CRÓNICA
Una comunidad creada por las mujeres
Por: Sinchi Gómez Toaza @GaGomezT
Fotografías: Iván Castaneira
Publicado 23 de octubre 2020
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«¡Vea, vea, vea, qué cosa más bonita, mujeres unidas luchando por la vida!»
De pie, con el megáfono en la mano, en una de las paradas de la Marcha de Mujeres, el 12 de octubre durante el Paro y Levantamiento de 2019, Nancy Bedón presidenta de la Unión de Organizaciones Campesinas de Esmeraldas (UOCE) decía:
«¡Somos mujeres plurales, plurales, plurales compañeras! Aquí estamos obreras, indígenas, campesinas, estudiantes profesionales, artistas, periodistas. Nosotras vamos a ser las warmis chaskis que comunicaremos al pueblo que esto no es un Levantamiento solo de un sector, esto es de todas».
Mujeres diversas en un solo grito respondieron:
«¡Si Tránsito viviera, si Dolores viviera, con nosotras estuvieran!».
De esta forma, mujeres indígenas, mestizas, afro descendientes, obreras, campesinas, feministas tejieron sus palabras y sus acciones en clave de comunidad, en una de las jornadas de protesta más grandes de los últimos años en Ecuador.
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Era el mediodía del miércoles 1 de octubre, cuando se publicó el Decreto 883 que permitía la eliminación de subsidios a los combustibles. Yo salí a comprar algo de víveres en la tienda del barrio y al llegar varias vecinas esperaban para abastecerse. El anuncio del presidente Lenin Moreno había desatado el temor frente a la inminente subida de todo.
—Sube la gasolina, sube todo — decían con angustia las vecinas.
Ellas, que saben con cuántas papas se cocina una sopa, entendían lo que implica una decisión así en sus vidas.
— No queda más que hacer bulla —comentaba una de las vecinas.
Yo que aún soy nueva en el barrio y no las conozco a todas, me inquieté frente a esta respuesta cargada de memoria, aquella que recuerda cómo las bullas, —como se les dice en lenguaje popular a las movilizaciones sociales—, en otros tiempos impidieron que medidas, como las que había tomado el presidente, sigan adelante. Las palabras de la vecina se convirtieron en una premonición.
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Miles de mujeres y hombres indígenas salieron de sus territorios, en octubre de 2019, para llegar a la capital a luchar en contra de las políticas económicas que el gobierno de Lenin Moreno intentaba aplicar mediante un decreto presidencial. La narrativa de aquellos días estaba marcada por una representación en los medios de comunicación tradicionales desde lo masculino hegemónico: dureza, combate, violencia; mientras que las acciones de las mujeres se difuminaron en ese escenario. Pero ahí estaban todas, como lo han estado desde siempre, en la lucha social.
Ya en el siglo XVI y XVII durante las luchas en contra de la Colonia Española en este territorio, que luego se llamaría Ecuador, se identifican liderazgos femeninos como el de Tomasa Meneses, Rosa Gordona y Teresa Maroto, mujeres indígenas que en 1780 lideraron el llamado Motín de las Recatonas en Pelileo. También están Lorenza Abimañay y Baltazara Chiuza, lideresas de la sublevación de Licto en 1803. Y mujeres más contemporáneas como Dolores Cacuango y Tránsito Amaguaña que, junto a sus comunidades, se movilizaron por la lucha de tierras, la educación intercultural y la constitución de las primeras organizaciones indígenas como la Federación Ecuatoriana de Indios (FEI), en 1944. Esta apuesta por la rebeldía desde las mujeres tomó un rumbo orgánico dentro de la organización indígena desde los años ochenta, cuando se crean las llamadas Secretarías de la Mujer en las organizaciones indígenas del país: en la sierra sur la ECUARUNARI, en la Amazonía la Confederación de Nacionalidades Indígenas de la Amazonía de Ecuador (CONFENIAE), y a nivel nacional en 1986 en la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE) se crea la Dirigencia de la Mujer como resultado del primer Congreso de Mujeres Indígenas.
En 1979, Ecuador retornó a la “democracia”, pero para las comunidades indígenas explotadas durante quinientos años, poco había cambiado. Es así que en 1990 ocurre el primer Levantamiento Indígena. Las mujeres están ahí, armando estrategias junto a sus compañeros para luchar por la gratuidad de la tierra, la solución de los conflictos de agua, el congelamiento de los productos de primera necesidad, entre varios puntos más, recogidos en el “Mandato por la Defensa de la vida y los derechos de las Nacionalidades Indígenas”. Las mujeres del Primer Levantamiento participaron en el cuidado de wawas, la alimentación, la comunicación, las vocerías y la histórica toma de la Iglesia de Santo Domingo. También estuvieron en los diálogos con los poderes de turno, liderando las movilizaciones y en la resistencia física «Cuando salimos a bloquear las carreteras, las que se idearon cosas para hacer, fuimos nosotras. Por ejemplo, decían que si a algún dirigente, la Policía o los militares le toman preso, toditas nos colgamos a ellos y no les soltamos. Esa fue una decisión», cuenta una lideresa anónima de Chimborazo, en el texto “Protagonismo de la mujer en el Levantamiento Indígena”, una memoria recogida por mujeres feministas como Rocío Rosero, Jimena Jijón, Consuelo Obando, Marcia Vallejo. El texto es también una memoria de Cayetana Farinango, mujer indígena de avanzada edad que fue maltratada y luego asesinada por la Policía y fuerzas paramilitares de hacendados en la Huarmi Comuna de San Francisco de Cajas, en Imbabura, en medio del Levantamiento, como lo denunciaron en aquellos años, las organizaciones indígenas y de derechos humanos.
Después del Levantamiento de junio de 1990, vinieron más movilizaciones y varios gobiernos también fueron derrocados por el movimiento indígena y popular: Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez, militar que participó en el derrocamiento de su antecesor, para luego ser él mismo derrocado a causa de las políticas que quiso imponer sobre la base del acuerdo que suscribió con el Fondo Monetario Internacional (FMI).
En cada una de estas manifestaciones han estado las mujeres. Existen registros fotográficos y audiovisuales que dan cuenta de esto, como el recogido por el Colectivo Desde el Margen, en 2017, Las Mujeres en la lucha social ecuatoriana que muestra no solo la participación de las mujeres en la movilización social, sino de una alianza entre mujeres del campo y la ciudad. Desde el año 2000 esta alianza se refuerza y las agendas políticas de las mujeres se complejizan, se transversalizan en la lucha contra la violencia y la defensa de los territorios, cada vez más ocupados por empresas extractivas. Hay manifestaciones históricas en las que esta alianza se hace visible. Una de ellas se da en el marco de la Asamblea Constituyente en 2007 – 2008, donde se conforma la llamada Asamblea de Mujeres Populares y Diversas como una apuesta para incidir en la legislación desde las demandas de mujeres diversas, pero sobre todo adscrita a los sectores populares, indígenas, afro descendientes y campesinos.
En marzo del 2012, la Marcha Plurinacional por el Agua, por la Vida y la Dignidad de los Pueblos del Ecuador recorre el país desde la provincia de Zamora y reúne a personas marchantes de todo el país. Un año después, en octubre de 2013, tras cinco días de caminata desde Puyo, las Mujeres Amazónicas en la Caminata por la Vida llegan a Quito en su lucha por la defensa de los territorios, para que sean libres de extracción petrolera. A su paso se juntaron a otras mujeres y reunidas en el Parque El Arbolito demostraron la fuerza que se gestaba dentro de alianza de mujeres diversas del campo y la ciudad. Uno de los catalizadores de esta unión ha sido el ecofeminismo y el feminismo popular y comunitario, que coloca como uno de los ejes centrales, la defensa del territorio-tierra y del territorio-cuerpo. Lorena Cabnal, feminista comunitaria maya-xinka de Guatemala lo explica: «Es una propuesta feminista que integra la lucha histórica y cotidiana de nuestros pueblos para la recuperación y defensa del territorio-tierra, como una garantía de espacio concreto territorial, donde se manifiesta la vida de los cuerpos»
En junio de 2014, una vez más, la lucha por la defensa de los territorios y en este caso la lucha por el agua, volvió a congregar a personas de todo el país en la Marcha por la Vida y la Dignidad de los Pueblos que salió desde el Pangui, en Zamora Chinchipe. Aquí estuvieron presentes las mujeres defensoras de territorios de la Federación de Organizaciones Indígenas y Campesinas del Azuay (FOA), que por más de dos décadas, han defendido el páramo de Kimsakocha.
Es así que durante años, las mujeres han participado en las movilizaciones generando comunidad. La comunidad es un hecho práctico que se expresa en el trabajo colectivo, participativo, procurando relaciones más igualitarias entre quienes la conforman. Aunque no siempre es fácil, hacer comunidad es resistencia a ese modelo hegemónico basado en un sentido individual y de competencia, que no solo es capitalista, sino también patriarcal y racista. Como consecuencia de estas opresiones, las mujeres han hecho de la comunidad una estrategia para existir y resistir, superando los límites de la espacialidad, tejiendo entre ellas redes intangibles para sobrellevar el cuidado que la sociedad les asigna, para luchar por ideales conjuntos, con prácticas políticas transformadoras y propositivas. De esta forma, la comunidad no sólo es territorial, incluso así lo reflexionaron desde sus vivencias mujeres indígenas de todo el mundo en la Conferencia Global de Mujeres Indígenas en 2013, reunidas en Lima para construir una declaratoria mundial que se llevó a la Organización de Naciones Unidas (ONU): «los territorios abarcan no sólo la distribución geográfica y áreas físicas de nuestras tierras, aguas, océanos, glaciares, montañas y bosques, sino también las profundas relaciones culturales, sociales y espirituales, así como los valores y responsabilidades, que nos conectan con nuestros territorios ancestrales».
El resultado de esa construcción de tejidos complejos y diversos se mostró de nuevo en el Paro Nacional y el Levantamiento Indígena de octubre de 2019, donde las mujeres tuvieron una participación activa, y cada vez más en alianza con mujeres de organizaciones populares urbanas y feministas.
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Anunciado el Paro, fueron los transportistas los primeros en tomarse las calles de Quito y paralizar sus servicios, yo estaba en casa enferma y mi única forma de mantenerme informada eran los noticieros de televisión, ya que la señal de Internet en mi barrio, San José de Monjas, es mala y durante un par de días existió una falla en la conexión. Lo que mis vecinas me habían dicho en la tienda no bastaban para saber todo lo que estaba sucediendo. Veía los noticieros y me preguntaba: ¿Esto realmente está pasando?. «Grupos violentos, encapuchados que destruyen la ciudad»
El discurso mediático daba una percepción de una ciudad aterrorizada, por lo que tenía la necesidad de saber qué sucedía, más aún cuando la CONAIE anunció que sus bases empezarían el avance hacia Quito.
Dentro de mí sabía que algo grande se avecinaba, después de doce años de permanentes movilizaciones, y casi treinta años del Primer Levantamiento Indígena, con demandas plenamente vigentes, la declaratoria del Decreto 883 que permitía el alza de los combustibles parecía ser una gota más de indignación que movilizaría a un río de personas.
Las unidades de transporte en el barrio dejaron de trabajar, por lo que salir al centro de la ciudad se convertiría en una verdadera aventura que no podía correr con mi hija y mi hijo pequeño a mi cargo. Decidí ir a casa de mi madre en el barrio El Dorado, un lugar que pensaba más seguro y me permitiría mayor acceso a los eventos que sucedían en el centro histórico.
Mi familia ya estaba organizándose para actuar en medio de una posible paralización, no sólo en recursos, sino también en estrategias familiares en caso de que la situación sea grande con la llegada de las comunidades indígenas a Quito. Cruzar los brazos en casa no era una opción, así que se montó una olla para preparar algo de comida, se organizó la casa para recibir personas y empezamos a recoger cobijas.
El sábado 5 de octubre, las carreteras en las provincias estaban ya encendidas y para el martes 8 de octubre llegaron camionetas con cientos de mujeres y hombres de todas las edades: ayllus completos –palabra Kichwa que significa familia— se trasladaron a Quito.
Era lunes 7 de octubre, cuando recibí el primer mensaje de Susana, vecina del barrio con quien hicimos amistad cuando coincidimos en la directiva de la escuela a la que nuestres hijes* asisten, y que queda dentro del sector.
—Sinchi ¿estás informando sobre las manifestaciones? ¿Qué irá a suceder?. No sé si abrir mi local — me preguntó
— El miércoles que es la marcha, seguro tendremos más certezas —le respondí, sin imaginar siquiera lo que sucedería después.
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Susana, es una mujer alta que al verla transmite fuerza, seguridad, pero a la vez juventud, nadie pensaría que es madre de tres adolescentes, uno mayor de edad. Su juventud la atribuye a que practica el fútbol y el boxeo, que decidió aprender como estrategia de defensa frente a las agresiones de su ex pareja. Susana tenía un local cerca de la Universidad Católica para la venta de comida a estudiantes. Con el ingreso económico del restaurant mantenía sola a sus tres hijes. La suspensión de clases anunciadas por el Paro le causaba preocupación, pero también sentía que era un reclamo justo.
—Cuando empezaron las medidas más drásticas, yo veía que son como trabas que nos ponía el gobierno y eso me dolía, me afectaba porque mi negocio y todo lo que yo vendo es producto de lo que trabajan las personas en la tierra.
Susana no había participado de acciones comunitarias o políticas, sus actividades siempre estuvieron centradas en el sostener su restaurante. Pero en octubre, eso cambió. Después de salir a las calles a protestar junto a sus hijas, y recibir gases lacrimógenos y vivir la violencia pensó que la forma de participar en el Levantamiento debía ser de otra manera.
— Los policías nos encerraron en unas gradas en la Tola cuando ya nos estábamos yendo, incluso a las personas que caminaban a sus casas. Era peligroso, así que dije vámonos a abrir el local —recuerda Susana.
Su local se convirtió en el espacio de la olla comunitaria, donde ella, sus hijas y otras mujeres permanecieron cocinando veinticuatro horas, durante todos los once días que duró el Paro.
—Yo feliz haciendo. Los días me pasaban volando, me quedaba a dormir en el local. Incluso llegué a usar la ropa de las donaciones y pedía prestada la ducha al dueño del local, porque no había ido para nada a mi casa.
Esto no hubiera sido posible sin el trabajo en equipo con Laura, también vecina del barrio, pero que, a diferencia de Susana, ha sido parte de la memoria de las mujeres en las distintas movilizaciones sociales desde 1990.
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Laura es una mujer kichwa Otavalo, de mirada y sonrisa cálida, ha sido lideresa comunitaria indígena desde muy joven. Cuando tenía alrededor de veinte años participó en el Levantamiento Indígena de los años noventa, haciendo vocería, comunicando en la radio y gestionando la solidaridad.
–Cuando se dio el Levantamiento, la FICI (Federación Indígena y Campesino de Imbabura) me delegó la campaña 500 años de Resistencia y estuve encargada del área de logística, para informar por qué estaban aquí mujeres y hombres de las comunidades. En ese tiempo era presidente Rodrigo Borja. Los barrios, las iglesias se abrieron y estábamos algunos jóvenes, hombres y mujeres, queriendo hacer algo para que todos tengamos igualdad y justicia. Recaudando comida para quienes estaban adentro de la iglesia.
Laura se refiere a la toma de la Iglesia de Santo Domingo, realizada el 28 de mayo de 1990, que es considerada la acción simbólica que dio inicio al primer Levantamiento Indígena. Mujeres, jóvenes urbanos e indígenas migrantes ingresaron a la iglesia, mientras se daba la misa, con cocinas y alimentos para hacer la declaratoria pública de la toma y el inicio del Levantamiento.
A Susana y Laura les une el barrio en el que conviven, donde hicieron vecindad, pero en octubre del 2019 les unió algo más: la empatía por otras mujeres, y en especial con otras mujeres madres. En medio de la violencia construyeron acciones desde la ternura para atender a las mujeres mamás y sus wawas que habían llegado para protestar. Prepararon sopa para alimentar a las mujeres con wawas en brazos, lactantes, niñas y niños pequeños.
– Para que den lechecita para sus wawas –dice Laura.
Una sopa, un plato tan sencillo, las unió en un acto contundente.
Laura y Susana encendieron el caldero y no dejaron de preparar ni un solo momento la sopita. El primer día sacaron todo lo que tenían en sus casas para prepararla y después lo hicieron con todas las donaciones que llegaron.
– Estábamos conversando con mashi Laurita, de que había muchísima comida, donaciones por toda la gente que apoyaba a quienes luchaban por estas medidas que a todos nos afectaban, pero esa comida no es lo que come la gente en el campo. Eso me explicó, y por eso comenzamos a cocinar. La gente empezó a pasar la voz y mucha gente venía a comer donde nosotras.
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Las mujeres fueron protagonistas en varios hitos de las protestas de octubre. El 11 de octubre, décimo día de iniciado el estallido es uno de ellos.
Los nombres de las personas fallecidas empezaban a conocerse. Un día antes Inocencio Tucumbi, líder indígena de Cotopaxi, había sido velado en una multitudinaria ceremonia en el Ágora de la Casa de la Cultura. Inocencio murió en una acción de represión policial cerca de la zona universitaria declarada Zona de Paz. Ese día, su cuerpo estaba siendo trasladado a su comunidad, para ser enterrado. A esto se sumaba el dolor y la indignación de los heridos ingresando en camillas improvisadas, después del grito «¡Médico, médico!» Y que cada vez se volvía más recurrente en la protesta.
Es así que ese día, después de una mañana de enfrentamientos de manifestantes con la policía, las mujeres decidieron asumir el liderazgo de una marcha que se dirigiría hacia la Asamblea Nacional con un mensaje distinto. Cientos de mujeres lideraron esa movilización, con las manos en alto, con wawas al hombro, armadas de hojas de eucalipto y whipalas gritaban: «¡Ni un muerto más, ni una bala más! ¡Queremos paz!».
Cerca de las vallas, las dirigencias indígenas se acercaron a conversar con la policía y parecía haberse dado una tregua. En medio de eso, confiadas de que después del diálogo la Policía no volvería a reprimir, como en la mañana, las mujeres se sentaron a descansar. Entre cantos y consignas se repartía chicha y comida. El grupo con el que me encontraba no había recibido aún sus alimentos, mientras que helicópteros de la policía llegaban y salían. Seguimos a la espera de nuestra ración de alimentos y ya sin batería en los equipos, me senté también a conversar con las warmis. En medio de la calma, llegó un nuevo helicóptero y aterrizó en el techo de la Asamblea, mientras que las calles Yaguachi y aledañas estaban repletas de manifestantes. Las mujeres alertaron a la multitud que no empujaran y guardaran distancia como precaución frente a algún posible ataque. Pero era imposible con tantas personas aglomeradas. Cientos de mujeres de todos los pueblos y nacionalidades, de organizaciones y colectivos feministas permanecían de pie, cuando sin aviso cayó la primera bomba. En segundos los gases lacrimógenos fueron incontables.
Hasta lograr salir del humo, ya había gente asfixiada. Yo misma no podía mantenerme en pie. Demoramos en salir por estar en la parte más próxima a la Policía y más lejana a todas las salidas posibles. Mientras caminaba, vi detenerse a un anciano en medio de la nube de gas, lo tomé de la chompa que traía y le jalé hasta la esquina de la Calle de Ote con las pocas fuerzas que me quedaban, hasta que perdí el conocimiento. Me aliviaron con trago y agua con bicarbonato, que las y los manifestantes habían improvisado. De aquel anciano no supe más.
Mientras las mujeres y cientos de personas que fueron atacadas con gases corríamos a refugiarnos, Laura y Susana permanecían cocinando la sopita, como cada día. A pesar de estar en medio de un callejón ubicado en el espacio que fue declarado como Zona de Paz durante las protestas, las dos vivieron aquel día con rabia y dolor.
Susana vio llegar mujeres asfixiadas cargando a sus hijos pequeños:
—Llegaron llorando, mujeres que estaban con niños en brazos. Los niños casi inconscientes iban al local y los paramédicos les asistían ahí en la vereda. Son cosas terribles y trágicas que yo viví en carne propia — recuerda Susana.
Ese no fue el único día que Susana lo vivió. Como madre, recuerda varios momentos de desesperación y dolor en las protestas, al igual que sus hijas, quienes eran voluntarias en los albergues cuidando a niños y niñas
— Cuando lanzaron el gas, ahí donde estaban los wawas reunidos en la Universidad Católica, ahí sí le dije al papá que venga a verles a las hijas porque ahora sí están en riesgo. De hecho, al pasaje donde yo tenía el local, también fue la Policía una noche y nos tocó encerrarnos, pararnos en la lanfor. Ahí afuera nos botaron cinco bombas y mucha gente nos gritaba y lloraba, pero no podíamos dejarles entrar, no teníamos donde, como es un pasaje pequeño la Policía les había arrinconado.
Todo esto hizo que las mujeres, las personas de la tercera edad e incluso, niños y niñas que habían sido asfixiadas y agredidas estallen en la indignación. Para los manifestantes esta indignación se tradujo en una radicalización de la protesta, mientras que para las mujeres la indignación se tradujo en organización.
Las lideresas indígenas convocaron a una Asamblea de Mujeres del campo, la ciudad y feministas en el Ágora de la Casa de la Cultura la mañana del 12 de octubre. En un círculo de conversación, mujeres indígenas de diversos pueblos y nacionalidades, mujeres jóvenes con pañuelos verdes, médicas y voluntarias brigadistas, mujeres de barrios populares con una sola consigna, decidieron tomarse las calles del Quito norte. Ese lado de la ciudad a donde no había llegado el gas lacrimógeno, donde está el centro comercial y financiero apático y cómodo.
La experiencia recogida durante años de tejido colectivo, hizo casi natural la reacción de estas mujeres. Inmediatamente armaron un grupo de seguridad, consignas, carteles y una ruta de la movilización. El fin era subvertir el significado del 12 de octubre colonial. La marcha terminó en el monumento a Isabel La Católica, donde proclamaron la existencia y resistencia de las mujeres de los pueblos ancestrales, la vigencia de la rebeldía, invocando a la memoria de las abuelas. Fue la última marcha antes de que el presidente Lenín Moreno decrete un Toque de Queda desde las tres de la tarde y las calles de la capital sean militarizadas.
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Laura dice que hablar de las mujeres en procesos sociales y de lucha es hablar de comunidad, lo dice mientras regresa una mirada de complicidad a su compañero Fernando con quien han luchado los últimos 30 años.
—Ellas habían venido con wawas y a pesar que en la Universidad se abrió un centro para apoyar a los wawas, las mamás no querían desapegarse. Entonces yo tenía que explicarles en kichwa que era peligroso –recuerda Laura.
Es así que las mujeres estaban por todos lados. Iban de un lado a otro con comida, con cobijas, ropa, en la tarima o encendiendo el fuego sagrado. Amanda era una de ellas. Durante los días que duró el Paro, la encontré varias veces en el albergue de la Casa de la Cultura, ella estaba pendiente de saber si ya había comido o si tenía abrigo. Una mujer muy solidaria, que por su trabajo de geógrafa, ha estado involucrada en procesos sociales, en especial aquellos vinculados a los territorios amazónicos. Ahora Amanda es parte de la Organización de los Barrios en Lucha, una organización que se asienta en Monjas, el barrio donde el primer día del Levantamiento mis vecinas, desde su hacer cotidiano, hablaban de la importancia de la movilización social. Como Amanda lo cuenta; «la organización se crea después del Paro, donde nosotras tuvimos un rol bastante activo con algunas amigas que estábamos en las mismas inquietudes, en los mismos sentires. Sintiendo que debemos aterrizar el trabajo, el intercambio de conocimientos y experiencias en los barrios.» Es así que ese ir y venir de las mujeres haciendo comunidad, del que habla Laura, no se quedó solo en octubre.
La Organización de los Barrios en Lucha da cuenta de un tejido complejo y diverso de la clase trabajadora. Quienes lo conforman son personas de diversas procedencias, no sólo étnica, también de género y etaria. Todas y todos impulsados a crear comunidad. «Nos motivó que en los barrios populares habitan la clase más precarizada y explotada. Es necesario crear un tejido social que responda un poco a los problemas y necesidades de la población que vive en la ciudad en términos del trabajo y la recreación para los wawas, para tener una vida digna dentro de los barrios», explica Amanda.
Es así que este barrio nos termina juntando. Susana es la única de entre las tres que ha vivido toda su vida en San José de Monjas. Laura y yo somos de otros territorios, migrantes, como la mayoría de los vecinos y vecinas que habitan este barrio. La mayor parte de la población llegó de otras provincias o de otros países, como Venezuela. Este sector aún es accesible para encontrar un lugar de arriendo económico. Un barrio popular en el que sobreviven aún formas coloquiales de tratarse. La veci es el genérico con el que nos nombramos, sobre todo las mujeres que en la mayoría desempeñamos labores comerciales de manera informal, las que nos encontramos cuando vamos a retirar a nuestres hijes en las escuelas, o las que estamos conversando en el Centro de Salud público mientras esperamos atención. El cuidado socialmente asignado a nosotras hace que por largas horas el barrio sea nuestro. En la tarde empiezan a llegar los vecis que vienen de hacer trabajos como obreros o trabajadores informales. Es por eso que muchos pensamos que de no ser por las protestas de octubre y la decisión de muchas familias de salir del barrio y dirigirse a la Casa de la Cultura a apoyar el Paro, nuestras condiciones de vida se hubieran precarizado más.
A Susana y Laura, sin ser parte del proceso organizativo del Movimiento de barrios en lucha, les une a Amanda algo más que un espacio organizativo formal. Cada una está sembrando esperanza en sus actividades. Laura continúa su labor como maestra de educación intercultural bilingüe mientras Susana está haciendo esfuerzos por no dejar morir su negocio que durante la pandemia casi desaparece.
La cercanía que se tejió entre las mujeres en octubre demuestra que no sólo es el territorio físico lo que puede unir a las personas, si no la sororidad, aquel hecho esencial para la construcción de la comunidad.
Como la organización barrial en la que activa Amanda, el Levantamiento y Paro de octubre de 2019 dio inicio a otros procesos políticos de mujeres en los que esta alianza se manifiesta cada vez más. Uno de ellos es el Parlamento Plurinacional y Popular de Mujeres y Feministas del Ecuador, un espacio que después de octubre organizó acciones como el Juicio Popular a la Ministra de Gobierno María Paula Romo, por las once muertes ocurridas en el contexto del Paro, o la convocatoria a la marcha por el 8 de Marzo que resultó multitudinaria y diversa en la ciudad de Quito y otras ciudades exigiendo el alto a la violencia de género, el derecho a un trabajo digno, el derecho a decidir y la defensa de la tierra.
Es así que desde nuestra forma tan propia de entender y hacer la política, las mujeres desde el feminismo decimos: lo personal es político. Así también decimos desde los pueblos y nacionalidades: «No se construye el presente, sin conocer el pasado. La verdadera historia es la que no nos han contado».
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