La ley de la Iglesia que encubre el abuso

La historia del padre Julián

 

 

Por: Sybel Martínez @sybelmartinez

Edición: Redacción Wambra @wambraec

Ilustración de portada: Vilma Vargas @vilmavargasva

 

Publicado 12 de marzo del 2025

 

Julián* se convirtió en sacerdote cuando tenía veinte y siete años. Llevaba menos de un año de ordenación, cuando su fe, su esperanza y su vocación le fueron arrebatadas. Una noche de agosto de 2017,  Julián fue víctima de una violación grupal. Todo ocurrió en la casa parroquial, de una zona rural de Quito, donde era vicario y asistía al presbítero L. Carrera, el sacerdote a cargo de esta comunidad religiosa. En 2018, Julián compartió su testimonio con un sacerdote amigo, quien denunció su caso ante las autoridades eclesiales de la época. Ese mismo año, el Tribunal Eclesial de la Arquidiócesis de Quito conoció su caso, pero su testimonio fue desestimado y archivado. El abusador, L. Carrera, fue suspendido por “romper el celibato” y no por el abuso, y hoy trabaja en el Colegio Francisca de las Llagas, en Quito.

 

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El camino al sacerdocio: un llamado divino o una alternativa frente a la pobreza

La palabra vicario proviene del latín vicarius, que significa «el que hace las veces de otro». En la Iglesia Católica, un vicario parroquial es un presbítero designado por una autoridad eclesiástica para apoyar al sacerdote encargado de la parroquia en sus labores ministeriales y pastorales. Julián fue nombrado vicario parroquial en 2017 por el entonces arzobispo de Quito, Monseñor Fausto Trávez.

El sacerdocio es un recorrido largo y exigente, marcado por la espiritualidad, el servicio y un profundo compromiso. Convertirse en sacerdote requiere entre siete y trece años de formación, dependiendo de si se trata de sacerdotes seculares o de órdenes religiosas. Durante este tiempo, los seminaristas estudian filosofía y teología, adoptan una vida de comunidad y se comprometen al celibato, la obediencia y el servicio. Pero no solo eso, en muchos casos, ingresar al seminario también significa acceder a educación gratuita, alimentación, vivienda y un lugar seguro; algo inalcanzable para muchos jóvenes de familias empobrecidas del Ecuador.

Para algunos jóvenes, especialmente de comunidades empobrecidas, este camino representa no solo un llamado divino, sino también una salida frente a la falta de oportunidades y las carencias económicas. Sin embargo, los jóvenes que buscan esperanza en el sacerdocio a menudo se encuentran también con las sombras de una institución eclesial viciada que no solo los manipula, somete y controla, sino que también posibilita dinámicas de poder desiguales, así como todo tipo de abusos y violencias.

 

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“Te unes o te unimos”

Julián se convirtió en sacerdote cuando tenía veinte y siete años. Llevaba menos de un año de ordenación y cumplía sus funciones como vicario parroquial asistiendo al presbítero L. Carrera, en la casa parroquial de la Iglesia Católica en una zona rural de Quito. Carrera vivía en la casa parroquial con su pareja, un hombre laico, a pesar del celibato exigido para quienes ingresan en el sacerdocio.

La convivencia con el sacerdote L. Carrera se volvió un tormento para Julián, quien fue  testigo silente de varios encuentros sexuales grupales con la participación de otros sacerdotes al interior de la casa parroquial, donde L. Carrera, incluso, contrataba a jóvenes que prestan servicios sexuales.

Julián, varias veces, fue  invitado a participar y en todas se negó. L. Carrera, al ver su negativa le advirtió: “Te unes o te unimos”. De esta forma, Carrera ejerció su poder hacia un sacerdote más joven y que tenía una función inferior dentro de la jerarquía de la parroquia. 

El acoso fue escalando. En el testimonio que Julián compartió a otro sacerdote amigo, en busca de ayuda, relata que L.Carrera se bajaba los pantalones e intentaba diariamente forzarlo a tener relaciones sexuales. Aterrorizado, Julián se encerraba en su habitación, asegurando la puerta con objetos para evitar que Carrera entrara.

La madrugada del 17 de agosto de 2017, la violencia sexual se materializó. Carrera, junto con su conviviente y otra persona más, forzaron la puerta del cuarto del padre Julián y lo agredieron sexualmente en grupo. Desesperado, Julián, el mismo día huyó y buscó refugio donde amigos laicos, quienes lo auxiliaron. Pese al consejo de sus amigos, decidió regresar a la parroquia con la intención de denunciar lo ocurrido al interior de la Iglesia.

Al día siguiente, contactó al vicario parroquial zonal, J. Villarreal, para relatarle lo ocurrido, pero este no tomó ninguna acción para ayudarlo, no comunicó a nadie lo sucedido, no pidió el traslado de Julián, y, menos aún, lo llevó a Fiscalía para realizarse un examen médico legal y poner la denuncia respectiva, como establece el procedimiento jurídico en nuestro país para este tipo de delitos. Julián, sin protección alguna, pero con la promesa de ayuda, regresó a la casa parroquial, quedando a merced de sus agresores. Según el testimonio compartido, J.Villarreal era uno de los sacerdotes que participaba también en los encuentros sexuales grupales que Carrera organizaba junto a otros sacerdotes.

Pasaron varios meses de silencio institucional, por lo que Julián recurrió a su amigo, el sacerdote Juan Pablo*, a quien narró el constante temor por su seguridad sin poder contar aún todos los detalles y pidió ayuda para escapar de la parroquia. El padre Juan Pablo fue donde el entonces arzobispo de Quito, Monseñor Fausto Trávez, y le solicitó sacar  a Julián de la parroquia. En respuesta, Trávez acordó reunirse con Julián el 19 de diciembre de 2017.

Julián acudió a la cita con Trávez y, tras esta, comenzó a planificar su salida de la parroquia para las fiestas de San Sebastián que se celebran cada año a partir del 10 de enero. Pero esto no pudo realizarse, porque L. Carrera lo volvió a agredir sexualmente los primeros días de enero. Esta vez, Julián no aguantó más: abandonó la parroquia  para siempre, refugiándose en la casa de su familia.

Tras conocer sobre el segundo asalto sexual, J.Villarreal fue a visitarlo en su casa e intentó comprar su silencio. Pero Julián, firme en su decisión, se negó a ceder.

Indignado por la falta de empatía y acción del arzobispo, el padre Juan Pablo* decidió apoyar a Julián. Cuatro días después, visitó al sacerdote en su domicilio. Julián, entre lágrimas, por fin pudo relatar a su amigo con detalle toda la violencia que había vivido: acoso constante, violencia psicológica, abusos y violencia sexual.

Con toda esta información y con la voluntad de Julián, el 5 de febrero de 2018, el padre Juan Pablo escribió un correo solicitando al Nuncio Apostólico en Ecuador, Andrés Carrascosa, una reunión urgente para exponer el caso. El correo dice:

“Por medio de la presente solicitamos a S.E., nos conceda una cita para comentarle y comunicarle personalmente sobre un tema en extremo delicado, que a nuestro parecer no está siendo tratado con la seriedad y justicia requerida.”

El 8 de febrero de 2018, Carrascosa responde indicando que no tenía tiempo para recibirlo y le solicita que detalle los hechos en una carta:

“este momento no tengo tiempo suficiente para recibir a todas las personas que me lo están solicitando, ya que tengo varios viajes a diócesis ecuatorianas y luego salgo para Roma. Le ruego que ponga por escrito sus inquietudes y me haga llegar la carta. De su lectura podré ver la delicadeza y la urgencia de su tratamiento pues ningún tema importante debe quedar sin ser tratado.”, dice la respuesta del Nuncio.

Juan Pablo cumplió con el pedido y envió ese mismo día un informe detallado sobre los abusos sufridos por Julián y la falta de acción del Arzobispo Trávez. Sin embargo, la respuesta del Nuncio, fechada el 16 de febrero, es decir, ocho días después, fue desalentadora:

“En estas horas precedentes a mi salida hacia Roma, no tengo el tiempo necesario para afrontar este problema. Sin embargo, conversé con el señor Arzobispo, el cual me dice que el padre vicario parroquial habló con él pero nunca le fueron expuestas las cosas en los términos que usted lo hace en su carta y que, al final del coloquio, quedaron en verse de nuevo, razón por la cual todavía le están esperando. En este punto de la situación, como Representante Pontificio ni puedo ni debo intervenir pasando por encima de la jurisdicción normal, en estos casos, que es el Obispo del lugar.”

Por otra parte, si hubiera los elementos necesarios para presentar una demanda penal, por mi parte, no tengo ninguna objeción. Pero todo ello debe ser visto con la autoridad competente, que es el Arzobispo, y no pasando por encima de ella.

Por otra parte, no deja de sorprenderme que, en vez de hablar con su arzobispo, usted se proclame, en la práctica el único juez, que sabe lo que debe ser decido. Exponga todo eso a su arzobispo y ofrézcale los elementos de juicio necesarios para que él, en su discernimiento, adopte las medidas que él -el Juez en la Diócesis es el Obispo- tome las decisiones debidas según su derecho.

Por mi parte encomiendo delante del Señor toda esta situación para que se trate con claridad y transparencia necesarias.” 

Según una fuente interna de la Iglesia, que ha preferido guardar su identidad, esta respuesta del Nuncio evidencia cómo las distintas autoridades de la Iglesia evaden el proceso de denuncia de los delitos y encubren los abusos desde su discrecionalidad: “Pese a que el nuncio Andrés Carascosa, aparenta mucho respeto de las instancias jurídicas. Lo que no quiere ver es que el Padre Julián* había agotado la instancia administrativa con su obispo local de Quito, Fausto Trávez, para quien era pecaccta minuta -error de poca importancia- el gravísimo delito denunciado y como tal no estaba dispuesto a juzgar en derecho tal crimen”.

 

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Tribunal Eclesiástico: encubrimiento y revictimización

En 2018, el caso de violencia sexual sufrido por el padre Julián fue llevado al Tribunal Eclesiástico de la Arquidiócesis de Quito, conformado por el mismísimo arzobispo Fausto Trávez, monseñor Hugo Reinoso, quien la presidía y el presbítero Luis Aldaz, hoy presidente de dicho Tribunal. Para el padre Juan Pablo, este Tribunal evidenció “una preocupante dinámica de encubrimiento y falta de transparencia”.

En la carta enviada por el Padre Juan Pablo al Tribunal Eclesiástico de Quito, al que lo denomina «Comité de la Moral de la Arquidiócesis de Quito”, el 22 de mayo del 2018, relata la secuencia de acciones desde que conoció de la violación, el testimonio completo de Julián, el aviso al vicario Parroquial J. Villarreal, la comunicación de lo ocurrido al Arzobispo Través y su respuesta:

“El 20 de enero, Mons. Fausto Trávez visita la comunidad de (…) en la misma que estoy prestando mi servicio pastoral, ocasión que aprovecho para comentarle mi preocupación por el suceso. Mons. refiere que no conoce el hecho en esas condiciones, pero que el ex sacerdote Lenin R. le comentó la violación. Pero el abusador expresó que no y que había pedido que le envíen a Colombia a rehabilitarse. Que el abusador solo se baja el pantalón frente al abusado porque tenía ganitas

La Carta continúa con el relato del testimonio de Julián compartido personalmente el 24 de agosto de 2017 y narrado por el Padre Juan Pablo:

“ El abusador todos los días, después del almuerzo, cuando la cocinera ya sale de la casa, se baja los pantalones y le refiere al abusado que tiene ganas”

 

El relato continúa:

“El abusador llegó un sábado al medio día, el estado muy eufórico a romper platos y vidrios de la cocina en (…) como loco”

El Tribunal tomó declaraciones de múltiples testigos, entre ellos K. Imbaquingo y su esposa, quienes auxiliaron al padre Julián tras la violación grupal. A pesar de la gravedad de los testimonios y de que estos confirmaban los abusos sufridos por Julián, no se entregaron copias de las declaraciones a los testigos. Según una fuente interna de la Iglesia que pidió guardar su identidad, esta es una práctica recurrente al interior de estos Tribunales Eclesiales, algo que “viola los derechos de los declarantes y mina la credibilidad del proceso”.

En la misma carta, el padre Juan Pablo denuncia irregularidades y cuestiona directamente el encubrimiento institucional:

“¿Hay espíritu de cuerpo para ocultar la información?

¿Desde la institucionalidad se está protegiendo deliberadamente al violador? El enviarle a Colombia, ¿es para ayudarle a escapar de la justicia?”, dice la denuncia del Padre Juan Pablo.

El Tribunal concluyó validando la versión de L. Carrera, según la cual Julián actuaba por “celos” al tener supuestamente una relación sentimental. Este fallo no sólo eximió a Carrera del delito de violencia sexual, sino que también dejó impunes a otros sacerdotes implicados en las reuniones sexuales grupales organizadas en la rectoría de la parroquia y en otros lugares. En vez de ser sancionados, los involucrados fueron reasignados a parroquias económicamente prósperas en Quito, perpetuando la impunidad en la Iglesia.

  1. Carrera fue suspendido, pero no por haber abusado sexualmente de Julián, sino por, supuestamente, ser su pareja sentimental y haber fallado el deber del celibato. Se desconoce si esta suspensión fue total o parcial, pero hasta la fecha no se le ha encomendado ningún encargo pastoral, es decir, no está a cargo de ninguna parroquia en el país. Sin embargo, pese a la suspensión, L. Carrera fue contratado como docente por las religiosas del colegio San Francisco de las Llagas en Quito. Además, forma parte de la Comisión Pastoral, es decir, es el encargado de coordinar y realizar retiros espirituales y convivencias para las y los estudiantes, lo que pone a las y los estudiantes en un altísimo riesgo.

Según fuentes internas de la Iglesia, L. Carrera mantiene cercanía con quien fuera una de las máximas autoridades de la Iglesia que formó parte del Tribunal Eclesiástico que conoció el caso de Julián, lo cual, a decir de la fuente, refuerza la percepción de una “red de protección al abuso dentro de la jerarquía eclesiástica”.

Sobre esto, enviamos una carta a las tres autoridades de la Iglesia Católica:  Monseñor Alfredo Espinoza Mateus, Arzobispo de Quito y Primado del Ecuador; Fausto Trávez, Arzobispo Emérito de Quito; Andrés Carrascosa, Nuncio Apostólico del Ecuador solicitando información y su versión sobre el tratamiento que se dio a este y otros once casos de violencia y abuso sexual denunciados contra sacerdotes. El Arzobispo de Quito, monseñor Alfredo Espinoza, recibió personalmente nuestro pedido de información en la Arquidiócesis de Quito. Sin embargo, sus palabras fueron: “Yo recibo, pero no estoy obligado a contestarles a ustedes. Yo respondo ante Roma, ya lo estamos haciendo, y yo respondo ante Roma”.

Hasta el cierre de esta crónica, ninguna de las autoridades a quienes se les solicitó su versión han contestado nuestro pedido de información.

 

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La ley paralela que encubre el abuso

Julián nunca presentó una denuncia formal en la Fiscalía, no solo por temor a las amenazas de muerte que recibió, sino también por la vergüenza y el dolor que le generaban los hechos. Además, fue agredido físicamente en varias ocasiones por sus victimarios, quienes buscaban forzar su silencio.

A esto se sumó, el amedrentamiento a su madre. Julián contó a varios sacerdotes que un presbítero, hoy Obispo, entregó dinero a su madre, para lograr su silencio. Esta acción no solo fracturó su relación familiar, sino que agravó su sufrimiento. La madre de Julián es una persona humilde y de escasos recursos que trabajaba como empleada doméstica en otra parroquia y era comadre del presbítero L. Carrera.

Estas experiencias sumieron a Julián en una profunda depresión, acompañada de conductas suicidas. En uno de sus intentos autolíticos, trató de lanzarse desde el Puente del Río Chiche, al nororiente de Quito. Fue rescatado por una persona cercana que conocía su historia.

Un grupo de laicos, conmovidos por su situación, le ofreció apoyo emocional, compañía, protección e incluso trabajo. Sin embargo, pese a estos esfuerzos, Julián nunca acudió a la justicia ordinaria.

Aunque según el Derecho Canónico, un sacerdote válidamente ordenado conserva para siempre su «carácter» sacerdotal, Julián ya no se identifica como ministro de la Iglesia. Nunca solicitó formalmente su dispensa del estado clerical y aunque aún no logra superar el trauma que todo esto le causó, ha construido una nueva vida. Es padre de una niña y vive en una parroquia rural de Quito, alejado de la Iglesia Católica y de su  impunidad sagrada.

Este caso evidencia un patrón estructural de complicidad en la Iglesia Católica, donde los mecanismos internos, en lugar de proteger a las víctimas, sirven para encubrir a los agresores y posibles delitos que se silencian y no son denunciados para que la justicia ordinaria los juzgue.  La persistencia de los implicados en roles de influencia y la falta de transparencia en los procesos judiciales eclesiásticos plantean serias preguntas sobre la capacidad de la Iglesia a la hora de ejercer una justicia paralela a las leyes ordinarias, dejando a las víctimas fuera de toda posibilidad de obtener justicia y reparación.

 

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“El juez es el obispo”

El Código de Derecho Canónico​ es el conjunto ordenado de normas jurídicas que regulan la organización de la Iglesia Católica, la jerarquía de gobierno, los derechos y obligaciones de los fieles, los sacramentos y las sanciones que se establecen por la contravención de esas normas. Este Código está vigente desde 1983 y fue promulgado por el papa Juan Pablo II.

El Código de Derecho Canónico tiene siete libros, el libro Sexto establece las sanciones en la Iglesia, mientras que el Libro Séptimo establece los procesos. En 2021, el Papa Francisco incluyó el abuso sexual como un “delito contra la dignidad humana”, reconociendo que este crimen puede ser cometido por sacerdotes y laicos religiosos en posiciones de poder en el que sus víctimas pueden ser tanto adultos como niños. Así, en el Código Título V De los delitos contra obligaciones especiales, Can. 1395- § 3 establece:

 “Sea castigado con la misma pena de la que trata el § 2 el clérigo que, con violencia, amenazas o abuso de su autoridad, comete un delito contra el sexto mandamiento del Decálogo u obliga a alguien a realizar o sufrir actos sexuales”

Según la BBC, “La Constitución Apostólica Pascite gregem dei (Apacentad la grey de Dios), que autoriza los cambios, es el primer texto penal católico que amplía la definición de abuso sexual, al reconocer explícitamente que los adultos, y no solo los niños, pueden ser víctimas de sacerdotes y laicos en posiciones de poder.”

La violencia sexual que vivió Julián por parte de L. Carrera ocurrió en 2017 y el Tribunal Eclesial lo juzgó en 2018, cuando aún estas reformas no habían sido incluidas en el Código de Derecho Canónico. Sin embargo, las autoridades que conocieron la denuncia de Julián, actuaron contrarios a la propia ley interna vigente de la Iglesia, en aquellos años.

Para nuestra fuente, experto en leyes que rigen la Iglesia: “Hoy, el Obispo está obligado a denunciar un delito de abuso sexual, no es que él decide si hacerlo o no. En cuánto a la prescipción del delito de abuso sexual se otorgó un mayor plazo para que prescriba el delito en el ámbito canónico de 10 a 20 años y eso a partir de que la víctima cumpla 18 años de edad, desde ahí corre el plazo.”

Si bien estas reformas han sido consideradas como un avance por expertos eclesiales, sus críticos se preguntan si las mismas serán suficientes para lograr un cambio en la cultura del secretismo y el encubrimiento en la estructura católica. Lo cierto es que la Iglesia sigue sin recurrir a las autoridades civiles, es decir, a la justicia ordinaria, para investigar y sancionar los delitos, lo cual muestra que la ley paralela de la Iglesia sirve para encubrir delitos y silenciar a las víctimas.

La respuesta del nuncio Carrascosa al Padre Juan Pablo expone una barrera autoimpuesta dentro de la Iglesia Católica para abordar acciones y omisiones, incluso aquellas prohibidas por la ley y que deben ser sancionadas a través de la justicia ordinaria. Limitar la gestión de denuncias y la evaluación de evidencias exclusivamente a los obispos locales parece tener como objetivo restringir el inicio de investigaciones penales objetivas y completas, impidiendo la reparación integral a las víctimas. ¿Qué sucede cuando el agresor es el propio obispo o el agresor cuenta con el respaldo de éste o de sus superiores? En tales casos, es probable que los delitos sean desestimados, y que ni la Iglesia ni la justicia ordinaria logren sancionarlos.

Tratar estos delitos únicamente en el ámbito interno eclesiástico, en una institución que históricamente ha demostrado serias dificultades para gestionar denuncias, especialmente de abusos sexuales, de manera transparente y justa, perpetúa la impunidad y profundiza el dolor y el sufrimiento de las víctimas y sus familias.

 

Entrevista con sacerdote conocedor de las leyes de la Iglesia

El sacerdote entrevistado es un abogado canónico calificado, experto en derechos y obligaciones eclesiales que conoce toda regulación jurídica concerniente a la Iglesia Católica, pidió no ser identificado a fin de precautelar su integridad.

¿Cómo debía actuar el Nuncio Carrascosa frente a la denuncia realizada por el Padre Juan Pablo y la negativa del arzobispo Trávez de no juzgar este crimen  según los preceptos internos de la Iglesia?

 “Ante la negligencia culposa del entonces arzobispo de Quito Fausto Trávez, al nuncio Carrascosa le cumplía actuar en derecho, investigando la omisión (delito) de Trávez e intimándolo a investigar tal delito como lo preceptúa el c. 1717 del vigente Código de Derecho Canónico, elevando la causa al Dicasterio del Clero, pues había un denunciante, el Padre Juan Pablo, que le ofrecía todas las pruebas y la misma víctima confesa, el Padre Julián, que se atrevió a hablar y, esto no contó en absoluto para el legado del Romano Pontífice. El Discaterio del Clero es una institución religiosa que trata todo lo relacionado con presbíteros y diáconos que no pertenecen a una orden religiosa y de los seminarios.

¿Qué sucede con los delitos sexuales clericales que son denunciados al interno de la Iglesia Católica, pueden ser denunciados o no a la justicia ordinaria?

“Ante el crimen, no cabe vacilación, o se denuncia o se es cómplice. El mismo Derecho Canónico manda que ante una noticia verosímil de un crimen, el ordinario debe investigar y, nuestra legislación ecuatoriana en el artículo 421 del Código Orgánico Integral Penal, permite que quien conoce la comisión de un delito pueda denunciar ante la Fiscalía. No se necesita autorización ni beneplácito de ninguna autoridad y no es pasar por encima de ella, al denunciar tal atroz crimen, sino estar en sintonía con voluntad de Dios, empatía y condescendencia con la víctima en línea con la justicia de Cristo: `lo que hagan a uno de estos pequeños a mí me lo hacen` (Mateo, 25, 40).”

 

*Julián y Juan Pablo son nombres protegidos para precautelar la identidad de la víctima y la persona denunciante.

 

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 ¿Por qué la Iglesia Católica ecuatoriana guarda silencio

y encubre el abuso sexual y la pederastia?

 

Columna de opinión

Por: Sybel Martínez

La Iglesia Católica en Ecuador se enfrenta a uno de sus momentos más oscuros, convertida en refugio e imán de abusadores sexuales y pederastas. Factores como el celibato, el secretismo, el enclaustramiento, la protección a ultranza de sus miembros, así como la fata de castigo, agravados por la falta de supervisión en espacios religiosos, han permitido que delitos como el abuso sexual a menores de edad, la trata con fines de explotación sexual o las violaciones grupales prosperen con total impunidad.

La Iglesia se vale del temor reverencial de los feligreses, de los sentimientos de culpa al creer que provocaron el abuso y de la vergüenza que acompaña lo vivido para fomentar el silencio y la impunidad. Su respuesta habitual ha sido ocultar estos actos atroces, culpabilizar, perseguir y persuadir a las víctimas para que guarden silencio y luego abandonarlas a su suerte.

Y aunque el celibato no es la única causa de estos crímenes, su imposición fomenta relaciones clandestinas y ambientes propicios para el abuso con su consecuente ocultamiento y encubrimiento. También y tal como lo expone Enrique Echebúra en su artículo “Abusos Sexuales en el Clero: Una Mirada al Abusador”, el celibato facilita la formación de individuos dóciles, carentes de asertividad, sumisos hasta el punto del servilismo, fácilmente controlables y poco aptos para tomar decisiones autónomas o asumir riesgos. Lo cierto es que una formación excesivamente religiosa reprime y también puede dar pie a todo tipo de excesos y agresiones. 

Pero más allá del celibato, es crucial analizar las causas estructurales que perpetúan el abuso sexual clerical dentro de la Iglesia Católica. Este fenómeno, tal como lo expone Juan José Tamayo en su artículo “El perverso juego de la pederastia”, tiene su origen en factores como la exaltación de una masculinidad dominante revestida de sacralidad, el poder absoluto atribuido a los hombres consagrados sobre las almas y las conciencias, y el poder fálico sagrado que legitima el control sobre los cuerpos. Todo ello se inscribe en un sistema profundamente patriarcal en el que se sustenta el aparato eclesiástico y su forma organizativa.

En marzo de 2024, el suicidio de Ricardo en la Asamblea Nacional, una víctima de abuso sexual clerical, puso nuevamente en la mesa del debate esta oscura realidad, motivando el compromiso de crear una Comisión en la Asamblea Nacional para investigar su muerte y estos graves flagelos. La mayoría de ecuatorianos está de acuerdo en crearla y en que se investigue los abusos sexuales al interior de la Iglesia Católica. En una encuesta realizada por IMASEN del Ecuador S.A entre el 12 y 17 de septiembre 2024, el 82,2% de los encuestados cree que se debería conformar una comisión que investigue los delitos de pedofilia dentro de la Iglesia Católica, por otra parte el 52,2% de los encuestados considera que la Iglesia no ha tomado medidas suficientes para prevenir y abordar la violencia sexual cometida por un sacerdote o pastor. Finalmente,el 86,6% está de acuerdo con que el Estado investigue a la Iglesia por delitos de violencia sexual cometidos por sacerdotes y pastores en contra de niños niñas y adolescentes. Sin embargo, los compromisos asumidos por las autoridades han quedado en el olvido, y los cálculos políticos parecen pesar más que la dignidad de las víctimas.

En paralelo, el colectivo Solidaridad en Misión, compuesto por sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos católicos, ha tomado la valiente iniciativa de denunciar estas atrocidades. Este grupo ha documentado decenas de casos que exponen una estructura protegida por la jerarquía eclesial. En varias cartas públicas enviadas a las autoridades de la Iglesia han descrito caso por caso la violencia, el abuso y los delitos cometidos por religiosos. Por ello, enfrentan amenazas hasta de muerte, mientras exigen que estos delitos sean investigados y juzgados por la justicia ordinaria y no mediante procesos internos en la Iglesia que perpetúan la impunidad.

Como ya lo han dicho varias víctimas de abuso sexual clerical en el mundo, tanto delito repetido por los miembros de una institución solo admite una lectura, la Iglesia es una organización que parece estar por encima de las estructuras del Estado de derecho. Varias denuncias realizadas, muestran que al interior de la Iglesia se perpetran, con total impunidad, delitos muy graves conectados entre sí con la misma fuerza con la que se los encubre, oculta y silencia.

Y aunque la Conferencia Episcopal luego de tantas denuncias ha emitido comunicados ambiguos prometiendo colaboración con las autoridades estatales, en la práctica ha buscado por todos los medios posibles respaldo político, institucional y social, y lo ha encontrado. El 6 de diciembre de 2024, por los 490 años de la Fundación de la ciudad de Quito, el Distrito Metropolitano de Quito condecoró con el “Gran Collar de San Francisco de Quito” -la más alta distinción que puede dar la ciudad- al Congreso Eucarístico Internacional 2024, es decir a la Iglesia Católica. El reconocimiento fue entregado por el presidente de la República del Ecuador, Daniel Noboa, a una de las autoridades de la Iglesia observadas por encubrir y buscar el silencio de las víctimas. Pero si esto fuera poco, el 23 de diciembre de 2024, la Fiscalía General del Estado y la Conferencia Episcopal Ecuatoriana suscribieron un convenio interinstitucional “cuyo fin es erradicar todo tipo de violencia”. Llama la atención que la Fiscalía, cuya función principal es impulsar la acción penal pública, haya optado por firmar un convenio de prevención de la violencia con una institución que, de acuerdo con las denuncias presentadas, debería ser objeto de investigación por su presunto rol en el encubrimiento de delitos sexuales.

Lo cierto es que la sociedad ecuatoriana enfrenta un dilema fundamental frente a los delitos sexuales clericales: aceptar que las sotanas sigan siendo una patente de corso para cometer todo tipo de delitos o exigir que estos crímenes sean juzgados con todo el rigor de nuestro ordenamiento jurídico penal vigente. Sin un cambio profundo, lo que está en juego no es solo justicia y reparación para las víctimas, sino la propia credibilidad de la Iglesia como institución y el liderazgo de sus autoridades que por siglos han operado bajo un poder casi divino, sin rendir cuentas, desafiando el estado laico y obstruyendo  la justicia ordinaria.