persona trabajadora de su remuneración equivale a despido intempestivo. Descartemos por indecentes a las familias que autovalentes que siguen obligando a las trabajadoras del hogar que les sirven a ir a sus casas. Eso pone en riesgo sus vidas. Pero, “¡si es como de la familia!”. ¿En serio? Entonces con mayor razón se debe respetar su decisión de cómo, dónde y con quién pasar el confinamiento, con su sueldo.

Vivimos tiempos de extrema vulnerabilidad como seres humanos. La enfermedad no distingue clase social, ni edad, ni sexo, y ninguna condición personal. Sin embargo, sí golpea de manera más cruel a las personas que viven en situación previa de discriminación. Hoy es tiempo de solidaridades. La filantropía está bien pero no puede ser la constante mientras se siguen desmantelando los sistemas de salud pública y mientras las personas no tienen la posibilidad de un tratamiento, una cama hospitalaria, un respirador, medicación y una muerte digna. Una en que al menos puedan tener un ataúd.

La crisis de cuidados necesita respuestas integrales de los estados. Las medidas de emergencia tienen que poner la sostenibilidad de la vida en el centro y la consideración de las poblaciones históricamente marginadas. En lugar de contar anécdotas de lo bien que se llevan con “sus empleadas” cumplan con sus obligaciones patronales.