Una noche de cristales rotos

 

Por: Verónica Calvopiña @Kinorax

Caricatura portada: Vilma Vargas @vilmavargasva

Fue el 9 de noviembre de 1938. Dos días después de que el diplomático alemán Ernst Von Rath fue atacado por el joven judío Herschel Grynszpan, en las oficinas de la embajada alemana en París. El joven realizó el ataque ante las primeras medidas que el gobierno de Adolfo Hitler había tomado contra la comunidad judía en Alemania. El asesinato fue usado por el régimen nazi para exacerbar su odio y sus políticas antisemitas. La prensa de ese entonces, dominada por Joseph Goebbels, condenó fuertemente el ataque contra el diplomático alemán. El ambiente de odio y discriminación ya se había instalado hace meses, pero la reacción en contra de los judíos parecía espontánea.

La mañana de ese 9 de noviembre, el diplómatico Von Rath moría a causa de las heridas de bala en su cuerpo. Horas más tarde, comenzaría el ataque a todo nivel contra la comunidad judía en Alemania. Autoridades de gobierno, instituciones como la Gestapo y la SS, todos se unieron para atacar sinagogas y negocios judíos. Por la noche, la multitud enardecida sacaba de sus casas a las familias, hubo linchamientos, se apedrearon varias tiendas y casas, por el simple hecho de pertenecer a familias judías. Los vidrios de las ventanas inundaron las calles.

A este triste hecho se lo conoce como “La Noche de los Cristales Rotos” o Kristallnacht en alemán. Se calcula que esa noche, al menos noventa judíos murieron y otros treinta mil fueron deportados o detenidos en los campos de concentración.

El terror no terminó allí. La escalada de violencia siguió ante la impavidez de las autoridades. Luego la persecución económica, política y física contra los judíos se extendería en toda Alemania, iniciando así el Holocausto Judío.

1938 y el contexto que dio paso a uno de los regímenes más sangrientos de la historia occidental parece lejano, pero lo ocurrido el domingo veinte de enero en Ibarra, nos recuerda lo fácil que puede una sociedad llenarse odio: una multitud enardecida buscando de puerta en puerta a personas venezolanas, sacando a familias de hostales, quemando sus pertenencias, correteándolos por las calles y terminales; sin importarles que sean mujeres con niños en brazos.

El comunicado desde la presidencia de Lenin Moreno indicando “la conformación inmediata de brigadas para controlar la situación ilegal de los inmigrantes venezolanos en las calles, lugares de trabajo y en la frontera” ratificó el accionar de grupos xenófobos para iniciar una “cacería”, una “limpieza social” en contra personas venezolanas. Las palabras de la máxima autoridad impulsaron a otros actores a exigir más poder a la Policía para supuestamente “eliminar” delincuentes.

Ibarra hacía alusión a su nombre de “Ciudad Blanca” que en esta ocasión tomó connotación con un sesgo discriminatorio, el mismo del patrón de hacienda que impedía años atrás a los indios cruzar la Plaza Central, bajo la pena de golpearlos o botarles su sombrero.

El resultado fueron niños y niñas venezolanos que no pudieron ir a su escuela por miedo al maltrato; hombres y mujeres huyendo de nuevo sin saber a dónde ir. ¿Desde cuándo nos convertimos en un país que actúa desde el odio y la violencia? ¿Acaso se nos olvidó que también somos migrantes, que más de tres millones de compatriotas viven fuera? ¿Qué nuestros abuelos y padres llegaron un día huyendo del campo a las grandes ciudades?

Luego del asesinato de Diana en manos de su pareja, el migrante venezolano se convirtió en un chivo expiatorio para desviar la atención de muchos temas estructurales, entre ellos, la violencia de género. Violencia que no conoce nacionalidad, no tiene fronteras, ni estrato social. La xenofobia y las políticas antimigratorias no pueden hacernos cerrar los ojos frente a las niñas violadas y obligadas a maternar, a las mujeres maltratadas y abusadas, por personas cercanas, en sus espacios familiares y amigos.

Sí, estamos lejos de ser la Alemania de 1938, pero a diario nos volvemos a encontrar con las marcas del fascismo y la discriminación. No falta quienes vociferan el uso de armas libremente, alaban a políticos con sus discursos nacionalistas, de orden y seguridad, recriminan los derechos humanos y llaman feminazis a las mujeres feministas que luchan por igualdad de derechos, por la autonomía.

La memoria sobre los hechos sucedidos en la Alemania de 1938 debería advertirnos sobre el extremo al que puede llegar una sociedad liderada por discursos fascistas y xenófobos.

Las miles de personas, en su mayoría mujeres y jóvenes que marcharon en todo el país ante lo sucedido, dejaron un mensaje claro: no se puede permitir la violencia ni en las casas, ni en las calles, ni en el Estado. Nosotras, todas, nos negamos a ser una sociedad de cristales rotos por el odio.