Una maleta y muchos caminos

La migración venezolana en la frontera de Ecuador con Perú

 

 

 

Crónica y Fotoreportaje de: Andrés León @Leonandrelo

Edición Ana Acosta @yakuana

12 de marzo 2021

 

 

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El puente internacional entre Huaquillas, ciudad fronteriza ecuatoriana, y la población peruana de Aguas Verdes permanece oficialmente cerrado desde el 15 de marzo de 2020, por la pandemia de la Covid-19. Más allá de este puente, Huaquillas y Aguas Verdes están divididas por un canal que se extiende por una línea fronteriza de 165 kilómetros, donde se han construido pasos irregulares entre los dos países. Se los conoce como trochas, por donde circula contrabando y, ahora, cientos de familias de migrantes venezolanos. Andrés León, fotoperiodista, acompañó el viaje a pie de un grupo de familias venezolanas desde Huaquillas hasta Perú.

Un cartel realizado por el grupo de migrantes venezolanos cuelga de un poste: “El Parador”, una cancha de uso múltiple techada en el centro de Huaquillas, sin paredes, baños, duchas o agua potable. Este es el refugio improvisado que los migrantes detenidos en Huaquillas han adoptado como su lugar para pasar el día y la noche también, con niñas y niños expuestos a la insalubridad, en medio de un calor y humedad que se pensaría imposibles. Ahí, en las noches tienden colchones sucios y viejos sobre los que se amontonan quienes puedan dormir a la intemperie.

Cientos de migrantes venezolanos están represados en Huaquillas desde el 25 de enero de 2021, cuando 1.200 militares, tanquetas y vehículos de combate peruanos fueron desplegados por el cordón fronterizo de Aguas Verdes, con el fin de bloquear alrededor de treinta pasos ilegales y así frenar la migración venezolana a suelo peruano. De la misma forma, de lado ecuatoriano se movilizaron 200 efectivos militares  y veinte  unidades tácticas para vigilar la misma zona.

Julieta y su familia son parte del grupo que busca cruzar a Perú. Ella  abraza a su hijo y su nieto, extiende su brazo y toca el hombro de su otro hijo para orar juntos antes del viaje. Hace tres meses, esta familia de cuatro miembros salió de Venezuela a pie. En Trujillo les espera un pariente que ofreció conseguirles trabajo.

Desde 2017, por Ecuador han pasado más de 1,6 millones de venezolanos que buscan llegar a Perú, Chile y Argentina; algunos llegaron en bus, otros –la gran mayoría– llegaron caminando. Con la pandemia por la Covid-19 el tránsito migratorio, que ya era un problema sin soluciones reales, se agudizó aún más. Huaquillas y los migrantes sienten sus consecuencias.

El grupo que va a pasar la frontera está conformado por veinte y dos personas que viajaron desde Venezuela, pasando por Colombia y hoy permanecen estancados en Huaquillas. Sus mochilas son una vida cargada a la espalda: cobijas, colchones –los que tienen–, agua en bidones, ollas, sartenes y zapatos. Desde el 25 de enero de 2021, el Grupo de Trabajo para Refugiados y Migrantes Huaquillas, (GTRM), reporta un incremento de personas en la ciudad de alrededor de 400 al día. El Centro de Alojamiento Temporal “8 de Septiembre” se encuentra en su máxima capacidad de 62 personas. A esto se suma las personas en situación de calle que buscan espacios como el de “El Parador”.

El grupo deja el refugio y camina veinte minutos por una avenida principal de Huaquillas, poco a poco deja atrás el asfalto para adentrarse en un campo muy extraño: tricimotos recorren una calle de tierra que debe llegar a algún lugar. Somos veinte y tres personas caminando, la mitad son niños y niñas que caminan al mismo ritmo que las personas  adultas con sus maletas, agua y todo lo que puedan llevar. Los niños y niñas no tienen zapatos, caminan en chanclas, tienen problemas de desnutrición y desde que empezaron sus viajes no han asistido a una escuela, tampoco han sido atendidos en un hospital o centro de salud. Así han caminado desde Venezuela hacia el  sur del continente que tiene ojos ciegos para ellos.

 

Andrés, hijo de Julieta, lleva un bate de fabricación casera siempre con él. Los grupos de migrantes son víctimas de asaltos en los caminos, lo que les obliga a viajar con artículos que les permita defenderse de una eventual agresión. Un kilómetro después de la caminata, el grupo está cada vez más cerca al paso clandestino.

 

 

Omar, líder del grupo, tiene alrededor de curenta años, lleva en Huaquillas dos semanas sin poder pasar a Perú. Tiene una sonrisa que casi nunca se borra, aunque acá hay poco por lo que sonreir. Está con su esposa Raquel, robusta, pequeña, con dos trenzas perfectas que cuelgan por su cuello, con vestido largo y blanco con flores violetas que la hacen ver feliz, casi contenta. Hace tres meses ya vivían en Perú pero decidieron volver a Venezuela con sus dos hijos para traer a dos más que todavía vivían por allá. Viajaron a pie desde Venezuela y no imaginaron que llegarían a Huaquillas cuando ya estaba militarizada la frontera. Ahora son Omar, Raquel y sus cuatro hijos los que esperan cruzar.

Omar cuenta que está dos semanas con su familia en Huaquillas porque no tenían dinero para pagar el paso por una de las varias trochas que existen.

Aquí, si se tiene plata, pasa. Le cobran de un dólar a cinco dólares los que montan el paso para llegar a Perú.

Omar trabajó subiendo saquillos de cebolla a un camión y logró que le pagaran diez dolares; así consiguió el dinero para salir. Le pregunto si los militares peruanos cobran para dejarlos pasar, suelta una risa tímida.

–Todo es plata, amigo –me dice

 

Él y su esposa Raquel sí cuentan con los documentos para ingresar de forma regular al Perú, pero sus hijos no. Por eso tienen que pasar de forma clandestina. Quieren llegar a Perú porque allá Omar tiene un trabajo que lo espera, con el cual ya se siente afortunado.

 

Después de un descanso el grupo camina hacia la trocha. Eligen ir por una “trocha tranquila”, donde no han escuchado de asaltos o excesiva presencia militar y policial a los dos lados de la frontera. La presión de la “ilegalidad” se siente. Casi no se puede conversar porque hay que llegar rápido, todo tiene que ser rápido. Varios no llevan mascarillas puestas porque siente asfixia al caminar, a eso se suma el intenso calor y humedad de la zona.

Cinco miembros del grupo se esconden atrás de un matorral para no ser vistos por una patrulla policial ecuatoriana que circula por la zona. Hace sonar sus balizas para asustar a los que ocupan las trochas. Al fondo de la foto está la persona que gestiona el paso y da la señal para salir del escondite.

 

Dos kilómetros después, el grupo pasa el primer punto del cruce de frontera. Omar da once dólares a la persona que “gestiona” la trocha, que cubren el costo de los adultos, mientras que los niños no pagan. El paso clandestino que cruzan es conocido como La Platanera, una plantación de banano que está ubicada en terrenos privados; eso evita que exista una mayor presencia policial y militar de lado ecuatoriano y peruano. Pero, como todo paso ilegal, la incertidumbre de ser descubiertos es real. Ya dentro de la Platanera, Julieta mira a su izquierda para percatarse que no han sido descubiertos.

En el interior de la platanera ya de lado peruano, el grupo camina en fila y silencio para no despertar ninguna sospecha. Atrás queda Ecuador, un país que reconoce en su Constitución la migración como un derecho, que en su artículo 40 propone no identificar a ningún ser humano como ilegal por su condición migratoria, y –en el contexto de las relaciones internacionales­– en su artículo 416 apela al principio de ciudadanía universal. A pesar de ello, el 25 de julio de 2019, el presidente Lenin Moreno anunció mediante decreto que los ciudadanos venezolanos necesitarán visa para permanecer y entrar al Ecuador. Este decreto y la militarizacion de la frontera contradice el principio de ciudadanía universal.

La plantación de banano se extiende de lado peruano, parece interminable, el suelo es tierra de hojarasca que no permite tener pisadas firmes, mucho menos en chanclas, como van la mayoría.

–Gracias a Dios no ha llovido en tres días, sino esto es un lodazal–  dice Omar, quien ha detenido el grupo un momento para descansar en medio de la platanera. Su rostro suda a borbotones. Le alcanzan un bidón con agua y toma un bocado grande

–Ya no falta mucho para llegar –me dice mientras sonríe

Según el GTRM, existe un promedio de 130 caminantes diarios, de los cuales el 90% tiene intención de llegar a Perú.

 

Una hora después, ya fuera de la platanera una tricimoto estacionada con placas peruanas da la bienvenida al grupo que está alegre por haber pasado el primer tramo. El vértigo se olvida, todo son risas, bromas, solidaridad y esperanza de que todo siga igual; porque falta mucho para llegar a sus destinos: Lima, Trujillo, Cuzco y otras ciudades en las que sus sueños se resumen en conseguir trabajo, casa y estabilidad.

Arriesgan su vida y la de sus hijos porque no pueden vivir a la espera de que Venezuela o el país que los acoje entiendan su situación y asistan sus problemas, que es su derecho. Julieta me dice que su futuro les fue negado, que han sido olvidados y que esta crisis migratoria, que solo empeora con el tiempo, no le importa a ningún político. Ellos, los que migran, saben que los Derechos Humanos casi siempre son palabras vacías.

Omar, Pablo y Juan pidieron esta foto para recordar su viaje

Cuatro kilómetros después, el camino de tierra casi acaba, justo al final les espera el Puente de La Paz que atraviesa el río Zarumilla. Tienen dos opciones, pasar por el puente o cruzar el río. Eligen la primera, porque hoy no hay presencia militar o policial que les obligue a tomar la ruta más larga, lo que casi siempre pasa. Julieta se adelanta con sus dos hijos y nieto. Raquel y sus cuatros hijos también, levanta el pulgar y dice chao. Omar espera con dos miembros del grupo a que todos pasen, para luego continuar.

 

A Omar y su grupo les espera cuatro horas para llegar a la ciudad de Zarumilla, donde piensan pasar la noche para luego buscar la forma de seguir su viaje. Él va hasta Lima por lo que le esperan 1.289,6 kilómetros por recorrer. Quiero abrazarlo, pero la pandemia lo impide; sonríe, me da una palmada en la espalda, se da vuelta y cruza el puente.

Según la Contitución de la República del Ecuador en su Art. 9 y 11 las personas que se encuentran en el país en situación de movilidad humana no podrán ser discriminadas por su condición migratoria en el ejercicio de estos derechos. Además, la Constitución contempla los siguientes derechos: Del artículo 75 al 82, Protección. “Las personas en movilidad humana, sin importar su condición migratoria, tendrán derecho a acceder a la justicia de forma gratuita y a las garantías del debido proceso para el respeto de sus derechos”; artículo 32, 362, 363 num.5, 365, de la Ley Orgánica de Movilidad Humana y el artículo 53, Salud.Las personas en movilidad humana tienen derecho a acceder a los sistemas de salud en todo el país. Las entidades públicas o privadas no podrán, en ningún caso, negarse a prestar atención de emergencia debido a la nacionalidad o a la condición migratoria de una persona”; artículo 26 al 29, Educación. “Para el Estado Ecuatoriano la educación es un derecho fundamental de las personas a lo largo de su vida. Se garantiza el acceso universal, permanencia, movilidad y egreso sin discriminación alguna (incluyendo condición migratoria). La educación pública es gratuita hasta el tercer nivel de educación superior inclusive.”. Todos estos derechos en Huaquillas para la población migrante venezolana no se cumplen.

–Venga con nosotros hasta Perú –me dice un niño del grupo durante  un descanso en la bananera.

– No puedo –le digo.

 –No importa, allá en Lima hay harto trabajo, se encuentra uno y luego se vuelve.

Agacho la cabeza y siento vergüenza. Aquí, yo soy un turista; no soy quien se enfrenta a un paso clandestino por una frontera militarizada con el temor de la deportación. Menos aún, soy el  niño que con esperanza cree que en Perú tendrá un futuro que le promete algo a él y a los suyos; familias enteras que caminan a diario con maletas llenas de dignidad, pero que al ser tantas se han convertido en números y estadísticas que pocos quieren ver.