Andrea Aguirre Salas
Escuela Mujeres de frente / Revista Feminista Flor del Guanto
Quito, octubre de 2013
¿Qué definiciones de vida y amor cimientan la posición de cada sector en debate en torno al aborto en el Ecuador?, ¿qué imágenes de las mujeres y las criaturas humanas reivindica cada sector? ¿Qué definiciones de vida y amor materno desarrollan las más diversas mujeres que no participan del debate público? Aunque este intenso debate, hecho público a través de los medios de comunicación masiva en las últimas semanas, pueda parecer una disputa coyuntural de grupos por la tipificación de otro derecho de las mujeres u otro delito, en realidad es parte de una lucha histórica por la determinación del tipo de relaciones sociales a través de las que las criaturas humanas deberían crecer.
En nuestra tradición patriarcal y colonial, la vida doméstica de la élite católica se ha organizado en torno a la autoridad paterna directa sobre todas aquellas personas consideradas inferiores como las mujeres, las y los menores de edad y la servidumbre de raigambre indígena y afrodescendiente. En los más diversos espacios domésticos (desde el hogar urbano hasta la hacienda) la protección, la instrucción, la corrección y el castigo han sido facultades paternas, de modo que amar a los padres ha significado respetarlos, obedecerlos y servirles, cada quien según su edad y su condición sexual y racial. Desde antes de la formación del Ecuador como República y hasta la progresiva irrupción de mujeres ecuatorianas que fueron disputando lugares de poder público, el Estado estuvo compuesto exclusivamente por hombres casados, es decir, varones cuya capacidad de gobierno quedaba legitimada por la solidez de su autoridad paterna a nivel doméstico.
Esta cultura, emanada desde arriba como proyecto de civilización de las costumbres, implicó el desarrollo de modos de pensar y relaciones de tipo patriarcal en las más diversas localidades y en los espacios de convivencia y encuentro de las personas en su desigualdad, arraigándose como sentido común por la fuerza del tiempo y a pesar de la diversidad de situaciones familiares y las múltiples resistencias. Civilizarse, quiso decir organizar la vida en torno a sistemas de valores y relaciones patriarcales y racistas, también como posibilidad de legitimar la explotación de las mujeres de los sectores definidos como estamentos inferiores, en tanto esposas, madres y trabajadoras. A la vez y consecuentemente, este proceso de civilización ha significado la tutela patriarcal de los grupos humanos considerados inferiores por parte de las élites oligárquicas, católicas, honorables, civilizatorias, caritativas. ¿Quiénes conforman los sectores auto-proclamados “Pro-vida”, defensores de la Tradición, la Familia y la vida desde la concepción?, ¿qué sectores sociales son atendidos por las activistas de estos grupos para evitar su desvío del camino de la Moral?
Las relaciones patriarcales han venido siendo vínculos de posesión y dominación íntima, directa, y desde ahí institucional; por eso están tan profundamente arraigadas en nuestro mundo emocional, ideológico y de relaciones sociales de todo tipo.
En este contexto, legitimado por los profesionales contemporáneos de la salud y la moral social, el amor materno ha sido definido como sacrificio personal, entrega que no espera reconocimiento ni reciprocidad, servicio personal callado dedicado a la crianza de hijos útiles como testimonio. Este amor implica el sacrificio de la madre, las hijas y los hijos a la voluntad paterna o, eufemísticamente, la buena-crianza, casi siempre contradictoria con la sensiblería típicamente femenina, para la adaptación exitosa de las personas al mundo real, cada quien según su condición sexual y racial; esto, no solo por amor al padre, sino también por el modo patriarcal de pensar la infancia como estadio inferior de la humanidad: salvaje, que exige firmeza adulta para su domesticación; irracional, que, por eso mismo, no tiene nada qué decir; insignificante, de desmemoria previa al alcance de la condición de adulto consciente, racional.
Pero bastan dos gestos: hacer una brevísima revisión autobiográfica y mirar detenidamente los entornos cotidianos, para encontrarse con la interpelación de las niñas y los niños en proceso de crianza, sufriendo las diferentes formas de violencia adulta justificada como buena-crianza o sencillamente tolerada debido a ese modo de definir a la infancia. Bastan dos gestos, para reconocer la gran sensibilidad y la fragilidad de las personas en esta etapa de (auto)construcción humana, que hace de las criaturas tan vulnerables a las relaciones patriarcales. ¿No es violencia el ejercicio sistemático de desoír su llanto, desconocer su sensibilidad e ignorar lo que sus gestos expresan con elocuencia, subestimar sus vivencias de desolación, castigar sus expresiones de miedo, dolor, rabia y hasta alegría incontenibles?, ¿no es violencia nombrar reiteradamente los rasgos infames de una criatura?, ¿no es violencia reconocer su belleza solo cuando es obediente o prodigarle afecto solo como reconocimiento a su sometimiento? Nada más cuestionador que el trato adulto impidiéndoles diferenciar entre el aprecio y el autoritarismo, entre el amor y la violencia. ¿Cabe duda de que las relaciones patriarcales han sido profundamente violentas para las criaturas humanas que no pueden nombrarlas, sino solo experimentarlas en el proceso de aprender a hablar y, poco a poco, dimensionar su ser y su lugar en el mundo? ¿Puede caber duda de que esta forma patriarcal de definir el amor como respeto y obediencia ha sido nociva para todos y todas, y especialmente humillante para las niñas de sectores históricamente sometidos a la servidumbre racista y a la explotación colonial y capitalista? ¿Acaso no hay huellas de todas esas formas de violencia en la intimidad de nuestra vida adulta y en nuestras relaciones sociales?
Reconozco el signo cruel de ese autoritarismo patriarcal en el discurso “Pro-vida” de que las hijas de este país debemos admitir que nosotras y los hijos e hijas que tengamos por cualquier causa, suframos cualquier dolor con resignación, con tal de obedecer al mandato de la tradición familiar nacional. Rememoro el despotismo colonial inconmovible en la idea de que cualquier tipo de vida merece ser vivida, así como reconozco en las luchas feministas a pie de calle o como posibilidad de estas palabras, la larga historia de luchas de las más diversas mujeres contra el patriarcado esclavista, la servidumbre colonial, la división racial del trabajo, la violencia familiar feminicida o el estractivismo contemporáneo; porque no, no todo tipo de vida merece ser sufrida con resignación.
Como mujer que abortó, como tantas, por la sabia intuición de mi propia inmadurez y con la ayuda decidida de mi madre; como mamá de Adri, un hijo deseado, una criatura sorprendentemente sensible, expresiva y dialogante como todas; como mujer que trabaja sistemáticamente en el cultivo de su inteligencia sensible, como otras, atendiendo cotidianamente a mi hijo, dejándome afectar por él, descubro la generosidad de su existencia y lo mucho que me demanda para desarrollarse humanamente. Derretirme internamente, sentir su deseo, estremecerme hasta lo más íntimo, requerir distancia, autonomía, resonar ininterrumpidamente con sus alegrías y dolores, preservar mi propia existencia, también, como reconocimiento de que el niño expresa como propios mis dolores y alegrías, confiar en su capacidad de tomar decisiones sin desproteger su entorno, deslumbrarme, reconocer sus posibilidades, mis límites, desacelerar, desacelerar mi atención, mis palabras, la escucha, acompañarle me hace vivir el amor materno como una voluntad de apertura dialógica, de reconocimiento de las sensibilidades en juego, laboriosa y delicada, potencialmente deliciosa, lúcida, agotadora, dañina, para madre y criatura, todo en relación directa con las condiciones en que se experimente. Desde este lugar común, me resulta indiscutible que cada criatura humana, por su gran sensibilidad, necesita ser amada, no criada con autoritarismo, sobreviviendo al desamor, sino deseada y acompañada en el despliegue de su humanidad. Desde esta experiencia de amor materno, me resulta obvio que es imposible acompañar el crecimiento pleno, gozoso, creativo de una criatura humana en circunstancias de presión emocional o material insostenibles, de indignidad. Desde mi situación particular, entiendo perfectamente la naturalidad con que una amiga indígena kichwa de la Amazonía me cuenta, muy lejos de los debates en torno a la “vida desde la concepción”, el “aborto” y los “derechos individuales”, sobre la interrupción temprana de los embarazos inviables como un asunto cotidiano entre mujeres al interior de su comunidad, sin necesidad de asistencia médica.
¿Quién afirmó que las autoridades son más inteligentes que las diversas mujeres ecuatorianas y que, por eso mismo, pueden determinar mejor que nosotras nuestras capacidades limitadas de cuidado materno, así como los recursos realmente existentes en nuestros diferentes entornos vitales y culturales?, ¿por qué habríamos de admitir para nosotras y nuestros hijos e hijas vidas indignas? ¿Cómo no encontrar un gesto de valor y amor en cada mujer que decide interrumpir un embarazo, sea madre o no, ante las autoridades implacables que gobiernan nuestra intimidad y nuestro país, legitimadas por los hábitos paternalistas de protección e instrucción moral propios del confinamiento patriarcal colonial?
Solo con haber creado condiciones para abrirme a la existencia de mi hijo y respetar sus puntos de vista, gratificada por su enorme capacidad de diálogo sensible y cooperación, he aprendido que toda criatura humana necesita amparo cotidiano, amor materno en abundancia y respeto a su autonomía, para transitar con fortaleza interna y alegrías el laborioso proceso de crecer. En el encuentro con él, en nuestro lugar común, con humildad, voy pudiendo desmoronar arengas ideológicas internas y visualizar mi sensibilidad de niña, mis bloqueos estratégicos para sobrevivir al autoritarismo, los mandatos patriarcales que no quiero para él, que no quiero para los niños y las niñas que demandan madres en condiciones de ayudarles a crecer saludables. El aborto libre como opción de las mujeres, ha venido siendo un recurso para dignificar la vida humana. El aborto libre como opción de las mujeres, es un recurso fundamental, entre otros, para recrear la maternidad, banalizada como trabajo propiamente animal, “descualificado”, a la vez que sometida a normas de crianza autoritaria. No es solo un asunto de derechos individuales de las mujeres, sin los que es imposible apoyar el desarrollo pleno de una vida humana, sino también de derechos comunes; es un recurso necesario para la gestión de una vida digna en la diversidad.