
OTRAS MIRADAS
NADIE SE SALVA SOLX
Por Ramiro García – Cine en Movimiento (Argentina) @cem_difusion
Publicado 27 de mayo del 2025
Hay obras que se leen con los ojos y otras que se leen con el cuerpo entero. El Eternauta, la historieta argentina creada en 1957 por Héctor Germán Oesterheld junto al dibujante Francisco Solano López, es una de esas que no se sueltan. Te agarra, te atraviesa, te cambia. En mi caso, llegó en formato papel como un regalo de mi viejo, cuando tenía apenas quince años. Él también la había leído a esa edad.
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En tiempos donde muchas de las ficciones televisivas más vistas glorifican la violencia, el narcotráfico y la traición como vías de salvación individual, el desembarco de El Eternauta en la plataforma más popular del mundo aparece como una anomalía luminosa. En un paisaje audiovisual moldeado por décadas de experimentos neoliberales —donde lo común ha sido sistemáticamente desprestigiado y lo colectivo reducido a una amenaza—, esta historia vuelve a poner en escena algo casi olvidado: la necesidad de los otros para sobrevivir.
Frente a la promesa de éxito solitario a cualquier precio, El Eternauta recupera una memoria subversiva, tejida con nieve radiactiva, afecto organizado y resistencia comunitaria. Quizás porque la aventura que propone —una invasión alienígena sobre Buenos Aires contada desde el punto de vista colectivo— se parece demasiado a la historia reciente de la Argentina. Porque cada nevada mortal que cae en sus páginas resuena como metáfora de una dictadura que no perdonó ni siquiera a quienes soñaban.
Oesterheld no solo imaginó un futuro apocalíptico: lo vivió. Fue secuestrado y desaparecido por la última dictadura cívico-militar argentina (1976-1983), igual que sus cuatro hijas. Dos de sus nietos nacieron en centros clandestinos de detención y, aún hoy, casi medio siglo después, no han recuperado su identidad. Escribir sobre El Eternauta, entonces, es escribir sobre esa herida abierta, sobre la potencia de la memoria y la urgencia de seguir preguntando: ¿Dónde están?.
En los días posteriores al estreno de la serie, se multiplicaron por seis las consultas de personas que dudan de su identidad biológica. “Nunca habíamos visto un impacto así a partir de una ficción. Eso también es memoria, también es política. También es El Eternauta”, explicó Manuel Gonçalves Granada, secretario de Abuelas de Plaza de Mayo.
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Una historieta como advertencia

Portada suplemento del Eternauta
El Eternauta se publicó por primera vez en la revista “Hora Cero” entre 1957 y 1959, en entregas periódicas que alimentaban el fervor de una generación de lectores. En el relato, una nevada tóxica arrasa Buenos Aires. Un grupo de sobrevivientes se organiza para resistir una invasión extraterrestre. El héroe no es un individuo con poderes excepcionales, sino una comunidad. El protagonista, Juan Salvo, es un hombre común. Su fuerza está en el vínculo con los otros: su familia, sus vecinos, sus compañeros de trinchera.
Esta elección narrativa no es menor. En una época dominada por figuras heroicas individuales, Oesterheld apostó por una épica colectiva. Una ética del nosotros. Como si presintiera que los verdaderos enemigos del pueblo no se ven a simple vista. Que la resistencia se construye de a muchos, sin brillos ni capas, pero con convicciones firmes.
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Escribir en el infierno

Héctor Germán Oesterheld
Héctor Oesterheld fue un militante político. Se acercó a la Juventud Peronista y luego a Montoneros. En 1976 fue secuestrado por la dictadura comandada por Jorge Videla. Estuvo detenido en varios centros clandestinos. Y aunque parezca imposible, incluso desde allí, siguió escribiendo. Testimonios de sobrevivientes aseguran que reescribió una versión más politizada de El Eternauta estando en cautiverio. Imaginar escribir sobre la resistencia mientras se está secuestrado, torturado, aislado, nos enfrenta a una dimensión extrema del compromiso con la palabra. Con la vida.
Esa segunda versión, conocida como El Eternauta II, fue publicada en 1976. En ella, la metáfora se vuelve aún más explícita. El enemigo ya no es solo alienígena: es el imperialismo, son las dictaduras. En esa obra, Oesterheld se representa a sí mismo como personaje dentro de la historia. Se convierte en interlocutor de Juan Salvo. Ya no es solo el narrador. Es el desaparecido que escribe desde un presente en ruinas.
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Un país que recuerda
La historia argentina es inseparable de la memoria. No como ejercicio nostálgico, sino como estrategia de supervivencia. No olvidar es una forma de pelear. Contra el olvido, contra la impunidad, contra las versiones que pretenden volver neutro lo que fue feroz.
Por eso, en Argentina, El Eternauta es mucho más que una historieta. Es un símbolo de resistencia cultural. Está pintado en murales, citado en marchas, adaptado al teatro, a la música, al cine. Es un lenguaje común entre generaciones que no vivieron lo mismo, pero comparten el mismo legado de lucha.
Desde la asunción del presidente Javier Milei, el cine argentino atraviesa su peor crisis: el financiamiento estatal para producciones independientes se ha paralizado. Muchos proyectos han quedado congelados. La infraestructura técnica se deteriora. Las escuelas públicas de cine y los espacios de formación están asfixiados.
Esto no es casual. Es parte de una política más amplia que desinvierte en cultura. Que desprecia lo colectivo. Que entiende a la producción audiovisual como mercancía y no como herramienta de transformación social.
El cine argentino –como El Eternauta– siempre fue una usina de pensamiento crítico. Desde La historia oficial hasta Crónica de una fuga, pasando por documentales sobre las Madres de Plaza de Mayo o ficciones como Infancia clandestina, la pantalla se volvió espejo. Un lugar donde tramitar lo que dolió, lo que pasó, lo que aún buscamos.
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Una serie, un país en debate
Con el reciente estreno de la serie El Eternauta en Netflix, la historia volvió a instalarse en el centro de la escena. Sorprendió a propios y ajenos, por su nivel técnico y por haber alcanzando el primer puesto en visualizaciones a nivel mundial en la plataforma. Una historieta argentina, producida con talento local, con una historia profundamente enraizada en nuestra memoria, logra interpelar a audiencias globales. Pero lo más significativo no es solo su éxito en cifras. Es que volvió a abrir un debate nacional. La frase central del relato, “Nadie se salva solo”, ha trascendido la pantalla. Aparece en redes sociales, en discursos políticos, en aulas, en conversaciones cotidianas. ¿Qué significa hoy, en un país golpeado por políticas de ajuste, por el desmantelamiento del Estado y por el descreimiento en lo común?
“Nadie se salva solo” no es solo una línea de diálogo. Es una consigna. Una propuesta de organización comunitaria frente a la intemperie. Se la ha leído como crítica al individualismo neoliberal, pero también como afirmación positiva: la comunidad no es un obstáculo, es la única salida. En debates sobre salud pública, educación, vivienda, cultura o acceso a derechos, esa frase condensa una pregunta urgente: ¿Puede una sociedad sostenerse si cada uno solo cuida su metro cuadrado?
Las políticas públicas con enfoque comunitario –desde la economía popular hasta la educación con perspectiva de derechos, desde los centros culturales autogestionados hasta los dispositivos territoriales de salud mental– encarnan esa frase sin necesidad de citarla. La serie, en su masividad, devuelve esa idea al centro de la conversación.
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Una memoria que no se congela
El Eternauta no volvió: nunca se fue. Sólo cambió de formato. De las revistas a los muros, de los libros a las pantallas. Y cada vez que vuelve, nos obliga a pensar qué hacemos con nuestra historia. Qué pactos estamos dispuestos a sostener. A quiénes dejamos afuera cuando creemos que se puede avanzar solo. Oesterheld lo sabía. Lo escribió entre líneas, lo gritó desde las sombras. Y hoy, esa nieve que parecía haber sepultado todo, empieza a derretirse al calor de una pregunta antigua y urgente: ¿quiénes somos cuando nos pensamos como parte de un nosotros?
