COMUNIDADES

Los nidos de la crianza kichwa en Chimborazo

 

 

Investigación y redacción María Fernanda Almeida y Jorge Sánchez, Habitación Propia

Asistencia comunitaria de investigación: Bélgica Chela, Productora Intercultural

Fotografía: Habitación Propia

Edición:  Ana Acosta, @wambraec

 

 

Las comunidades indígenas kichwas de la Sierra ecuatoriana llevan siglos criando a sus nuevas generaciones y autoconservándose como pueblo frente a las arremetidas de la violencia, la industria, la pobreza y la globalización. ¿Qué distingue su crianza de la población mestiza? ¿Cuáles son las odiseas de las madres, padres y personas cuidadoras kichwas que sobreviven en el páramo? En esta crónica, las comunidades en Chimborazo hacen fuego y desarropan sus nidos.

 

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La señora Agusta Lluilema ha ayudado a traer al mundo a más de cincuenta niños y niñas de su comunidad, Jatumpamba, en el cantón Guamote, provincia de Chimborazo. Vive junto a su esposo en una casa que refleja el paso del tiempo y lo resiste. Es frecuente verla en los exteriores recogiendo hierbas que son parte de su medicina y su oficio.

Agusta es partera y no cobra dinero por asistir en los partos a los que se traslada con su paso seguro y su maletín de primeros auxilios. Para ella funciona el trueque: a cambio de su trabajo recibe alimentos u otros obsequios.    

Agusta cuenta que es partera certificada por el Ministerio de Salud, pero que cada vez son menos los alumbramientos que atiende en Jatumpamba:

—Antes, solo en las casas sabían dar a luz. Yo cuidaba madres de día, de noche (…) Ahora hay más mujeres que dan a luz en el hospital de Guamote— dice mientras su esposo ofrece agua de manzanilla espesada con máchica.

Si bien la tradición de dar a luz en el hogar ha perdido espacio frente al avance de los hospitales y la medicina occidental, ella dice que la verdadera razón es la migración de las y los comuneros más jóvenes a países o ciudades donde pueden conseguir trabajo y salvarse de la precaria y difícil situación de la localidad. 

La industria agropecuaria, la venta de terrenos a precios irrisorios y las sucesivas crisis económicas golpearon duro la subsistencia de la población indígena que habita en las zonas rurales de Chimborazo. No por nada esta es la provincia con mayor tasa de desnutrición crónica infantil a nivel nacional, con un 35,1%, según la Encuesta Nacional sobre Desnutrición Infantil, de  septiembre de 2023.        

Según Agusta y su esposo, en Jatumpamba ya se fue la mitad de la población y casi ya no quedan mujeres en edad fértil ni hombres menores de treinta años. Solo se puede distinguir a algunas madres solteras y a unos pocos niños y niñas bajo el cuidado de sus abuelos y abuelas.

—El último parto fue de una mujer soltera. Me dijeron en la madrugada que le estaba doliendo la barriga (…).  A las seis de la mañana ya cayó la wawa— recuerda Agusta asomándose por el dintel de su puerta.  

 

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Aunque en los valles o cajones de Chimborazo pueden divisarse varias fincas y haciendas con cultivos de maíz, quinua, habas, mellocos y papas, la pobreza es un fantasma que parece trepar por las imponentes montañas y sus comunidades andinas, cantando historias íntimas que conmueven e invitan a la acción. 

En las afueras de la comunidad Santa Cecilia, en el cantón Alausí, está la casa de Silvia Guamán, sus dos hijas y sus tres hermanos menores de edad. Silvia es una mujer y madre kichwa de veinte y cinco años que tuvo que hacerse cargo del núcleo familiar después de la repentina y reciente muerte de mamá y papá.  

Ella es la matriarca forzada de un clan de escasos recursos y niños huérfanos. René, el único de sus hermanos que es adolescente, de 16 años, también está creciendo a la fuerza y se quiebra cuando relata sus noches sin dormir:

—A veces solo me dan ganas de llorar. Es dura la vida sin mamá y sin papá… Hay que seguir adelante con la bendición de Dios, porque nada podemos hacer.

La familia vive en una casa de estrechas dimensiones que no tiene cerco y que casi no resiste los embates del viento. Hay dos camas, unas pocas prendas de vestir, unos pocos utensilios de cocina y las mochilas con que las niñas van a la escuela caminando, a veces sin colación. No tienen mucho más.    

Para sobrevivir, Silvia y su ñaño han tenido que ordeñar y salir a vender la leche de la única vaca que tienen. Esporádicamente, reciben la visita y el apoyo económico de una tía. La abuela habita en el terreno más próximo e intenta superar sus limitaciones físicas y materiales para atender a las wawas.

—Cuando nos vamos a sacar leche, ella cuida de las chiquitas, cuando vienen con hambre, ella da cocinando— dice Silvia, apenas asomando su cara por la abertura que forman su chalina y su sombrero. Reconoce que tiene miedo y no sabe qué hacer:

—Lo más difícil es conseguir plata para la colación, para comprar zapatos, los libros también son caros. (…) A veces me levanto cansada, es difícil lavar para cuatro, cocinar para cuatro.

La oportunidad de capacitarse y trabajar se aleja con cada lote de ropa que tiene que lavar y con cada accidente o enfermedad de sus hijas y sus ñañas. Silvia, además, no pudo terminar el colegio y se embarazó joven de un hombre casado que nunca se responsabilizó por sus “chiquitas”. 

Esas pequeñas hoy tienen tres y cinco años, y juegan libres por el páramo en compañía de dos tías que podrían ser sus hermanas. Ellas no sienten el frío y parecen ignorar que les tocó un “destino” especialmente duro.

Según el Ministerio de Salud Pública, solo entre 2020 y septiembre de 2023, en Chimborazo se registraron 5.113 embarazos de niñas y adolescentes. En ese mismo periodo, de acuerdo a datos del Ministerio de Educación, el número de niños, niñas y adolescentes indígenas inscritos en escuelas y colegios de la provincia se redujo de 27.450 a 24.856.

 

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El Chimborazo, el volcán y el punto de la Tierra más cercano al Sol, también es un colosal testigo de historias de organización y crianza que invitan a ser optimistas.

Un buen ejemplo es José Manuel Mejía, un hombre y papá kichwa de treinta y cinco años nacido y criado en la comunidad Guacona Belén, cantón Colta. Su esposa, María Juana, es una de las mujeres y madres indígenas que dio a luz con parteras.

Erwin, su hijo mayor, tiene catorce años, la misma edad del matrimonio. María Juana no supo de su venida hasta que vio su panza de seis meses. Sisa, la menor, tiene nueve abriles y fue nombrada así en honor a las flores que colman las terrazas y miradores naturales de Guacona Belén y que ellos pueden contemplar todos los días mientras dan de pastar a los animales o descienden por el sendero que conecta a su casa con la vía principal.     

Si bien José Manuel reconoce que esperaban que su primer hijo fuera varón, como se estila en los patriarcados, él es uno de esos caciques que rompe esquemas y contribuye a igualar los derechos de hombres y mujeres. Por ahora le ha bastado con ser un esposo y un padre consciente y corresponsable por las tareas domésticas y de cuidado. De hecho, se lamenta de no poder compartir más con sus wambras.

Además de dedicarse al “arte de la carpintería” en el taller que heredó de su taita, José Manuel es cabildo de la comunidad y debe atender asambleas ordinarias y extraordinarias.

“A veces nos toca, de alguna forma, salir a trabajar, y no estamos juntos como ahora para sentarnos y pasar un momentito. Llegamos tarde, mis hijos hacen las tareas, nosotros preparamos un pequeño alimento y enseguida tenemos que levantarnos para descansar. Y al siguiente día es lo mismo y así…”, expresa José, quien los fines de semana se da forma de llevar a los niños de paseo o de enseñarles música con un charango que está aprendiendo a tocar.

Sisa y Erwin también se involucran en las tareas domésticas, las que no son pocas considerando que la familia tiene que organizarse para cuidar a un par de vacas, un borrego, un chancho, varios cuyes y más de cien gallinas.

“Nos madrugamos, venimos juntos a asegurar todos los animales. Yo me regreso a mi trabajo de carpintería y, por la tarde, vuelta, tenemos que volver a guardar a los animales, porque ahora las comunidades ya no son tan seguras como antes”, narra el cabildo de Guacona Belén. Y prosigue: “Todo eso me ha gustado hacer con ellos, y también los deberes domésticos, que aprendan cómo preparar sus alimentos, cómo cuidar sus propias cositas, sus ropitas”. 

Se predica con el ejemplo, no cabe duda. José y Juana quieren que sus hijos mantengan sus costumbres y tradiciones indígenas, que cultiven la disciplina del trabajo y que sean, ante todo, buenas personas. Posiblemente, así será.

 

Manuel Mejía es maestro carpintero y presidente de la comunidad Guacona Belén (Colta). Se fabrica el tiempo para cuidar y compartir con sus descendientes.

 

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Conforme se regresa desde los picos andinos hacia las comunidades más próximas a Riobamba, cabecera urbana de Chimborazo, es más común encontrar este tipo de historias que encarnan tanto las transformaciones del pueblo kichwa como la permanencia de su cosmovisión. El cambio y la continuidad son parte de su cultura de la resistencia.   

Esa es la historia de María Isidora Simbaña, quien después de casarse a los trece años y sufrir violencia de género se convirtió en una lideresa comunitaria y activista por los derechos de las mujeres, las niñas y las adolescentes. Su segunda hija, Mercedes, hoy tiene quince años, asiste regularmente al colegio y es integrante de Wamprakunapak Yuyaykuna, en español, el pensamiento de los jóvenes, una red juvenil que promueve la participación y la igualdad de género.    

María Isidora Simbaña fue mamá adolescente y se convirtió en activista. Hoy, su segunda hija es parte de una red juvenil que promueve la igualdad de género.

También está  Basilio Pomaina, un profesor universitario que en los periodos de clases virtuales se queda al cuidado de sus tres wawas en Riobamba, mientras la mamá trabaja presencialmente en Latacunga. Son días que él usa para reforzar el aprendizaje del idioma kichwa y el respeto por la Pachamama, dos cosas que la globalización está echando por la borda y que las nuevas generaciones, incluido él, buscan recuperar.   

A sus cuarenta y dos años, Basilio asume que algunos de sus hermanos indígenas podrían referirse a él como el  “mandarina”, una palabra del lenguaje cotidiano para referirse al dizque macho dominado por la hembra. Él tiene claro que son los bananazos que hay que soportar para producir el cambio: “Cuando era joven, soltero, no me tomaba con mucha importancia este término, pero ya cuando me casé fue otra realidad, otra constante. (…) Gracias a Dios mi formación me ha hecho cambiar de mentalidad. Esto no es ser ‘mandarina’, es, más que todo, la responsabilidad de asegurar que mis hijos no sufran las consecuencias. Se hace por su bienestar”, nos dice.

 

Basilio Pomaina lleva a una de sus hijas a la comunidad que lo vio nacer. Es un padre moderno que no está dispuesto a perder sus raíces.

 

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La crianza que las familias kichwas dan a sus nuevas generaciones es similar a la de los mestizos que se doblegan para alimentar, proteger y educar a sus críos, pero se distingue por equilibrar la balanza de derechos y deberes por medio de una economía y una organización familiar que exigen la cooperación y la disciplina de todos los miembros.

En una vía rural del cantón Colta, junto a una plantación de brócoli, Elba Puma lideresa comunitaria e integrante del Consejo de Protección Integral de Derechos del cantón Colta, explica que esos valores y dinámicas familiares se inculcan desde temprana edad y en el mundo occidental suelen confundirse con el rótulo de trabajo infantil: “Como indígenas, en el campo siempre les vamos a enseñar a trabajar, pero no con trabajos forzosos, sino dándole de pastar a una vaca o amarrando a un borrego (…). Si no les hacemos trabajar, si no les enseñamos nada, entonces ellos van a crecer así, sin saber nada, como está pasando en el mundo mestizo, donde los niños que nacieron en esta era, cuando llegan a los 20 años, son como que no saben hacer nada y quieren estar en la casa con las papitos cómodamente”.

Elba Puma es lideresa comunitaria del cantón Colta y asegura que los alimentos del Chimborazo no están llegando a sus hijos e hijas.

 

Otra práctica que hace la diferencia es la enseñanza a sus descendientes a vivir de los saberes y recursos disponibles en su comunidad, sin la necesidad de sobreproducir o acumular, algo que los colonizadores y los grandes capitales no han perdonado.  

Por fuera de esto, las madres, padres y cuidadores de menores indígenas se enfrentan a los mismos avatares que el promedio de los habitantes de Ecuador: la inseguridad, la falta de dinero y redes de apoyo, las deudas, la emigración, las enfermedades mentales y ese viejo monstruo de carne y hueso bautizado machismo que acarrea violencia sexual, embarazo infantil y pesados costales de miseria.    

Elba asegura que la desnutrición y la proliferación de niños y adolescentes en situación de orfandad o sin figuras paternas son problemas que requieren una acción inmediata. Ella como parte del Consejo de Protección Integral de Derecho sabe muy bien que los alimentos de la Pachamama no están llegando a la boca de sus hijos. Mucho menos la protección y la respuesta del Estado.

En un sector residencial de Riobamba, Fanny Yaucén, una colaboradora kichwa de Plan Internacional, confirma que los hombres de su nacionalidad que se corresponsabilizan con la crianza y las tareas domésticas siguen siendo una minoría, así como las mujeres casadas que laboran fuera del entorno familiar o las jóvenes y menores de edad que conocen sus derechos sexuales y reproductivos. Por eso, Plan Internacional y otras organizaciones desarrollan talleres en los que se concientiza a mamás y papás sobre violencia de género, crianza positiva y la importancia de ejercer sus roles. Según Fanny, los varones también aprenden a prestar cuidados básicos a niñas y bebés, y trabajan en su autoestima para que el “mandarina” y otros adjetivos les resbalen.    

La partera Agusta Lluilema observa esta realidad desde el dintel de su puerta. Sus vástagos aún son jóvenes y gracias a “Taitamito” pudieron migrar a Estados Unidos con sus nietos.

Ella sueña con que una madrugada vuelvan los partos y la vida a la comunidad de Jatumpamba.