Los migrantes silenciosos
Pese a las restricciones de movilidad, los migrantes cubanos, haitianos, bolivianos y nicaragüenses siguen permeando las fronteras regionales.
Texto: Augusto Magaña (El Salvador), Noelia Esquivel (Costa Rica), Dánae Vílchez (Nicaragua),
Alicia Pereda (México), Julett Pineda (Venezuela), Milena Arce (El Salvador) y Johanna Osorio Herrera (Venezuela)
Fotos: ACNUR
Cuando Yanelys Núñez salió en 2019 de Cuba rumbo a República Checa nunca pensó que no volvería a su país. Fue allá a pasar un curso en Praga, pero durante su estancia varias dudas comenzaron a darle vueltas en la cabeza: ¿Qué pasaba si decidía no volver? ¿Adónde podía ir?
Yanelys venía de formar parte desde 2016 de lo que llama la “Cuba paralela”, el espacio donde artistas, periodistas y disidentes se atreven a desafiar al régimen iniciado por los hermanos Castro, el más autoritario de América Latina según un informe de The Economist Intelligence Unit (EIU).
“Uno sabe que, más allá del estigma social y la marginación, meterse en ese espacio presupone un peligro de sanciones penales”, dice Yanelys, también fundadora del Movimiento San Isidro, un grupo de artistas que denuncian la falta de democracia y libertades en el país.
En el viaje a Praga, decidió seguir su instinto: quedarse en Europa para buscar una vida mejor y preservar su libertad. Ahora vive en Madrid, España, bajo la figura de asilo político. Según datos del Instituto Nacional de Estadística de ese país, otros 164 mil migrantes cubanos residían allí a mediados de 2020.
Aunque fue el acoso del régimen castrista lo que hizo que Yanelys decidiera abandonar la isla, asegura que migrar es el único plan de vida que se trazan los cubanos, sean estos perseguidos o no. En este sentido, Estados Unidos sigue siendo su destino predilecto. Según estimaciones del Pew Research Center, en 2017 la población cubana allí era de 2.3 millones de personas.
Durante décadas, miles de cubanos se aventuraron al mar para beneficiarse de la política “Pies secos, pies mojados”, que les permitía adquirir la residencia de Estados Unidos con solo pisar su suelo. Sin embargo, desde que el expresidente Barack Obama revocó la medida en 2017, estos debieron asumir otras rutas, concentrándose primero en llegar a la América continental para luego subir al norte.
“Migrar está en el ADN del cubano”, dice Yanelys. “Nadie se piensa un proyecto de vida en Cuba. El sueño es realmente salir del país porque allí no hay mejoría de vida posible”.
“Es un desplazamiento forzado desde donde lo mires”, dice el periodista colombiano Juan Arturo Gómez, quien durante años ha reportado cómo migrantes procedentes de Cuba y Haití, incluso de África, emprenden la ruta hacia Estados Unidos a través de Latinoamérica. “Es más barato para [los gobiernos de] estos países que salga la gente que no está de acuerdo con ellos”.
Al igual que sucede con Cuba, miles de haitianos, nicaragüenses y bolivianos abandonan también sus países debido a las precarias condiciones políticas y económicas que presentan, o bien en busca de oportunidades de vida más estables. No en vano, Bolivia, Nicaragua y Haití han ocupado históricamente los últimos puestos en el Índice de Desarrollo Humano de América Latina, elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).
El último reporte de la organización, publicado en diciembre de 2020 sobre la base de 20 países, situaba a estos en los puestos 14, 18 y 20, respectivamente.
Aunque los flujos cubano, haitiano, boliviano y nicaragüense suelen pasar a un segundo plano, con mucha menos cobertura mediática y humanitaria que otros, como el venezolano, tampoco se han detenido con la pandemia. Al contrario. Pese a las restricciones de movilidad impuestas por los distintos gobiernos de la región, estos siguen permeando silenciosamente las fronteras regionales.
Un papel secundario
De acuerdo con analistas y expertos consultados por Distintas Latitudes, dos de las razones por las que estos flujos pasan a un segundo plano tienen que ver con las rutas de escape y los destinos escogidos.
Por ejemplo: durante años, los nicaragüenses han huido principalmente a su vecina Costa Rica, esto debido a la proximidad geográfica, a los vínculos familiares entre uno y otro lado y a una —cuestionada— hospitalidad de las y los ticos.
Sin embargo, para Karina Fonseca, coordinadora del Servicio Jesuita de Migrantes (SJM) en Costa Rica, el foco solo se posa sobre estos migrantes cuando ocurren crisis como la del 2018, cuando una ola de protestas contra el gobierno de Daniel Ortega desató una violencia política y social que obligó a miles de nicaragüenses a huir.
“Hay dinámicas migratorias que tienen mucha más fuerza o representación en los medios: las caravanas, las medidas de Trump, la reversión de las medidas de Trump, y eso es muy importante”, considera Fonseca. “Pero a veces se nos olvida que la migración que predomina a nivel mundial es la sur-sur”.
Es decir, la migración entre países en desarrollo, como Nicaragua y Costa Rica. Aunque no son los únicos.
Según datos de las Naciones Unidas, entre 2015 y 2020 ha aumentado significativamente la migración de cubanos, haitianos y dominicanos dentro de la propia región latinoamericana, especialmente hacia Brasil, Chile y, en menor medida, Perú. Haití destaca como el país con índices más alarmantes, con un aumento de poblaciones migrantes de 547% en Suramérica y 406% en Centroamérica.
Esto puede deberse a que, aunque en su mayoría los migrantes haitianos tienen como destino final Estados Unidos, su travesía comienza generalmente mucho más abajo, en el sur del continente.
Según Edward Sultant, investigador haitiano radicado en Chile y especializado en temas de migración, después del terremoto de 2010 el flujo migratorio proveniente de Haití cambió sus rutas pero no su meta final. Muchos empezaron a ver a Brasil como un nuevo destino por los trabajos disponibles en el sector de la construcción, derivados de los preparativos del Mundial de Fútbol y los Juegos Olímpicos.
Luego muchos se encaminaron hacia Chile, de donde se les ha dificultado salir. De acuerdo con estimaciones de la ONU, cerca de 237 mil haitianos estaban asentados allí a mediados de 2020, un incremento de casi 500% en comparación con 2015.
“Muchos haitianos solo quieren trabajar en Chile por un tiempo para luego seguir hacia Estados Unidos, específicamente [hacia] Miami, donde reside la mayor población fuera de Haití”, dice Sultant. “Pero para muchos la pandemia ha significado un retraso de planes”.
Estas cifras coinciden con las de otra comunidad con una presencia histórica en Chile. Y es que, según la ONU, unas 129 mil personas procedentes de Bolivia vivían allí en 2020. Aunque menos que el haitiano, se trata de otro flujo cuya presencia en el país andino se ha incrementado considerablemente en los últimos cinco años, en este caso 142%.
De acuerdo con Fernando Guzmán, psicólogo y funcionario del SJM en Chile, este país ha pasado de ser uno de tránsito a convertirse en uno de destino para migrantes. Aunque desde 1997 el país ha implementado tres procesos extraordinarios de regularización que beneficiaron al menos a 69 mil personas, esta condición de destino se ha reafirmado especialmente a raíz de la pandemia. Ahora, según Guzmán, flujos como el haitiano, el venezolano y el cubano buscan la anunciada “estabilidad” económica del país, llamado por su presidente “el oasis de América”.
Migrar con el virus
La pandemia de coronavirus ha obligado a estos migrantes silenciosos a ajustar sus planes de movilización. Varios cubanos —que desde 2018 acortan su ruta hacia los Estados Unidos volando directamente a Nicaragua y no a Suramérica, como lo hacían previamente— quedaron varados en diversos países de la región por los cierres de fronteras aéreas y terrestres. En Nicaragua, por ejemplo, reportes de prensa dan cuenta de al menos 160 de ellos.
Otros cubanos y haitianos, explica el periodista colombiano Juan Arturo Gómez, se vieron forzados a salir de los países del sur donde estaban asentados desde hace algunos años. “Son personas que lograron organizar su vida en Brasil, Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay, pero que están sufriendo un desplazamiento por la crisis económica y la xenofobia durante la pandemia”, dice.
A su vez, el impacto económico de la pandemia costó muchos puestos de trabajo a los migrantes establecidos en Ecuador y Perú, por lo que muchos decidieron ir a Chile en busca de oportunidades. Sin embargo, muchos optaron por ingresar por pasos no habilitados, lo que ha desencadenado crisis humanitarias como la registrada en el pequeño poblado de Colchane, en la frontera con Bolivia.
Según Guzmán, por este paso transitan diariamente unos 200-300 migrantes, quienes se arriesgan a enfrentar condiciones climáticas adversas de al menos 15 grados bajo cero, sin protección ni alimentos, y a ser deportados por las autoridades chilenas. Aunque las cifras oficiales reportan que la mayoría de las personas que los cruzan son venezolanos, también hay haitianos, bolivianos y cubanos entre ellos.
En Costa Rica, el cierre de fronteras terrestres también modificó el flujo migratorio de los nicaragüenses, imposibilitando oficialmente su cruce. Aún así, cientos continúan migrando silenciosamente por las fincas extendidas a lo largo de los 300 kilómetros de frontera que comparten ambos países.
“Siempre ha habido un flujo por los pasos irregulares a pesar del control fronterizo, pero [este es] menor”, dice Fonseca, del SJM Costa Rica. “Primero, porque el anuncio del cierre inhibió a muchos nicaragüenses de salir rumbo a Costa Rica y, segundo, porque sus connacionales aquí la empezaron a pasar mal y se devolvieron”.
En efecto: según un informe de la ACNUR, más de las tres cuartas partes de los refugiados y solicitantes nicaragüenses de asilo en Costa Rica –81 mil personas en total– pasan hambre y comen solo una o dos veces al día como resultado del impacto socioeconómico de la pandemia.
Ante la falta de políticas públicas para enfrentar estas crisis, Guzmán considera que debería haber esfuerzos multinacionales para trabajar con un enfoque de Derechos Humanos en lugar de “blindar” fronteras, como ha sido la tendencia de los últimos años. Aun así, para muchos migrantes, esta es apenas una de las dificultades con que deben lidiar.
Según Sultant, en el caso de los haitianos en Chile, el idioma supone uno de los retos más visibles al momento de migrar. Aunque la mayoría solo habla francés y apenas unos pocos comprenden lo básico del castellano, toda la documentación y el proceso migratorio —incluyendo las entrevistas de visado— se realizan en español.
“Los haitianos son una de las poblaciones más discriminadas. Muchos vienen solos aquí y [como] las comunidades son muy incipientes aún, sienten que no tienen apoyo” dice Sultant, quien en 2017 fundó la organización An nou pale (Una vuelta de mano), que ayuda a sus connacionales con información y acompañamiento.
Si bien hubo muchos cambios, demoras y obstáculos, en 2020 los flujos silenciosos de cubanos, haitianos, bolivianos y nicaragüenses continuaron sus rutas por América Latina. Entraron por mar y tierra, por pasos no habilitados, de la mano de bandas organizadas que lucran con la migración irregular, sufriendo condiciones climáticas adversas, militarización y represión.
Y eso es también evidente para las autoridades de los países. En Costa Rica, de los 400 cubanos, haitianos y africanos que se encontraban varados al inicio de la pandemia en los dos campamentos para migrantes de que dispone el país, solo quedan menos de 20, según detalla el subjefe de la Policía Profesional de Migración costarricense Alonso Soto.
Mientras tanto, otros muchos siguen imaginando proyectos de vida únicamente fuera de sus países. Al punto de estar dispuestos a arriesgar todo para conseguirlo. “Hubiese más migración si hubiera más oportunidades para salir de Cuba”, dice Yanelys Leyva. “El éxito de un cubano se mide [en dependencia de] si logra vivir y trabajar en el extranjero”.
El periodista Juan Arturo Gómez, por su parte, asegura tener claro por qué las personas dejan sus países en condiciones adversas desde que un migrante se lo explicó así: “Es que la muerte también es una opción de libertad”.