EDITORIAL

Imaginemos a cuatro niños

 

 

Por Ana María Acosta @yakuana

Publicado 08 de enero de 2024

 

 

 

Imaginemos algo cruel.

Imaginemos que cuatro niños son detenidos, golpeados, desaparecidos por militares.

Imaginemos que uno de los niños no puede llamar a su mamá y alertar que unos militares los detuvieron, los golpearon y los dejaron desnudos en la noche. 

Imaginemos que el papá no  avisa a la Policía, porque el miedo y la desconfianza están incrustados en su piel negra. 

Imaginemos que el video donde militares suben a dos niños a una camioneta es ocultado y nadie lo mira jamás.

Imaginemos que ninguna organización de derechos humanos ayuda a las familias y que ningún abogado camina los tribunales y los barrios en busca de justicia. 

Imaginemos que tres familias humildes lloran en silencio la desaparición de sus hijos, en sus casas de caña y zinc, en un barrio empobrecido, sin servicios básicos; un lugar de nadie, apenas un punto rojo del mapa de una falsa guerra.

Imaginemos que cuatro niños no regresan a la cancha a jugar fútbol, ni a su escuela, y apenas un susurro tímido se pregunta dónde están. 

Imaginemos que cuatro niños no vuelven a la iglesia y nadie convoca rezos ni oraciones por sus vidas.

Imaginemos que no hay jueces determinando su desaparición y no se destina un solo policía para buscarlos.

Imaginemos que no hay un solo noticiero que entrevista a los padres, que no hay noticias, comunicados o videos que digan sus nombres y que muestren sus rostros.

Imaginemos que ni la Asamblea ni la ONU ni Unicef ni nadie se entera de lo que pasó.

Imaginemos que el terror cierra las puertas y rompe los tejidos de solidaridad; que nadie habla con nadie, que nadie convoca a  encuentros o plantones; que las voces se tragan, los muros se elevan y las calles se apagan. 

Imaginemos que sus pequeños cuerpos torturados e incinerados se pudren en el lodo en medio de la nada, sin entierro, sin arrullos afrodescendientes, sin cantos, sin adiós; en el cruel e impune lodo. 

Imaginemos que los militares que los detuvieron y desaparecieron, y que las autoridades que ordenaron la guerra interna y la fuerza sin sentido no ofrecen disculpas y siguen comandando sus políticas de muerte contra los más empobrecidos, desde sus salones protegidos, sus cenas saciadoras y durmiendo sus noches con la comodidad del poder por la fuerza. 

Imaginemos la distopía. Imaginemos lo peor. Imaginemos, para ahí, en medio de la más radical crueldad de lo que significa la muerte de cuatro niños, intentemos hallar los halos de esperanza que nos permitan dibujar utopías posibles.

La esperanza de un padre, una madre, una familia que no guardaron silencio, a pesar de que sus voces, de barrios abandonados y pieles racializadas, pocas veces son escuchadas. 

La esperanza de una jueza que cumplió su labor y que con su sentencia permitió hacer un mínimo de justicia para volver a creer en ella. 

La esperanza de organizaciones de derechos humanos, y las redes de defensores y defensoras de derechos que sostienen un compromiso con la vida, aunque cada día reciban ataques despiadados desde el poder y sus trolls. 

La esperanza de una comunidad que en medio de fiestas y feriados hipnotizantes empezó un pequeño susurro, que fue creciendo hasta hacerse un grito de indignación que logró retumbar y remover los silencios de la monstruosidad de un crimen de Estado.

La esperanza de una policía y justicia especializada en desapariciones que no esperó, que buscó y encontró los pequeños cuerpos, para que su familia pueda despedirlos como niños, como ángeles, con arrullos y amor. 

La esperanza de que cada persona, por más pequeña acción que parezca, no se canse de repetir los nombres: Ismael, Josué, Nehemías, Steven; Ismael, Josué, Nehemías y Steven. 

Sostener la esperanza por ellos y por los que no han podido ser nombrados, aquellos que la Fiscalía guarda dentro carpetas frías en expedientes sin mucha atención: 9 casos de desaparición forzada; 15 denuncias por ejecuciones extrajudiciales; 145 investigaciones por extralimitación de la fuerza; 80 casos de tortura ejercida por personal de la Fuerza Pública.

Algunos de sus nombres los han compartido organizaciones de derechos humanos, otras por activistas que viven en las ciudades de más estados de excepción y más abuso de poder: Dave Loor Roca, Juan Daniel Santillán, Neivi Mina Quiñonez, Ariel Cheme, Carlos Javier Vega, Sarita Murillo, Jairo Damián Tapia, Justin Elián Álvarez, Dalton Ruiz, Oswaldo Morales…

Estos son solo algunos nombres de personas desaparecidas o ejecutadas por miembros de la Fuerza Pública desde que inició el “conflicto armado interno” de Daniel Noboa, en enero de 2024, aquel que se anunció como respuesta a la radicalización de la violencia y el miedo, y que en vez de solucionarla, instaló una política autoritaria con graves violaciones a derechos humanos. En aquel momento, el miedo movilizó tropas y el terroir justificó que militares, con preparación para la guerra con un enemigo externo, salgan a las calles a detener jóvenes empobrecidos.

Hoy, la desaparición y posterior hallazgo de los cuatro niños ejecutados nos llama a movilizarnos por la esperanza y en contra de la guerra. Es un llamado para imaginar algo distinto a lo que el poder autoritario quiere convencernos que solo hay un callejón sin salida. Que los nombres de los 4 niños nos convoquen a imaginar justicias, caminos y alternativas a la crueldad.