Valencia después de la inundación: voluntarios sostienen la ayuda, autoridades guardan silencio
Por: Romano Paganini (texto) y Davide Bonaldo (fotos)*, Catarroja
*Edición en español: Mayra Caiza
Publicado 11 de diciembre 2024
A más de un mes de las devastadoras inundaciones en la Comunidad Valenciana en España que dejaron al menos 222 muertos, la ayuda del Estado en los barrios afectados sigue siendo insuficiente. Todavía hay cientos de garajes y sótanos llenos de lodo y en las calles montañas de coches destruidos.
La catástrofe era inevitable. En pocas horas llovió la misma cantidad de agua que llueve en 365 días. Aunque el fenómeno meteorológico gota fría, también conocido como DANA (Depresión Aislada en Niveles Altos), se descargó violentamente en las colinas al oeste de la ciudad mediterránea de Valencia, los efectos negativos sobre la vida de las afectadas y los afectados sí se hubiese podido mitigar.
Si la comunicación entre las instituciones responsables hubiese tenido un engranaje, si se hubiese hecho la adecuación y drenaje del barranco del Poyo en los años anteriores (no se hizo, según expertos, por razones presupuestarias), si el ayuntamiento no hubiese suprimido el año pasado la Unidad Valenciana de Emergencia, si la consejera de Justicia e Interior del gobierno regional hubiese sabido, que se puede alertar a la ciudadanía por celular y -obviamente- si el gobierno regional hubiese mandado dicha alerta a tiempo. Y también, si el gobierno Central hubiese asumido el mando de forma inmediata y hubiese desplegado los miles de militares que llegaron recién después de una semana.
La cadena de desaciertos previa a las inundaciones, que dejó al menos 222 muertos, fue un shock para España. ¿Cómo es posible semejante catástrofe en el siglo XXI en un país del “primer mundo” con todos los medios de comunicación?, se preguntó la sociedad civil. Y la pregunta sigue vigente, ¿por qué hasta el día de hoy quedan cientos de garajes llenos de fango? De hecho, el lodo se está solidificando y el polvo está causando problemas respiratorios.
El sábado 30 de noviembre, unos cien mil manifestantes salieron otra vez a las calles de Valencia para exigir la dimisión de Carlos Mazón, presidente del gobierno regional. También fue criticado el gobierno central por no haber desplegado todas sus entidades para asistir en la zona de catástrofe.
El siguiente reportaje fue realizado el 9 de noviembre de 2024, once días después de la riada.
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Francisco explota. Desde el primer día recorre su barrio como víctima y voluntario en «una zona de guerra», como él dice, agotado de ayudar, cargado de rabia: ¿Cómo es posible que a día de hoy no hayamos recibido ninguna ayuda del Gobierno?, grita a la grabadora. ¡Nuestros políticos son unos asesinos, porque saben lo que pasó y a día de hoy siguen callados!
Francisco Giner Rando está sentado con su traje de protección blanco en una silla de plástico sobre la vereda, en algún lugar de Catarroja, una pequeña ciudad al sur de Valencia. Mira sus botas de agua llenas de barro y escucha que se acerca una sirena de policía. A la vuelta de la esquina, decenas de voluntarios han formado una cadena humana para sacar cubos llenos de barro de un garaje subterráneo. Entran, recogen el lodo y vuelcan la masa con olor ácido en la calle y la empujan con escobas hacia el alcantarillado.
Es el undécimo día después de las inundaciones alrededor de Valencia, la tercera ciudad más grande de España, y los ojos hinchados de Francisco reflejan lo que ha visto desde el 29 de octubre: la mujer embarazada que quería ir al hospital pero apenas podía abrir la puerta de su casa por el acumulo de barro o el hombre de su barrio que vive solo, pero por su senilidad no entendía por qué llevaba tres días sin agua ni luz. Francisco y su compañera Alejandra Inés Vásquez Salinas, una enfermera, le rasparon las heces de las piernas y los pies, le lavaron la cabeza y el cuerpo y le pusieron ropa limpia.
Cuando las vecinas y los vecinos del anciano se dieron cuenta de que había accedido alguien a su edificio, abrieron una puerta tras otra para pedir ayuda. Faltaba agua potable, alimentos y medicamentos. Mientras hablamos aquí la gente se está muriendo en sus casas, dice Francisco. Sólo que ya no se les relaciona oficialmente con la inundación. Lo que está ocurriendo actualmente en España, cuenta, es indigno de un Estado de derecho, incluso vergonzoso.
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Aún hay personas desaparecidas
Apenas bajó la riada, empezó el debate político sobre la catástrofe, las y los responsables y cómo afrontarlo. Al undécimo día de las inundaciones, 130.000 personas se amotinaron en el centro de Valencia y exigieron la dimisión del gobierno regional, algunos pidieron también la dimisión del gobierno central en Madrid.
Pero hasta ahora nadie toma una postura clara: ni el gobierno regional, que recién emitió una alerta cuando las primeras personas ya se habían ahogado, ni el organismo que regula las redes hidrológicas, que ese día centró su atención en el río Magro, pero ignoró la Rambla del Poyo.
Al final fue ese barranco que inundó hasta tres metros a los suburbios de Valencia. Incluso en la Capital, la catástrofe parece haberse tomado a la ligera. Aunque el presidente Pedro Sánchez está autorizado a declarar el Estado de alarma y ordenar evacuaciones, su gobierno se ha perdido en discusiones sobre competencias y responsabilidades con el Gobierno regional.
La riada afectó a 75 municipios de la provincia de Valencia con 845.000 habitantes, repartidos en 530 kilómetros cuadrados. Esto es más que toda la superficie de Guayaquil. Afectados también fueron 1522 kilómetros de carreteras, 99 kilómetros de vías férreas y decenas de miles de hectáreas de tierras agrícolas. Alrededor de 120.000 coches, 26 puentes e innumerables talleres, fábricas e instalaciones de producción resultaron dañados o completamente destruidos. Un tercio de los puestos de trabajo de la provincia se encuentran en la zona inundada. 222 personas fallecieron y cuatro personas aún siguen desaparecidas. Por negligencia, omisión del deber, imprudencia y falta de responsabilidad relacionado con los familiares de los muertos y desaparecidos de la catástrofe, la plataforma SOS Desaparecidos emprenderá acciones legales contra los responsables del dispositivo de prevención, coordinación y ayuda.
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La cama se convirtió en un bote salvavidas
Las casas de los suburbios al sur de Valencia, rara vez tienen más de cuatro pisos. Aquí, decenas de miles de personas dependen de prestaciones estatales, otras no tienen papeles y viven al día. Muchos se desplazan diariamente a Valencia para trabajar; viven aquí porque ya no pueden pagar el alquiler por la gentrificación de la metrópolis.
Unos de ellos son Mario Torre Valero y Ana María Jiménez Ballester, cuya casera le quería aumentar el alquiler de 400 a 800 euros al mes. Esperando un bebé, la pareja decidió mudarse a principios de año a las afueras de la ciudad, a una casita cerca de la Rambla del Poyo. La noche de la catástrofe, el cartero de 37 años estaba montando la trona de su hija de siete meses cuando su hermana escribió en el chat familiar que había entrado agua en la casita de sus padres en Paiporta. Ella, en ese momento, visitaba a su padre, a pocos kilómetros barranco arriba.
Allá en las colinas, al oeste de la ciudad llovió tanto en unas horas como llueve en un año. Las masas de agua se precipitaron hacia la costa, arrasando puentes, vías de tren y árboles, rompiendo puertas de garajes y portales e inundando las pertenencias de los padres de Mario Torre Valero. A su padre le llegó el agua fría hasta la cintura, se salvó subiéndose a un mueble. Su hermana con su hija de once meses y su perro se subieron a la cama como un bote salvavidas, que cada vez se acercaba más al techo de la habitación, a una velocidad aterradora. Los suburbios de Valencia se inundaron sin que haya caído una gota de lluvia.
Mientras tanto, Mario Torre Valero y Ana María Jiménez Ballester subieron al desván con su hija. Mario evacuó a sus tres gatos, colocó lo imprescindible en el sofá del salón y finalmente subió de nuevo con algunos objetos de valor en la mano. Desde ahí arriba, vio cómo la lavadora desapareció en el agua y pensó cómo llevar a su familia al tejado. Mi mujer suele quejarse de que soy un tipo lento, dice Mario con una risita escurridiza en su casa ahora libre del fango. Pero aquella noche todo fue instintivo y yo mismo me sorprendí de lo rápido que actué.
Cuando empezó a llover por la mañana, Mario sintió pánico. Sólo cuando vio el amanecer y se dio cuenta de que su familia se salvó, se echó a llorar.
Durante la primera semana, su familia pasó la noche en su desván sin enlucir, entre cajas de cartón y retretes de gato y un tejado sin protección contra el frío. Más tarde, su mujer y su hija se mudaron a casa de su cuñado en Valencia, mientras Mario seguía fregando. Al igual que Francisco, se siente abandonado por las autoridades y le cuesta saber que ni la policía ni los militares aparecieron por el barrio hasta el cuarto día después de la inundación. Por eso se alegra tanto de la ayuda vecinal y de las voluntarias y los voluntarios. Hoy en día se suele criticar a los jóvenes por no pensar más que en sus teléfonos móviles, pero sin su ayuda seguiríamos aquí sentados en el barro.
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Llegan los suministros de socorro
De hecho, son sobre todo los jóvenes los que se desplazan a la zona de la catástrofe. A la mañana siguiente, están trepando por los techos de los coches destrozados, tocando puertas y ventanas y buscando supervivientes. En ese momento el miedo y la desconfianza son grandes, por lo que al principio las vecinas y los vecinos les confundieron con ladrones, que también existieron y siguen existiendo, y les gritaron todo tipo de maldades .
Inicialmente la organización fue boca-a-boca, más tarde se abrieron grupos por WhatsApp y Telegram. Por último, programadores locales instalaron Ayudaterreta, un mapa interactivo en línea. En el, las personas afectadas pueden comunicar su dirección y necesidades, los voluntarios pueden dar a conocer sus habilidades y disponibilidades.
Millones de personas han accedido al sitio. Incluso las autoridades utilizan la herramienta digital.
En las ferreterías de toda España no tardaron en faltar botas, guantes, palas y cubos: todos comprados por organizaciones de ayuda, donantes y voluntarios nacionales e internacionales. En los barrios, las vecinas y los vecinos han convertido espontáneamente peluquerías en farmacias y tiendas vacías en puntos de recolección de alimentos.
Joana Alejandra y su marido Jony Alexander dirigen un centro de recolección en Catarroja. Los suministros de socorro suelen llegar por la noche, cuando las calles de acceso están vacías, cuentan. Aquí ya se ha limpiado el barro y los envíos procedentes del País Vasco, Madrid y Murcia pueden entrar sin problemas. Mucha gente tiene miedo de que las autoridades locales pierdan sus entregas de ayuda, así que nos las traen al barrio, explica Alexander.
Los voluntarios recorren una calle tras otra con carritos de la compra. Distribuyen alimentos, champú, papel higiénico, detergente y agua potable. El apoyo es tan grande en este momento, que varios cargamentos de donaciones tienen que almacenarse temporalmente en la calle porque no hay suficiente organización para gestionarlos.
Las personas adultas mayores, las mujeres embarazadas, las personas con discapacidad y las familias con niñas y niños, para quienes la caminata por las calles embarradas hasta el punto central de recolección del municipio supone un riesgo, agradecen el servicio de reparto.
Lo mismo ocurre con la asistencia sanitaria. Enfermeros, médicos y psicólogos voluntarios ofrecen sus servicios en los barrios, tanto para los afectados como para las voluntarias y los voluntarios. En repetidas ocasiones tratan pequeños cortes en piernas, brazos y cabeza. Los epidemiólogos advirtieron posibles enfermedades infecciosas por el agua fangosa, como leptospirosis y recomendaron llevar mascarillas y gafas protectoras.
El aspecto psicológico es el que más preocupa al personal sanitario. Hay voluntarios que durante su trabajo encontraron cadáveres, lo que ha generado traumas que aún están por tratar.
Hay sufrimiento diario en los afectados, dicen los psicólogos, también por una sensación de abandono, en medio de una zona de catástrofe. Es normal que experimentes miedo, preocupación, tristeza o enfado intensos está escrito en una hoja A4 a la entrada de una casa. Se trata de una reacción normal frente a una situación “anormal”. A bajo de la frase hay varios números de teléfono de psicólogos y otros especialistas, por ejemplo, para la prevención del suicidio.
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Los soldados ayudan por iniciativa propia
Desde las inundaciones, los habitantes de la costa mediterránea española están en alerta. Cuando cayeron fuertes lluvias sobre la región, se cerraron los colegios y varias empresas pidieron a sus empleados que se quedaran en casa.
En los suburbios de Valencia, donde la gente suele sacar sus sillas a la calle para disfrutar de la fresca brisa nocturna mientras charla con sus vecinos, ahora hay montañas de mesas, sofás, alfombras, estanterías, sartenes, juguetes infantiles, televisores y puertas rotas. Sobre ellos hay barro y un olor latente a cloaca, gasolina y podredumbre.
La calle de Sole Perales, en Catarroja, también parece el fin del mundo. Sus padres lo han perdido todo, menos sus vidas. Sole Perales acudió al Ayuntamiento de Catarroja para solicitar los 6.000 euros de ayuda de emergencia que ofreció el Gobierno regional. Pero cuando llegó, se enteró de que los funcionarios sólo trabajan de lunes a viernes. Ella fue el sábado. Se enojó y gritó: ¡Aquí hay cientos de personas esperando ayuda y estáis de fin de semana!
Al cabo de unos minutos, Sole Perales explicó su enfado. Pero antes tuvo que arrancarse de un empleado municipal que, al parecer, quiso impedir que hablara con la prensa. Libertad de expresión, espetó y empezó hablar de las insostenibles condiciones de su barrio, de la falta de ayuda del Estado y de los formularios digitales que no funcionan. Al final, fueron las voluntarias y los voluntarios, civiles y militares los que hicieron medianamente habitable el piso de sus padres.
Unos 7.500 soldados se desplegaron a la zona de catástrofe, el mayor despliegue militar de España en tiempos de paz. Además decenas de militares viajaron por privado a esa zona, desoyendo las recomendaciones de sus superiores de quedarse en casa.
Los soldados mano a mano con los civiles voluntarios intentaron poner orden al caos. Al menos ahora, las autoridades locales acordonaron los barrios para que la Policía, el Ejército, los bomberos y los servicios de rescate coordinen la retirada de escombros y lodo: varios miles de toneladas al día. Y es que el lodo que los voluntarios están botando en el alcantarillado ha provocado su colapso en algunos puntos. Sole Perales no quiere culpar a nadie. Como mucho a las autoridades. «Nadie nos preparó para un desastre así y nadie sabe qué hacer en una situación así».
* Este texto fue publicado originalmente en WOZ.CH