CRÓNICA

 

Desde Atucucho hasta el Ágora:

respaldo sobre ruedas

 

 

 

Por: Emilio Bermeo, Radio Periférik  ebermeo@radioperiferik.com

Foto portada: Emilio Bermeo

Fotografías: Iván Castaneira

 

 

 

[rt_reading_time label=»Tiempo de lectura:» postfix=»minutos» postfix_singular=»minute»]

 

César Tenelema prefiere ahorrar palabras al explicar de dónde viene su familia. «Son de Riobamba», me dice en la cabina de Periférik, una radio comunitaria del barrio quiteño de Atucucho. Pero la realidad es que su familia está dispersa alrededor de varios poblados en la provincia de Chimborazo y unos pocos, sí, en Riobamba, su capital. Una de las comunidades donde hay más personas que llevan el apellido Tenelema es San Miguel de Chilpalá, donde César pasó mucho tiempo cuando era niño, a pesar de haber nacido en Quito.

En febrero de 2020, con el fin de mostrar a su familia dónde había crecido y de paso festejar el carnaval, tomó la carretera a bordo de su Hyundai Accent color azul junto a María, su esposa, y sus tres hijos. César no había regresado a la comunidad desde hace casi 20 años, y esta vez no quiso obviar el deseo de volver que tenía presente desde octubre de 2019, cuando fue parte de la organización de dos caravanas que salieron desde Atucucho, el barrio donde reside, con donativos para miles de manifestantes indígenas que permanecieron en el Ágora de la Casa de la Cultura Ecuatoriana (CCE) durante los once días del Paro Nacional y Levantamiento Indígena. «Tengo sangre indígena, por eso cuando fue esto del Paro sí me quebranté al ver tantos hermanos en el Ágora. Pero jamás me imaginé que mi familia también estaba peleando», dice.

Luego de atravesar Riobamba, condujeron media hora más, hasta llegar a Chilpalá, donde les esperaba la tía de César. En un punto, el camino se puso áspero y poco después dejaron de avanzar «para cuidar la unidad», recuerda César. No quedaban más que unos pocos metros hasta su destino final. César se acercó a la vivienda más cercana y pidió permiso para estacionar la unidad en su terreno:

—Vengo de Quito –le dijo a una señora que ordeñaba una vaca–. Vengo a visitar a mi tía, Margarita Tenelema.

La señora conocía a la tía Margarita, eran familia y su parentesco se extendía hasta el mismo César. Les concedió permiso para estacionar el Hyundai sobre el pasto, junto a su casa, para poder vigilar que el ganado no se le acercara, y les brindó un poco de leche tibia, recién ordeñada. La familia Tenelema continuó su camino a pie.

Las últimas veces que había visitado la comunidad donde creció, César era un adolescente. Los recuerdos despertaban dentro suyo; sentimientos encontrados entre el calor de aquello que es familiar y la nostalgia de lo que ya no es: tomó conciencia del paso del tiempo.

El lunes de carnaval, los Tenelema visitaron Cacha, la parroquia colindante. Las innumerables veces que María escuchó los recuerdos de su esposo sobre el tradicional desfile de Cacha habían sembrado en ella una expectativa. Al llegar se encontraron con un matrimonio. María recuerda que era difícil distinguir si el matrimonio se daba en el contexto del carnaval o viceversa, pero lo cierto es que ellos estaban ahí por las comparsas, los personajes disfrazados, la harina y el agua. No era su intención irrumpir en el casamiento ni consumir sus alimentos:

—Vamos nomás, esto es para la familia de los novios y los invitados –le dijo a César. 

Pero no fue así, los organizadores de la boda repartieron comida a todos los presentes en el desfile. César tomó una funda con mote, papas y carne. Todos lo hicieron. «El corazón de un indígena es grande. Saben compartir con los demás, lo que Dios mismo nos provee en la tierra. Eso me hace sentir bien orgulloso de tener sangre indígena», dice César.

Música, festejos, espuma de carnaval, priostes, warmitukushka (hombres vestidos de mujer), niños, niñas, cabos e incluso cadetes de las Fuerzas Armadas festejaban en conjunto. Los Tenelema se divirtieron muchísimo. La última vez que zapatearon con tal alegría fue el trece de octubre de 2019 en Quito, cuando el presidente Lenín Moreno derogó el decreto 883, que fue el catalizador de once días de manifestaciones contra las medidas económicas y laborales que se buscaba imponer. César recordó el momento en voz alta y su primo Carlos, de catorce años, les contó que él también estuvo allí, en las calles de Quito, en el Parque del Arbolito y en el Ágora de la Casa de la Cultura Ecuatoriana durante las protestas. César se quedó estupefacto y María, curiosa, preguntó:

—¿Y no tenías miedo?

—No. Lo que sí teníamos en la Casa de la Cultura era frío. Hacía un frío helado y no teníamos cobijas, no teníamos chompa.

Todos apreciaban juntos las comparsas y festejos de carnaval, pero María no podía dejar de pensar en la noche del once de octubre, cuando entró al Ágora de la Casa de la Cultura Ecuatoriana y se encontró con cientos de manifestantes indígenas durmiendo en los graderíos del hemiciclo. «Yo solamente me acordaba de un señor, me parece que había ido solito. Estaba así bien acurrucadito, sin cobija, sin nada». María recuerda que arropó al señor con una de las cobijas que ella y sus vecinos donaron para los manifestantes aquella noche de octubre.

Una nueva ronda de licor circulaba en el carnaval de Cacha cuando Carlos, el primo adolescente, les contó que durmió una semana sobre los mismos asientos de madera fría donde reposaba el señor a quien María había evocado:

—Pero a nivel de comida, ¿sí tenían? –preguntó María.

—Había lo que sea. Nos llegó bastante comida, bastante agua. Pero a nivel de ropa, no. No estábamos preparados.

—¿Y no te sentías cansado?

—Sabes que no –respondió el adolescente–. Nosotros a veces descansabamos unas dos, tres horas y otra vez nos levantábamos para hacer guardias.

Escuchar el testimonio de Carlos fue para María un encontronazo imprevisto. De igual manera para César, que conoció a su primo ese mismo día, por lo que aún si el azar jugaba a su favor y se encontraba con el joven en la Casa de la Cultura Ecuatoriana, ninguno lo habría podido saber. «He tenido yo familia luchando en Quito, no me imaginé nunca esto. Su valentía, su garra, son cosas que ya en la ciudad hemos perdido», dice César.

***

En Quito, decenas de personas bailaban alrededor de tres músicos. El golpe de sus zapatos con el suelo marcaba los tiempos de la música. A pocos metros, otro grupo de gente danzaba alrededor de una fogata. César y María hicieron lo propio. Sentado sobre una vereda de la avenida 12 de Octubre un niño gordito gritaba, «¡Somos libres!» una y otra vez.  Ya en el interior del Ágora, César y María saludaron a unos vecinos de Atucucho. El ambiente era festivo. Miles de personas esperaban la llegada de los dirigentes indígenas, quienes acababan de mantener un diálogo histórico, en el que expusieron sus puntos de vista ante un gobierno que no supo justificar las medidas, la represión y los 11 muertos.

La Casa de la Cultura Ecuatoriana estaba cargada de emociones, el Paro había llegado a su fin. Como cuando un equipo chico gana el campeonato, quienes festejaban sabían que habían hecho historia, que lo que consiguieron iba más allá de la derogatoria de un decreto y que en ese momento festejaban la reivindicación de los pueblos. La lucha había terminado, era tiempo de celebrar la diversidad cultural del Ecuador y de organizar su regreso a casa. Mientras algunos bailaban, otros recogían basura y escombros, en muestra de gratitud y respeto al pueblo quiteño que, como César, María, los vecinos de Atucucho y tantas otras personas, ayudaron a sostener el Levantamiento.

César recuerda que no eran los únicos vecinos que bajaron de Atucucho para unirse a los festejos. Los redactores de panfletos turísticos suelen decir que Quito está ubicada en las faldas del volcán Pichincha. De ser así, Atucucho sería una de las pinzas que sale desde la cintura de aquella falda. El barrio se encuentra a más de 3.000 metros sobre el nivel del mar, en el límite occidental de la ciudad. Desde las alturas, ese último día del Paro, decenas de automóviles y camionetas descendieron por la calle Carlota Jaramillo, también conocida en el barrio como «la principal», y luego por la avenida Flavio Alfaro hasta llegar a la Avenida Occidental, arteria que les acerca al centro de la ciudad, donde se encuentra la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Uno de esos vehículos era el Hyundai de César y María. En el trayecto se encontraron con otros vecinos que desde sus casas o ventanas se sumaron a los festejos con aplausos, ollas y cucharones. Esta era la última de un total de tres caravanas que salieron desde Atucucho hacia la CCE desde que empezó el Levantamiento.

***

María estaba por salir a trabajar con César la mañana del 2 de octubre de 2019, un día antes de que todo empezara. La pareja se sorprendió al ver que Esperanza Peralta, la tía de María que vive con ellos en Atucucho, había vuelto a casa. La noche anterior, el presidente Lenín Moreno había firmado el decreto 883, que incluía una serie de reformas financieras y tributarias de corte neoliberal, ligadas a las negociaciones que el gobierno mantenía con el Fondo Monetario Internacional (FMI). Pero el decreto no terminaba ahí, el presidente además proclamaba nuevas medidas de flexibilización laboral, así como el fin del subsidio a los combustibles, cosa que detonó el descontento popular. Los primeros en movilizarse en contra de las medidas fueron los transportistas. Las portadas de los diarios anunciaron un paro de ese sector.

María no acostumbra a escuchar noticias por la mañana, por lo que no tenía idea de lo que estaba sucediendo, pero su tía le proporcionó información de primera mano: «me dijo que los buses estaban hecho paro y no estaban saliendo. Pero que, igual iba a tratar de ir al trabajo», recuerda María. La tía Esperanza tenía en mente hacer uso de unas pocas camionetas que había visto cuando salió, o de los taxis compartidos que hacen ruta, pues eran los únicos que estaban en ese momento prestando el servicio, así que se cambió de zapatos y volvió a salir.

Meses atrás, María y su esposo César hicieron una inversión para adquirir el Hyundai Accent cinco puertas, que les permitió asociarse a la precompañía de taxi-ruta Occiprensa y transportar pasajeros entre la Avenida de la Prensa y Atucucho. Debido a la alta demanda de personas para movilizarse, el paro de transportistas significaba para ellos una oportunidad. María alentó a César y salieron juntos para constatar la situación y la posibilidad de ganar un poco de dinero. Abordaron la unidad y bajaron para trabajar, pero se encontraron con sus colegas de las grandes cooperativas de taxi, que quemaban llantas y lanzaban huevos a todo aquel que ofrecía el servicio. Camionetas y automóviles hacían recorridos para pasajeros hasta encontrarse con algún bloqueo en el camino. En ese punto, los usuarios debían hacer un transbordo, que consistía en una corta caminata a través de la manifestación, para encontrar otro vehículo que les acercara a su destino. Los transportistas estaban engolosinados con la protesta, al punto de que cuando se terminaron los huevos empezaron a ponchar llantas y arrojar todo objeto a su alcance hacia los vehículos de sus colegas taxistas informales, que intentaban cubrir la demanda.

—A todos nos afecta. Todos debemos apoyar el hombro –profesaba un taxista en la avenida Flavio Alfaro.

María y César decidieron no arriesgar su patrimonio. Hicieron un giro en U y regresaron a casa para guardar el auto, que cada mes, luego de pagar el préstamo con el que lo adquirieron, les deja un poco de efectivo para sostener a su familia.

Ya para el viernes 4 de octubre, los representantes de las grandes cooperativas de transporte llegaron a un acuerdo con el gobierno de Lenín Moreno y anunciaron que levantarían el paro para reiniciar su labor. Dicho acuerdo significaba que de alguna forma la situación dejaba de perjudicarlos: ya no todos debían apoyar el hombro. Pero esa misma noche miles de indígenas organizados desde la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE), se trasladaban a la capital desde distintos puntos del país. En buses, camiones, camionetas o a pie avanzaban para manifestar su descontento por el Decreto Ejecutivo 883. La última vez que los indígenas se habían movilizado a la capital fue en 2015 durante el gobierno de Rafael Correa. En esa ocasión los pueblos y nacionalidades indígenas protestaron contra el despojo extractivista minero y petrolero, y la fragmentación que el ex-presidente quería generar dentro de las bases de su organización.

La llegada de los indígenas a Quito marcó un giro en las manifestaciones. El decreto 883 pasaba a ser el telón de fondo y en las calles se disputaba también el respeto a la democracia, a la voluntad popular y la dignidad de los pueblos y nacionalidades del Ecuador. El decreto nada más fue el detonante para que un descontento acumulado, producto de décadas de corrupción, violencia y despojo, se trasladara a las calles.

***

 

 Atucucho es un barrio popular que nació en 1988, fruto de una ocupación liderada por dos célebres traficantes de tierras de aquella época: Segundo Aguilar y Carlos Yacelga, con la venia del presidente de entonces, León Febres Cordero. El terreno pertenecía al Ministerio de Salud Pública, pero luego de la histórica ocupación, cientos de familias lo transformaron, con sus propias manos y mediante su lucha, en un barrio digno, cosa que ningún gobierno les pudo dar. El sector tomó el nombre de la hacienda, que traducido del kichwa significa «rincón del lobo». Hoy es un barrio habitado por más de 20.000 vecinos y vecinas que conforman un complejo tejido social, apetecido por políticos y agitadores.

 

Afirmar que Atucucho fue parte del Levantamiento no es demagógico ni excesivo. Más aún, cuando los efectos de la represión llegaron hasta las familias del barrio. Marco Oto, un vecino de 26 años, murió en las protestas el siete de octubre, después de ser perseguido y acorralado por policías en el puente de San Roque. Marco tenía una discapacidad y era uno de los usuarios de los taxi-ruta que transportan a los vecinos hasta las paradas del transporte público. Si bien, las familias del barrio sentían miedo al mirar la represión, ya para los últimos días de protesta, vecinos y vecinas de todas las edades y condiciones se sumaron al Levantamiento, de distintas maneras y por motivos propios. César y María no fueron la excepción. Sentían que debían hacer algo por sus hermanos indígenas, quienes estaban siendo reprimidos en las calles del centro de Quito. 

César acostumbra a llevar consigo una mochila que contiene, además de objetos personales, un botiquín de primeros auxilios. Así lo hace desde que se unió a la Cruz Roja Ecuatoriana como voluntario, dos años atrás. «En el paro volvieron esos deseos de hacer lo que me gusta hacer, de ayudar en estas situaciones. En cualquier accidente de tránsito, todo, yo colaboro con eso, porque en verdad hay muchas personas que llevan un botiquín en los autos y cuando ven un accidente, no hacen nada». Explica y recuerda que un día, cuando los vecinos se dirigían al parque del Arbolito, en una camioneta que cargaba una cantidad de personas que oscilaba las dos cifras, tuvo que parar en una intersección conocida como la Y de Atucucho porque un niño cayó del vehículo. Afortunadamente el daño no fue mayor: una pequeña herida, de la que César se hizo cargo cuando se cruzó con la aglomeración.

Al igual que Cesar y María, un grupo de jóvenes liderados por Noemí Guingla, una joven madre y estudiante de arte, junto con Christian León, un líder juvenil y Jonathan Chafla, de veinte años, recorrieron el barrio el 10 de octubre, octavo día del Paro, con una bandera blanca, con letras que decían en amarillo, azul y rojo: «Atucucho somos pueblo», una palabra por color. Buscaban juntar alimentos y abrigo para llevar a los albergues donde permanecían los indígenas. «Únete Atucucho, únete a luchar», coreaban al unísono por las calles.

Con las donaciones logradas salieron del barrio en una camioneta, sobre la que colocaron la bandera, para garantizar que el nombre del barrio se hiciera presente en el epicentro de las manifestaciones. Los insumos fueron repartidos entre varias universidades que abrieron sus puertas a los manifestantes indígenas. Tras constatar la necesidad, los vecinos hicieron una segunda colecta y un segundo viaje, cerca de la media noche. Otros vecinos se organizaron para preparar un desayuno en la cocina comunitaria que mantiene el Comité Promejoras de Atucucho. Lo llevaron muy temprano por la mañana a los centros de acogida humanitaria. Pero no todo fue ordenado y pacífico: el barrio también fue escenario de agitadas protestas. Personas de Atucucho, Santa Anita, San Jacinto y El Triunfo bajaron a la Avenida Occidental para bloquear el tránsito. Ardían llantas y circulaba alcohol. Tres vecinos de Atucucho pidieron al presidente que escuche al pueblo o se vaya: «En serio Lenín, te lo digo de corazón, ándate», dijo uno de ellos ante la cámara del periodista William Polo, de Radio Periférik.

La primera caravana desde Atucucho en la que participaron César y María surgió de manera espontánea el mismo jueves 10 de octubre. Miembros de la precompañía estaban dando servicio a quienes continuaban trabajando durante el Levantamiento. Se mantenían en contacto a través de un grupo de Whatsapp, donde la señora Vicky Ortiz, una de las dirigentes de Occiprensa, sugirió apoyar a los manifestantes con agua y ropa para abrigarse. Ella y sus compañeros no tuvieron que esforzarse mucho para ponerse de acuerdo. Hacia el final de la jornada laboral, alrededor de 16 conductores de Occiprensa se encontraron en la Avenida del Maestro, la primera o la última parada en su ruta, para juntar los insumos que cada uno había logrado conseguir durante el día. La idea era llevarlos a los centros de acogida humanitaria en un solo carro, a nombre de la precompañía:

«Gracias a Dios se juntó bastantito; clasificamos las donaciones y cada quien se repartieron en los carros», recuerda María. Uno de los conductores advirtió al resto que debían llevar una bandera blanca para poder pasar. Luis, otro transportista de Occiprensa no tuvo reparo en sacrificar su camiseta blanca para confeccionar dos banderas: una para el primer carro y otra para el último de la fila.

Apenas pasadas las 21:00, el convoy serpenteaba a través de la ciudad para insertarse en el microcentro de Quito. Cuando tomaron la avenida 12 de Octubre, el paisaje urbano desolado se transformó en una escena que María jamás olvidará: decenas de voluntarios y manifestantes, incluyendo niños y adultos mayores, permanecían a las afueras de la Universidad Politécnica Salesiana. César tiró del freno de mano, bajó de su vehículo y se acercó a un grupo para averiguar dónde entregar las donaciones.

Los jardines de la universidad, sus aulas y los vehículos estacionados alrededor del campus cumplieron la función de dormitorio para los manifestantes. César y el resto de conductores entregaron alimentos y abrigo directamente a quienes permanecían en la intemperie quiteña, aun buscando un lugar donde descansar. María optó por permanecer en el vehículo por temor a los uniformados que alcanzó a ver en el camino. Las donaciones fueron repartidas por los propios vecinos de Occiprensa, que retornaron a su barrio en caravana, tal como llegaron.

 Al día siguiente, el viernes 11 de octubre, la represión alcanzó nuevos niveles, cosa que desató la ira del pueblo: al igual que otros barrios periféricos, Atucucho se levantó. Camionetas llenas de gente subían y bajaban. La Avenida Occidental estaba cerrada en más de un punto. María empezó a perder el miedo: «Fue bonito y motivante ver que aunque no se salió a pelear a las calles, el resto de los ecuatorianos, los quiteños, empezamos a hacernos sentir. Si los indígenas de aquí de Quito, los que vivimos aquí, hubiéramos dejado el miedo antes, cuando ellos llegaron, tal vez no hubieran habido tantos muertos indígenas como lo hubieron», dice con indignación.

Tal como el día anterior, los miembros de Occiprensa se reunieron para dirigirse, esta vez, hasta Ágora de la CCE. Los Tenelema habían visto un reportaje de Radio Periférik, un portal digital del barrio. Era una transmisión en vivo sobre la ayuda humanitaria que los vecinos de Atucucho estaban enviando. Les pareció buena idea ponerse en contacto con Juan Manuel López, un colaborador de la radio y vecino suyo para solicitar, conscientes de la importancia de la comunicación social, la presencia de una cámara para acompañar la caravana y así prevenir cualquier inconveniente con la fuerza pública, como una detención o abuso en el trayecto. No todos querían ser parte de la caravana, pero casi todos, entre los ciento cinco socios conductores, deseaban aportar de alguna manera. Las compañeras Vicky Ortiz y Anita Roldán abrieron sus respectivas casas en Atucucho como centros de acopio y hacia las 18:00 empezaron a cargar los carros con donaciones, que clasificaron: cobijas, enlatados y perecibles.

Gracias a la experiencia del día anterior, el 11 de octubre, la organización fue más orgánica y pudieron salir antes de que cayera el sol, con el objetivo de ingresar al principal albergue y la base de operaciones de los manifestantes indígenas: el Ágora de la CCE. César colocó la bandera en la antena de su auto y junto a veintiocho vehículos bajaron desde Atucucho, liderados por la camioneta a diesel del vecino, periodista comunitario. Ya en caravana, César sintió la adrenalina recorrer su cuerpo, una mezcla entre emoción y temor: «No sabíamos qué iba a suceder en el camino, si por ahí nos atrapaban los policías, militares, porque estábamos yendo con ayuda para nuestros hermanos indígenas». Se estacionaron en la Avenida 12 de Octubre, a las afueras del Tambo Real, un antiguo hotel. A María se le revolvió el estómago luego de ver tantos efectivos policiales y militares, portando su rifle, casco, chaleco antibalas. Algunos refugiados tras un escudo transparente, otros sobre un caballo, o dentro de sus camiones y tanquetas. «Como íbamos con periodistas nos sentíamos un poquito más respaldados, pero el miedo nunca, al menos de mi parte, nunca se quedó atrás. Yo siempre tenía ese miedo de que tal vez los militares o los policías empiezan, y por ende los hermanos indígenas se iban a defender, ¿no?»

Los integrantes de la caravana empezaron a descargar decenas de bolsas. Solamente aquellas que vinieron desde las casas de doña Vicky y doña Anita estaban clasificadas, por lo que antes de ingresar se ocuparon de organizar lo que cada uno había conseguido y transportado en su unidad.

A partir de ese punto, junto al comunicador Felipe Mena, nos unimos al grupo para cubrir la operación para Radio Periférik. En la transmisión describí a Occiprensa como una compañía que ofrece servicios de transporte ejecutivo. César me corrigió, asumiendo su papel de líder, para precisar que se trata de un servicio de taxi ruta. Giré la cámara para encuadrarlo:  

—Prestamos el servicio a lo que es el sector de Atucucho, bajamos hasta la Prensa, es la compañía Occiprensa y nos hemos organizado para brindar apoyo a nuestros hermanos que están peleando por el país –afirmó altivo, dirigiéndose a sus vecinos en sintonía–. Hemos traído abrigo, chompas, colchones, pomas de agua y comidita.

César vestía una chompa de cuero café oscuro. Antes de empezar a caminar, María le preguntó si estaba seguro de que el auto estaba cerrado. Dejaron la unidad en un lugar que les permitiera evacuar, en caso de necesitarlo, hacia el barrio de la Vicentina o hacia el sur de la ciudad y los valles. Cruzaron la 12 de Octubre entre varios vehículos encendidos, todos portando banderas blancas o tricolores, algunos de ellos provenientes de otros barrios: «Gente de Quito que se solidariza con los hermanos indígenas», dijo en la transmisión.

En la CCE, los vecinos fueron recibidos por unos vigilantes indígenas: jóvenes pintados los rostros que en sus manos sostenían escudos artesanales donde exhibían las palabras: «Guardia Indígena». María se sentía más segura allí que en las calles, donde dejaron los autos, a solas con las fuerzas coercitivas del Estado. Tras constatar que, en efecto, se trataba de ayuda humanitaria, los jóvenes invitaron a los vecinos y vecinas de Atucucho a pasar.

En los pasillos, antes de ingresar al Ágora, decenas de personas intentaban descansar junto a la pared. Los vecinos ingresaron en fila, llevando cartones, bolsas plásticas y colchones enrollados:

—Lleven también a la Salesiana, allá hay bastante gente –dijo un señor en voz alta, para que el grupo lo escuchara. 

—Ya fuimos donando allá ayer –respondió un vecino. 

Cruzaron la puerta y se encontraron frente a un hemiciclo con graderíos de madera, que normalmente sirven de asiento para 4.500 personas que asisten a un espectáculo, pero que en octubre 2019, sirvieron como lugar de descanso cada noche para miles de manifestantes. Los vestidores del auditorio se convirtieron en bodegas y el tablado en un improvisado centro médico, donde voluntarios asistían heridas menores y afecciones respiratorias causadas por las bombas lacrimógenas –varias de ellas caducadas– que el Estado ecuatoriano arrojó a su pueblo. 

Algunas de las personas allí recostadas tenían cobijas; otras permanecían descubiertas, en el frío de la noche quiteña. Uno de ellos fue el señor acurrucado en posición fetal a quien María arropó. Como él había muchas más personas. 

—No suelten así nomás las cosas porque se van llevando, –dijo un joven con acento quiteño.

César y su compañero Víctor se acercaron a él, era un voluntario que ayudaba con la logística en el albergue. Le explicaron que venían con donaciones clasificadas y querían entregarlas a quien estuviese a cargo. El grupo de Atucucho escuchaba atento. El joven explicó que allí estaban viviendo miles de personas que entran y salen:

—Es como administrar un municipio pequeño. Aquí tenemos servicios de salud, de saneamiento, bodega de alimentos, bodega de medicinas. Necesitamos resistir y estar unidos. Cuando se reparte así, se crean conflictos –concluyó, quizá ignorando que el grupo buscaba, precisamente, orden en la distribución.

César, Víctor y el voluntario registraron juntos la entrega. Todos los alimentos ingresaron a las bodegas, mientras que las cobijas quedaron libres para ser repartidas en ese mismo instante; eran las 22:50 y el frío de Quito no permitía que la gente descansara. Un grupo de cinco manifestantes de la comunidad de Mata Grande, en la provincia de Cotopaxi, describió la jornada:

—La gente de aquí de Quito empezaron a lanzar piedras y los policías gases. Nos afectaba a los que estábamos pacíficamente y a los que no también– dijo uno de ellos.

—Primera vez cambiando la ropa en ocho días; mi pantalón está negro, negro. Si quiere, le regalo –agregó su compañero, mientras exhibía la prenda, agradecido por la donación. Sus compañeros rieron junto a él.  

En las paredes de la CCE colgaba señalética hecha a mano que ayudaba a los presentes a familiarizarse con las dinámicas establecidas: reglamento para usar baños y para clasificar la basura, ubicación del centro médico y de las bodegas. El murmullo era constante y fuerte dentro del recinto. «Yo me preguntaba de dónde sacaban las fuerzas para manifestar y luchar durante el día, luego de tener que descansar en ese lugar», dice María. El ambiente era frío y estaba saciado de nerviosismo. María se encontraba junto a su vecina Anita Roldán entregando abrigo. Las dos escucharon las expresiones de gratitud de una señora mayor: 

—Gracias mamitas, gracias por la ayuda, porque nosotros estamos peleando por sus derechos también.

La escena estremeció tanto a María que sintió un dolor para ella indescriptible: «En ese momento me di cuenta de la cantidad de señoras mayores y niños pequeños que estaban ahí», recuerda. María pensó en todas las madres cuyos hijos e hijas se encontraban haciendo guardia allí mismo o en otros centros de acogida humanitaria. Le costaba comprender por qué esas personas no sentían temor alguno al permanecer allí. Se sintió impotente y buscó a su esposo:

—Ya vámonos. Te juro que mi corazón no aguanta más del dolor –le dijo.

María y César perdieron de vista a sus compañeros y salieron del Ágora para encontrarlos en la entrada. Mientras esperaban, un hombre vestido con un buzo de manga larga y un pantalón de tela se les acercó:

—Tengo frío, ¿no tienes otra chompa? –le dijo a César.

César sintió un deber, una responsabilidad muy grande. «Era preferida esa chompa, la tenía bien cuidada. Era de cuero, tenía lanitas por dentro», recuerda. Se abrió el cierre y ante la sorpresa de su esposa no dudó en entregársela al señor.

—Tenga, abríguese. Usted necesita más que yo.

María alcanzó a divisar a uno de sus compañeros. Todos caminaban de regreso a los vehículos cuando los militares se acercaron. Los nervios traicionaron a uno de los vecinos de Atucucho, que se echó a correr y el resto lo hizo junto a él. Cada uno abordó su unidad y salió de allí como pudo, de regreso a su barrio en la cintura del Pichincha.

César estaba tan asustado como su esposa. Pensó en todo lo que podía marchar mal pese a las precauciones: había tanqueado la unidad antes de unirse a la caravana y dejó bastante espacio con el vehículo de adelante. Se dice que el apuro y los nervios pueden hacer que los aparatos no funcionen cuando más se los necesita, un mito que fue ilustrado en ese momento cuando otros compañeros más adelante no podían encender su unidad.

—Compañero, ¡apúrese! Salga rápido de aquí –gritó María desde la ventana.

César y María llegaron a casa con un pequeño susto y la satisfacción de haber ayudado a sus hermanos indígenas. «En ese momento, me sentí como que luché un poco por la ayuda que dimos, me sentí que luché también por mis derechos, porque ellos estaban luchando por todo eso», dice César sentado en la cabina de radio.

***

 

Las noches del 10 y 11 de octubre, algunos vecinos hicieron sonar sus cacerolas desde sus ventanas o terrazas, mientras que otros se unieron a las protestas o brindaron su apoyo a los manifestantes. Pero la noche del 12 de octubre, cuando Moreno trató de imponer un toque de queda, para impedir mediante la fuerza que la protesta continúe, cientos de vecinos se tomaron las calles de Atucucho con sartenes, ollas y cucharones, en claro signo de rebeldía y rechazo a la intimidación estatal. Esa misma noche, César y María cancelaron una colecta entre sus vecinos y los socios de la precompañía de transporte Occiprensa. Querían llevar insumos a la CCE por tercera noche consecutiva, pero la militarización de la ciudad dificultó la acción.

El 13 de octubre, dos días después de la segunda caravana de Occiprensa, el presidente Lenín Moreno sostuvo un diálogo televisado en directo con los dirigentes de las organizaciones indígenas. El mandatario acordó firmar un nuevo decreto ejecutivo que dejaría sin efecto al 883, el decreto por el que se levantó el pueblo, el que los manifestantes indígenas buscaban anular. La tercera y última caravana que bajó desde Atucucho no fue organizada por los socios transportistas. Fue espontánea y estaba conformada por decenas de autos que descendían por la Avenida Flavio Alfaro, exclusivamente para festejar en la CCE que el decreto 883 había sido derogado. María y Cesar estuvieron en el festejo, zapateando con la misma alegría con la que meses después lo hicieron en el carnaval de Cacha.

El Levantamiento Indígena y las tres caravanas que protagonizaron los vecinos de Atucucho significaron para los Tenelema y varios vecinos un llamado a la reflexión sobre lo que para ellos son sus raíces, sus valores y lo que los diferencia de sus gobernantes. Así lo recuerda César en la cabina de Radio Periférik, desde donde vuelve a evocar su viaje de carnaval y su reencuentro con algunos de sus familiares: «Luego del Paro sentí que tenía que volver y fue muy bonito, no me quería ir».

El carnaval había llegado a su fin en Chacha y Chilpalá, los Tenelema se despidieron de la tía Margarita y una vez a bordo de la unidad, César se sintió afortunado. No es el primer Levantamiento Indígena que se desarrolla en el Ecuador, ni tampoco será el último. «Hay personas indígenas que no son estudiadas, pero para tratar bien a una persona y al medio ambiente son mucho mejores que una persona estudiada. Por eso, yo me siento orgullosa de tener sangre indígena y siempre voy criar a mis hijos para que también se sientan orgullosos de nuestros orígenes, de que somos indígenas y que no debemos ser más que unos, ni tampoco menos», dice César, al tiempo que voltea la mirada hacia María, quien agrega que cada cierto tiempo es necesario hacer un ejercicio de memoria, para que el Ecuador no olvide que sigue siendo injusto y desigual. «Cuentan mis antepasados, cómo se han levantado. Pero este es el Levantamiento que nosotros lo vivimos, el que nosotros lo sentimos».