La historia se escribe en plural

 

 

Publicado 18 de noviembre 2021

 

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Las personas que nos juntamos en este especial para compartir historias, sensaciones, percepciones, sabidurías y experiencias de bienestar y salud somos muy diversas. Nos identificamos como mujeres afroecuatorianas, negras, runas, indígenas, montuvias y mestizas. Nos consideramos valientes, guerreras, éticas, luchadoras, feministas, sencillas, sensibles, espontáneas, fuertes, seguras, decididas, humildes, responsables, honestas, trabajadoras, objetivas, positivas;   llenas de sueños y sonrisas.  Algunas somos tímidas; otras, muy sociables. Hablamos castellano, kichwa y shuar. Muchas nos desenvolvemos en dos de estos idiomas. Las más jóvenes tenemos 19 años; las mayores, 71, y cada década de entre estos dos extremos está representada por al menos una de nosotras. Somos lideresas, estudiantes, cabezas y trabajadoras del hogar, políticas, comunicadoras, defensoras de derechos, poetas, escritoras, cineastas, profesoras, educadoras populares, docentes universitarias, emprendedoras, fotógrafas, bordadoras, investigadoras, cosmetólogas, acupunturistas, podólogas, abogadas, enfermeras, parteras, curanderas.  Somos madres, hermanas, vecinas, amigas, tías, abuelas, hijas, compañeras. Todas somos ecuatorianas, pero nuestras comunidades de origen y nuestras trayectorias son muy distintas. 

 

Experiencias de migración

Algunas llegamos a Quito con nuestras madres y padres, quienes migraron desde otros lugares de Ecuador, muchas veces empujados por la falta de recursos y acceso a necesidades básicas en sus comunidades, como nutrición, salud y educación. Otras, en cambio, ya nacimos en la capital, donde también enfrentamos muchas dificultades.

“Yo llegué a Quito a los tres años con mi mamá. Siempre estuvimos juntas. Ella trabajó muchísimo para poder salir adelante y siempre, en todos sus trabajos, mi mami estaba conmigo”.

Helen, 53 años, pura sonrisa 

“Yo nací en Quito, pero mi mamá es del Carchi. Ella se siente como arbolito arrancado que, por la vida, tuvo que venir a vivir en la ciudad”.

Paula, 27 años

“Aunque hayas nacido en Quito y seas afro-quiteña, aquí vives con todo el estigma social. Aquí sientes que eres negra. Eso no pasa en las comunidades porque estás con tu gente, todo el mundo es igual, nadie te está reclamando por ser afrodescendiente. Allá no te encuentras como aquí, siendo parte de una ciudad en la que has nacido pero que relega un espacio marginal para ti. Es muy fuerte vivir en un espacio del que eres parte, pero a la vez eres rechazada. Es una forma de desarraigo constante. Convives con eso todo el tiempo”. 

 

Jaqueline Gallegos

“Yo soy de Quito y he vivido toda mi vida acá, pero mi mamá es de una comunidad indígena de Imbabura. Hemos pasado tanto allá que no se siente un lugar extraño. Aquí se siente un poco más extraño porque casi no conozco a nadie, pero allá es más familiar. Yo siempre he intentado balancear ambas culturas y no quedarme loca en el intento de decir: ‘Soy indígena entonces no me voy a mezclar con nada más’. No por ser runa voy a despreciar la cultura mestiza. Pienso que es mejor saber adaptarme a los dos mundos y ser parte de los dos, pero ese es un reto grande de ser indígena en la ciudad”. 

Tamia Guamán, 22 años, mujer del pueblo Otavalo

“Yo soy nacida en Quito, pero mis papás vinieron por el trabajo, porque en el campo era muy complicada la vida. Ellos tenían muchos sueños, muchas metas, muchos anhelos que cumplir, y lo tuvieron que hacer aquí, en la capital”.

Nathy Khipo, 26 años, mujer indígena Puruhá

 

Algunas vinimos solas, todavía siendo niñas, para trabajar en casas de extraños que no siempre nos trataron bien.  A pesar de los años que han transcurrido, recordamos con claridad el miedo y la confusión que sentimos cuando salimos de nuestros hogares, y cuánto luchamos para poder salir adelante.

“Nací cerca de Loja. Ahí estudié hasta quinto grado, pero mi mamá no pudo seguir pagando la escuela. Un día menos pensado, mi mamá nos cambió de ropa a mi hermana y a mí, nos puso zapatos y salimos. En eso, paró una camioneta. El hermano de mi mamita estaba ahí y nos dice: ‘A ver mijitas, pídanle la bendición a su mamá’.  Le pedimos la bendición. Mi hermanita y yo nos subieron al balde de esa camioneta y nos llevaron a trabajar a cada una a una casa diferente.  No sabíamos qué iba a pasar con nosotras. En ese entonces nos daban a las muchachitas así, como regaladitas”. 

 

Linda Mariana, 71 años, mujer valiente

“Cuando tuve quince o dieciséis años, mi padre decidió sacarme de la ciudad donde nací y mandarme fuera de mi lugar para ayudar a otra familia que necesitaba alguien para cuidar niños en Quito. Yo no conocía a nadie y estaba en un lugar que yo no había conocido nunca.  Me sentía un poco nerviosa y un poco sola, pero al mismo tiempo, como buena adolescente, yo siempre estaba pensando en grande. Uno a esa edad quiere saber de todo, probar de todo, y no tiene posibilidad de saber qué es lo que no sabe, entonces para mí era como tener el cielo en mis manos. En realidad, fue muy difícil salir adelante, pero fui subiendo cada escala de a poco”.

 

Anónimo

“Yo nací y crecí en Otavalo en una familia muy pobre. Teníamos muy poco para comer, a veces agua con alguna cosa y nada más. Cuando terminé la escuela, mi papá me dijo que ya no podía pagarme el colegio y me pidió que trabaje para aportar en la casa, por eso tuve que ir a Quito a trabajar. Yo lloré y le dije que tenía muchos sueños y que quería estudiar. Él me respondió: ‘¡Eres mujer, no necesitas estudiar más, no hay para pagar tus estudios, además, algún rato te has de casar!’. Pero yo decidí estudiar, yo decidí salir adelante a pesar de todo. Por eso, ser mujer indígena significa lucha, lucha constante en todos los sentidos. Abrir camino en medio de tantos obstáculos y poder surgir no ha sido nada fácil”.

Margarita, 49 años, mujer guerrera Kichwa Otavalo

Algunas migramos para cumplir nuestro sueño de estudiar la secundaria o la universidad. A pesar de que nos habíamos esforzado mucho por alcanzar este objetivo y estábamos muy emocionadas de haberlo logrado, no siempre se nos hizo fácil despedirnos de todo lo que conocíamos y empezar una nueva vida solas en la capital. Poco a poco, nos fuimos acostumbrando y aprendimos a querer ambos lugares.

“Yo vine a Quito para estudiar la universidad. Mi mamá y mi papá vinieron a dejarme aquí, y cuando cogieron el bus de regreso a nuestra ciudad sentí  que el corazón se me hacía como una pasita arrugadita, arrugadita y chiquitita. Es muy duro acostumbrarte a vivir una soledad que solamente tú entiendes. Abres la puerta y no tienes a nadie. De repente ya no estaban mis sobrinos diciéndome: ‘Hola, tía’. No estaba mi mamá preguntándome si ya comí. Hacíamos videollamada con mi familia y  los veía a ellos comiendo juntos y yo en la mesa, con el teléfono, sola. Era una cosa, horrible. Ponía cualquier cosa en la computadora o en la televisión para escuchar voces y olvidarme de que no tenía a nadie, eso es lo que me ayudó a sobrellevar esa soledad”.

Gennesis Almeida

Mujer mestiza, sencilla, sensible, espontánea y muy sociable

“Había demasiado machismo donde yo nací. Yo veía que las mujeres vivían mucha violencia doméstica por el hecho de tener que depender de un varón por no tener cómo trabajar para poder sacar a sus hijos adelante. Entonces, yo siempre supe que quería estudiar para poder trabajar y no tener que depender de nadie, pero había esa idea de que solo los hombres deben estudiar, y que nosotras las mujeres no servimos para eso.  Me acuerdo de que mis padres me decían: ‘Tú solo sirves para la cocina, para las ollas’. Eso fue lo que me dio fuerzas para irme por mí misma a otro lugar. Por eso, a los 12 años, emprendí viaje y llegué a la capital.  Esta ciudad me ha dado todo en todo sentido. Yo vine de niña sola a trabajar, a luchar y a salir adelante. He tenido que trabajar duro, no ha sido fácil, pero estoy agradecida por las oportunidades que me ha dado Quito”.

Mercy Sigcho, 44 años, mujer de la ruralidad

“Yo nací en una comunidad de 300 personas en la región amazónica y migré a Quito para estudiar en la universidad. Vine solita en bus, con mi maleta y mi mochila.  Siempre en libros de historia nos enseñaban la foto de la montaña de Quito, el Panecillo, y siempre me llamaba la atención. Fue tan lindo por fin verle así, en la vida real.

Al principio me sentí muy sola. Yo decía: ‘Esta ciudad me va a comer’. Cada viernes corría a mi casa. Llegaba el domingo y ya no quería regresar. Mi mamá me decía: ‘Yanua ya tienes que irte, es tarde, ¿a qué horas vas a llegar?, mañana tienes trabajo temprano’. Y yo: ‘Ya me voy a ir, déjame dormir cinco minutos’, y era excusa para no tener que irme.

 

Yanua Vargas, 28 años, cineasta Shuar, orgullosa de sus raíces

“Yo llegué a Quito en abril de 2019. Traje una cajita donde llevaba todos mis recuerdos: mis fotos, mis cartas, todas esas cosas que eran importantes para mí, algunas desde mi infancia.  Cada vez que me sentía sola o que me hacía falta el ambiente y la gente de mi ciudad, abría mi cajita y veía todo lo que tenía ahí. Trataba de hacerlo muy pocas veces para que no me diera tanta nostalgia”. 

 

María Belén, 20 años, persona ética y feminista

“Al principio, cuando iba de visita a mi tierra y ya era hora de regresar a Quito, yo lloraba. Mi mamá me abrazaba y yo lloraba. Pero después eso fue cambiando. Soy muy cercana a mi familia y los extraño siempre, pero ya me hice a la idea de que mi vida está aquí y también está allá. Tengo mi corazón repartido”.  

 

Valeria Vega, 24 años, mujer afroecuatoriana  

“Al inicio es difícil, pero me he encontrado con personas que me han hecho también sentir bien, como que pertenezco. Cuando tienes a las personas correctas al lado, te ayuda mucho, y aprendes a querer tu nuevo lugar”.

 

Jessica Prado  

“Tengo una relación de amor-odio con Quito, pero ahora creo que es un poco más de amor que de odio”. 

Sara Fuentes, 23 años 

“Yo era niña y había mucha violencia en mi casa, entonces me escapé. Estaba cerca de la terminal terrestre y escuché decir al controlador del bus: ‘A Quito, a Quito’ y me subí. Yo no había viajado ni siquiera cerca de por ahí, pero ya no podía aguantar tanta violencia, entonces simplemente me subí. No tenía para el pasaje, no tenía ropa para cambiarme, solo lo que estaba puesta y nada más”.

Anónimo

“Yo era niña y había mucha violencia en mi casa, entonces me escapé. Estaba cerca de la terminal terrestre y escuché decir al controlador del bus: ‘A Quito, a Quito’ y me subí. Yo no había viajado ni siquiera cerca de por ahí, pero ya no podía aguantar tanta violencia, entonces simplemente me subí. No tenía para el pasaje, no tenía ropa para cambiarme, solo lo que estaba puesta y nada más”.

Anónimo

“Vine porque me separé de mi esposo. Me perseguía para matarme”.

Anónimo

“Yo vine para poder salir del círculo de violencia en el que vivía con mi expareja. Él me vivía ordenando, me vivía mandando. A veces, uno tiene miedo a salir. Se siente un temor que te hace preguntarte: ‘Si me voy, ¿cómo voy a vivir? ¿Dónde voy a estar? ¿De qué voy a comer? ¿Qué voy a hacer? ¿Cómo voy a mantener a mis hijos?’.

 Uno quiere salir, pero el miedo a veces te detiene. Pero llega un punto en el que las cosas en la casa se ponen tan mal que uno dice: “Ya no voy a vivir así, sumisa, no voy a morir así, no puedo morir así’. Fue entonces cuando dije: ‘Tengo que levantarme y decir que no. Tengo que vivir, aunque sea comiendo tierra, aunque sea vistiéndome de mil colores, pero voy a salir, de hoy en adelante, voy a salir’”.

Anónimo

Muchas vinimos también para escapar de la violencia que vivíamos en casa; a veces por parte de familiares; otras, de parejas o maridos. 

 

“Yo era niña y había mucha violencia en mi casa, entonces me escapé. Estaba cerca de la terminal terrestre y escuché decir al controlador del bus: ‘A Quito, a Quito’ y me subí. Yo no había viajado ni siquiera cerca de por ahí, pero ya no podía aguantar tanta violencia, entonces simplemente me subí. No tenía para el pasaje, no tenía ropa para cambiarme, solo lo que estaba puesta y nada más”.

Anónimo

“Vine porque me separé de mi esposo. Me perseguía para matarme”.

Anónimo

“Yo vine para poder salir del círculo de violencia en el que vivía con mi expareja. Él me vivía ordenando, me vivía mandando. A veces, uno tiene miedo a salir. Se siente un temor que te hace preguntarte: ‘Si me voy, ¿cómo voy a vivir? ¿Dónde voy a estar? ¿De qué voy a comer? ¿Qué voy a hacer? ¿Cómo voy a mantener a mis hijos?’.

Uno quiere salir, pero el miedo a veces te detiene. Pero llega un punto en el que las cosas en la casa se ponen tan mal que uno dice: “Ya no voy a vivir así, sumisa, no voy a morir así, no puedo morir así’. Fue entonces cuando dije: ‘Tengo que levantarme y decir que no. Tengo que vivir, aunque sea comiendo tierra, aunque sea vistiéndome de mil colores, pero voy a salir, de hoy en adelante, voy a salir’”.

Anónimo

 

Bienestar al alcance

 

Desde estas distintas experiencias, nos juntamos para explorar qué significa para nosotras el bienestar, y dónde lo encontramos. Si bien reconocemos que, en el modelo de sociedad actual, es indispensable tener suficientes recursos económicos para poder sobrevivir y llevar una vida plena, notamos que el bienestar no solo se encuentra en el crecmiento económico (link al primer artículo).  También lo hallamos en sensaciones sutiles que no se experimentan solo con la mente, sino también con el cuerpo y los sentidos. Por ejemplo, lo encontramos en el olor a la mañana, a humedad y a tierra mojada. Lo hallamos en la naturaleza; en las montañas; en el maíz; en el pasto verde; en los tomates que sembramos; en nuestras gallinas; en los pajonales; en las formas de las nubes; en el cantar de los pájaros; y en el sabor a café, a mortiño, a capulí y a guayaba. Encontramos bienestar en el sonido del río y del viento entre los árboles. Para otras, el bienestar está en la música, en la danza, en una caminata o en un abrazo.  Muchas veces, estas sensaciones nos conectan con nuestros recuerdos, familiares, comunidades y territorios.

“El bienestar para mí es estar bien en todos los aspectos. Obviamente, esto  incluye el aspecto económico, que es una de las partes que más nos afecta a diario a las mujeres negras, y yo no soy la excepción. Esta dificultad es todavía más fuerte cuando somos cabeza de hogar y  no tenemos un trabajo fijo o bien remunerado. En esos casos, no podemos estar bien porque, a todos los demás problemas o inconvenientes, se suma el económico. Pero creo que estar fuera de Quito, en contacto con la naturaleza, el río, los pájaros, con mi familia en paz, son cosas que me  generan bienestar. Otro de los momentos en los que me siento sana y en paz es cuando estoy en mi casa escuchando música instrumental, con mis hijos reflexionando que, a pesar de todo, la vida es hermosa”.

Karina Gallegos, mujer afroquiteña

Madre, cabeza de hogar, defensora de los derechos humanos y de las mujeres

El bienestar no es algo que tenemos que buscar porque no es estático. Es como una maleta porque siempre viaja con nosotros. Siempre está dentro nuestro, tal vez por eso al principio no lo vemos, pero si lo buscamos un poquito, lo podemos encontrar. Es como una mochila llena de recuerdos, llena de aprendizaje, llena de los momentos buenos y de los malos que están ahí, que existen, y que son necesarios para poder seguir avanzando”.

Dánely, 20 años, mujer montuvia

“A mí me encanta la danza, a veces siento como que el cuerpo me lleva, es tan lindo, me ponen la canción y es como que el cuerpo me sigue. Es una energía muy rica, no sé, te llena aquí (el corazón) y todo el cuerpo te vibra. Es pura alegría, es sensibilidad, eso para mí es bienestar”.

Tatiana Guamán, 32 años, mujer Kichwa Puruwá

“Tengo tomates de árbol, babaco, espinaca, maíz, higos; tengo unas violetas; tengo helechos; tengo cartuchos; tengo rosas; tengo un anturio que está recién floreciendo; tengo romero, babacos, perejil, cebolla. Tengo una preciosa gallina que parece reina y dos conejos que me sacan de quicio porque yo sembré aquí adelante unas matitas de muchas plantitas y ellas vienen de noche, se salen de la jaula y se comen, pero me encanta la tierra. Yo llevo la tierra, traigo la tierra, muevo la tierra.  Yo perdí la vista, no veo ya, pero cuando siento la tierra en mis manos no me da ni hambre, no siento ni el tiempo, lo que sí siento es la tierra. El doctor que me atiende me dijo que la tierra me da mucha energía y que es muy saludable. Yo tuve cáncer dos veces y ahí tuve más tiempo para mí, mientras me recuperaba, y descubrí que la tierra me hace bien. Tengo un parlante que me regaló mi nieto y estoy con mis plantas, feliz. Ahí pongo la música porque tengo linda música que él mismo me grabó. Me encanta la música, me encanta el reggae clásico, me gusta la música romántica de mi tiempo, o sea, desde los años setenta, me encantan también las bachatas, la música para bailar, me encanta bailar también.  Cuando yo salgo al jardín, los vecinos me dicen: ‘¡Qué lindo! ya salió la alegría’.  Me quieren tanto, y las plantitas, siento me quieren también. Yo saco el parlante y por cada planta voy con la música para que ellas escuchen. Y yo voy tocando mis plantitas y digo: ‘¡Qué maravilla!’. Me lleno de alegría, me lleno de gusto y no quiero, no quiero moverme de ahí”.  

Linda Mariana, 71 años, mujer valiente

“Me encantan las montañas. Siempre digo: ‘Son mis montañas protectoras,

son los espíritus protectores’, los que me cuidan y me hacen volver a mí”.

Nuna Sisari, 22 años, mujer Kichwa Chibuleo

 

 

“La ciudad donde nací tiene un olor especial que tengo muy presente.

Es un olor como a humedad, como a árboles, como a tierra mojada que me hace sentir muy bien”.

Mishell Rebolledo Zhingre, 21 años

“El sonido de los pájaros cantando al amanecer, el caminar descalza sobre la tierra, el contemplar la naturaleza y el poder compartir de vez en cuando comida y conversación alrededor de la tullpa (cocina a leña), es lo que me hace sentir bien”. 

Yani, mujer Kichwa de Cotacachi

Para mí, el color verde del campo representa bienestar. Es un verde muy característico que me recuerda el lugar donde crecí”.

Jessica Prado

“Para mí, el bienestar es como una ola de emociones y energía que siento en el pecho y me hace llorar. Llega de repente cuando recibo una buena noticia, y también cuando camino, leo algo que me sorprende, me conecto profundamente con la gente, o veo cómo el sol ilumina a los pájaros que vuelan en el atardecer”.

Belen, 34 años

“Para mí, bienestar es caminar porque es una forma de desahogarme. Caminar, mirar y sentir. Ahora que estaba caminando en la mañana y llovía pensé: ‘Gracias por la lluvia, porque siento que estoy viva, que me mojo, que me da frío’”.

Delia Paillacho, 60 años

Mujer indígena, enfermera paliativa y docente universitaria 

También encontramos bienestar en los lugares comunes, querendones, cotidianos, y en las actividades del día a día. Algunas veces, el bienestar está en los sitios donde compartimos con nuestros seres queridos: cocinas, mesas, hornos de leña, salas y pasillos. Otras veces, está en los pequeños espacios que nos regalamos a nosotras mismas, sobre todo cuando somos las principales proveedoras de cuidado para las personas que nos rodean.

Así, encontramos bienestar en nuestras camas; en hamacas que arrullan; en cobijas y abrigos; y en ventanas, montañas, jardines y terrazas donde nos sentamos a tomar el sol. Además, encontramos bienestar en los recuerdos que guardamos de los momentos especiales que hemos compartido con nuestros familiares, ancestros, y mascotas; y en nuestras distintas espiritualidades.

Collage colectivo creado en uno de los encuentros virtuales de Las palabras curanderas

 

“No sé cómo explicar, hay cosas que no se pueden decir, que solo se sienten. El bienestar as así, es algo que tú sientes aquí, en el pecho, es como esa calidez que sientes cuando abrazas a tu gente. Es como unas fotos que tengo guardaditas donde nadie trata de posar bien, sino que son fotos que sacamos al instante, así como salían, como venían, si alguno estaba haciendo una mueca, salía así. Son fotos reales, de personas reales, con esa calidez que vivimos en ese momento de nuestras vidas”.

Victoria Cuadros, 20 años, mujer montuvia

“Mi abuela ya no está, pero su libro de poemas todavía huele a ella. Estas páginas me recuerdan todas las veces que compartimos juntas y que recitamos estos versos cogiditas de la mano. Estas memorias me reconfortan y me abrigan”.

Belen, 34 años

“La foto del rosario para mí representa todo porque para mí Dios es muy importante. Yo creo muchísimo en Dios, y Él es el motor de mi vida. Sin Él, yo no voy a ninguna parte. Él es quien me guía, quien ha cumplido cada uno de mis sueños, quien me ha dado a mi familia, a quien primero acudo a conversar en todo momento, sea triste o feliz, porque Él es mi mejor amigo”.  

Male Dueñas, 40 años

“Para mí, el bienestar es todo conexión, es transversal a todo, no está separado. La foto que yo compartí es de la guayusa. Para nuestro pueblo, la guayusa es una planta muy importante porque genera esa conexión. El tomar la guayusa genera ese espacio de encuentro para conversar, reír, contar historias, escuchar y planificar trabajo. La guayusa representa bienestar porque para mí el bienestar es esa transversalidad, esa conectividad”.

Yanua Vargas, 28 años, cineasta Shuar, orgullosa de sus raíces

  

“El comedor de mi casa representa bienestar porque es allí donde se junta toda la familia y todos los amigos, donde compartimos grandes cosas, donde compartimos grandes opiniones, donde compartimos alimento, donde siempre hay más de una persona.  En el comedor es donde yo me siento identificada con muchas personas, con muchos conocimientos, con mucha sabiduría, con muchas ideologías. Para mí, bienestar es compartir, estar unidos, ya sea físicamente o espiritualmente, porque también recordamos a toda la gente que ha pasado por estos lugares. Bienestar es yo estar bien con todos los demás, y que todos los demás estén bien conmigo”.

María Eugenia Quiñónez Castillo

 Lideresa y sanadora ancestral del pueblo afroecuatoriano

“Para mi hijo y para mí, la cama es lo más lindo y lo más rico.  Ahí arropaditos, calientitos vemos  películas, el celular o cualquier cosa, pero juntitos”.

Helen, 53 años, pura sonrisa

“El pasillo se ha convertido en un espacio vital en mi casa. Entro y lo primero que hay es el pasillo. Apenas llego, mis hijos me reciben ahí, felices, siempre con un: ‘¡Mami, mami!’”.  

Luisana Aguilar

“Yo compartí la foto de graduación de mi papá. Ese era un sueño de mi abuela, y ella trabajó durísimo para que sus hijos pudieran estudiar. Ella era una experta vendedora y todas las semanas se iba a vender papas con carne de chancho para traer pan y dinero para todo lo que se necesite. Mi padre quería estudiar, mi abuelito también quería estudiar, era un sueño en conjunto y ahí está mi madre también, y ellos también se apoyaban mutuamente.  Y así fue como de esa relación entre todos, de ese sueño en conjunto, lo lograron.  Esas siempre han sido las relaciones que me han apoyado a mí también para que yo pueda ser de la primera generación de mujeres graduadas de una licenciatura en mi familia, y espero continuar.  Eso simboliza para mí esta fotografía, esa historia de tanto amor, de tanta lucha, de una relación tan linda. Es una imagen que está colgada en la sala de mi casa, representando toda una vida en familia, representando toda la influencia en lo que hago”.

Sara Fuentes, 23 años

También nos preguntamos qué significa bienestar específicamente en Ecuador y en la realidad como mujeres diversas en la capital. Algunos aspectos que limitan enormemente nuestro bienestar en este contexto son la violencia, el racismo, el clasismo y el machismo que vivimos a diario. Quienes somos mayores; nos identificamos como runas, indígenas, afroecuatorianas, negras o montuvias; o vivimos con algún tipo de discapacidad, nos enfrentamos incluso con mayor discriminación.

 

La ignorancia hace que nos vean como un insecto, como si fuéramos basura para ellos”.

Manuela

“La discriminación hacia las personas con discapacidad empieza en la propia familia. Ayer una señora me contaba que la hermana hizo una fiesta de cumpleaños y le dijo: ‘A ti no te puedo invitar porque seguro vienes con mi sobrina que tiene discapacidad, y qué vergüenza’”.

Alexandra Andrade, 51 años, mujer mestiza

“Vives con el racismo posicionado en tu vida, siempre te están viendo y juzgando. Cuando vas a arrendar un cuarto, te dicen: ‘No arrendamos a negros’.  Vas a un centro comercial y escuchas a la gente decir cosas de ti.  Estás en la fila del banco y te piden que tomes distancia, pero solo a ti, al resto no le dicen nada”.

Marisol Zova, comunicadora social afroecuatoriana

“El racismo es como hacerle menos a la persona, y eso es lo que más duele. No hay como andar tranquila porque siempre hay alguna persona que no quiere que te le acerques, o que te hace sentir que molestas, como si uno le fuera a pasar alguna enfermedad, como si uno estuviera contagiado. Verdaderamente uno se siente mal porque es como que le acusan y a nadie le gusta que le miren así, con tanto desprecio. No conocen todo lo que hay en el corazón de la persona y le juzgan así. Espero que esto cambie para bien para poder llevarnos unos con otros como Dios manda. Mi sueño es que nos amemos unos con otros por igual, sin hacer de menos a nadie, porque todos somos hijos de un solo Dios, de un solo padre creador. Yo no le deseo a nadie todo lo que yo he vivido porque sé que es muy duro para la persona que ha sentido ese rechazo en carne propia. Es preferible recibir una bofetada que esa tremenda humillación”.

Anónimo

“Da mucha tristeza porque a la final nuestras raíces son de acá.  Indígenas, negros, cholos, montuvios, todos somos pueblos originarios de aquí, y es muy duro que se nos vea como ‘el otro’ en nuestro propio lugar”.

Kaya 

“En Quito a veces se sorprenden al saber que soy montuvia. Un día, una chica me queda mirando y me dice: ‘Pero Dánely, ¿cómo dices que eres montuvia, si eres igual a mí?’”. 

Dánely, 20 años, mujer montuvia

“La discriminación y el racismo están tan insertos en la sociedad, tan naturalizados, que te pueden decir directamente: ‘No, disculpe, estoy pidiendo personas de buena presencia para este trabajo’, y buena presencia implica que tiene que ser blanco o mestizo, que tiene que verse diferente a ti”.

Irma Bautista Nazareno

Coordinadora Nacional de Organizaciones de Mujeres Negras  (CONAMUNE)

“Yo nací en la Amazonía y cuando me pongo mi vestimenta en Quito, hay lugares en los que me quedan viendo como diciendo: ‘¿En qué momento estos vinieron a invadir nuestro espacio?’”.

Yanua Vargas, 28 años, cineasta Shuar, orgullosa de sus raíces

“Bienestar es que me brinden seguridad; es poder caminar tranquila, en paz, sin miedo y sin tantas inseguridades que a veces una como mujer siente apenas sale de su casa”.

Gennesis Almeida

Mujer mestiza, sencilla, sensible, espontánea y muy sociable

 

“Llevar anaco en Quito es una experiencia bastante dolorosa porque da miedo, es un miedo colectivo que sentimos porque estás como vulnerable.  Es un sentimiento de que capaz alguna persona loca te diga ‘longa’, ’india’, o te mire raro, y no son casos aislados, pasa todo el tiempo”.  

Sara Fuentes, 23 años 

“Existen personas que, sin  conocerte, te desprecian, te insultan, o te miran mal. Es que hay miradas y miradas: miradas de desprecio, miradas de odio, miradas de asco; muy pocas miradas son de respeto. Hay gente que se cree superior frente a una persona indígena; por eso, lo minimiza, lo desvalora y lo trata como algo inferior. Eso genera un sentimiento de ira y de impotencia. Hay gente que simplemente te empuja para pasar, no pide permiso, te trata sin ningún respeto”.

Margarita, 49 años, mujer guerrera Kichwa Otavalo

 

“A veces otras mujeres negras piensan que, porque mi piel no es tan negra como la de ellas, mi vida es menos difícil que la suya. ¡Qué idea tan equivocada! O piensan que, porque estamos en Quito, nuestra vida es diferente y más fácil y no es así. Aquí también hay mucha discriminación y hay que luchar contra eso todos los días.  Muchas veces siento que soy yo sola contra toda la ciudad. Entonces me acuerdo de las palabras de mi abuelita cuando alguien le quería tratar mal. Ella decía: ‘¿Acaso no soy gente igual que vos? La misma sangre roja que corre por tus venas corre por las mías. ¿Cuál es esa diferencia tan grande que ves entre tú y yo?’”.

Karina Gallegos, mujer afroquiteña

Madre, cabeza de hogar, defensora de los derechos humanos y de las mujeres

En este contexto tan hostil, injusto y doloroso – en el cual nuestra mera humanidad es pasada por alto o puesta en duda constantemente – sentimos bienestar cuando logramos aprender a reconocer y amar nuestras identidades, y cuando realizamos actividades que nos conectan con nuestras raíces. También hallamos bienestar cuando representamos quienes somos a través de diferentes elementos que nos caracterizan y que están presentes en el día a día, como el idioma, la vestimenta, el cabello, y el nombre que elegimos.

“La sociedad muchas veces nos ha hecho creer a todos que el idioma kichwa y las costumbres y saberes de nuestros pueblos no sirven, e incluso los mismos runas nos hemos convencido de aquello, por eso creo que muchos de nosotros en algún momento hemos sentido vergüenza y hemos tratado de ocultar nuestros orígenes para sentirnos aceptados.

Cuando era niña e iba en la escuela, me avergonzaba de ser ‘indígena’, como nos llaman. No me gustaba que mi mamá venga con anaco a verme en la escuela, me sentía avergonzada con mis compañeros porque mi mamá no vestía igual a las de ellos. De alguna manera entiendo la confusión de mis compañeros porque yo no vestía igual que mi madre, yo vestía con falda como el resto. En aquel tiempo no comprendía muchas cosas y solo quería que los demás no sepan quien soy.  Yo creía que mi mamá no se daba cuenta de cómo me sentía, hasta que alguna vez, cuando ya iba al colegio, ella me confesó que notaba mi vergüenza, pero nunca me lo dijo. ‘No era necesario que me digas algo, solo con tu actitud, yo me daba cuenta’. Era una niña que no sabía de dónde venía, que no podía reconocerse, que no entendía el porqué de los orígenes de su madre y el suyo. Mi identidad estaba desapareciendo y, junto con ella, yo,  por tratar de ocultar lo que verdaderamente era. Siento que mis abuelos debieron haber estado llorando desde donde quiera que hayan estado. 

 Estoy segura de que aún hay muchos niños y niñas que necesitan de alguien que los guie y ayude a fortalecer su identidad cultural. Me habría encantado que sea distinto desde mi infancia porque así podría haber evitado malos ratos a mí misma y a mi madre.  En mi adolescencia, todo cambió para mí. Finalmente, decidí ir con mi vestimenta al colegio. Cuando empecé a ir a la universidad tuve la oportunidad de conocer un poco más sobre mi identidad cultural y fortalecerme con la ayuda de amigos que venían de un proceso parecido al mío. Hasta el día de hoy, no he dejado de usar el anaco, alpargatas y mi blusa bordada para ir a la universidad y a todo lugar al que voy, me siento muy orgullosa porque ya no  oculto mi identidad. ¡Se siente tan bien! Y algo que me llena de mucha alegría y orgullo es haberme cambiado legalmente de nombre por uno en kichwa, eso es algo de lo cual no me voy a arrepentir nunca”.

Yani, mujer Kichwa de Cotacachi

“Bienestar es que nos reconozcamos todos como seres humanos de igual valor; que dejen de negar nuestra cultura, nuestra lengua, nuestra existencia misma”.

Yanay Lucila Lema, 47 años, Otavalo

 

“Te ven con anaco o pollera y te llaman ‘María’, aunque ese no sea tu nombre. En ese contexto, ‘María’ tiene una carga racista, porque es como que no se molestan en llamarte por tu nombre, con respeto, sino que se sienten con la libertad de llamarte como a ellos les dé la gana. Simplemente pasas a ser ‘María, la india’. Es como racista y machista a la vez.  Por eso, para mí, mi propio nombre es tan importante y representa bienestar, porque soy yo quien decide cómo nombrarse”.

Killari Guamán

“Para mí, bienestar es reconocer quien soy, y mi cabello es muy importante en ese sentido. El cabello ha sido en mí un símbolo de resistencia. En el cabello de las mujeres se tejían los mapas para escapar, se guardaban las pepitas de oro con las que pagaban su libertad y con las que sostenían los procesos de libertad. Además, el cabello tiene que ver con esta forma muy particular de saberte, de reconocerte, de llevarlo natural, de llevarlo originalmente como está y saber que te puedas ver bella independientemente de los estereotipos en formación. Creo que ha sido también una parte muy significativa de nuestras luchas. Cuando tú ves, a través de la historia, a estas panteras negras, tú no podrías ni siquiera imaginarte estas luchas sin su cabello natural, sin extensiones, sin alisarse, sin químicos, y creo que eso ha ido marcando mi vida, como una forma de resistencia, pero también de re-existencia,  de unas bellezas únicas, de unas bellezas particulares, de que no somos parte del todo, sino que buscas esas formas identitarias propias. El cabello dice mucho, en mí, en esta lucha. Me veo al espejo y digo: ‘¡Hoy vamos arrasando con todo!’ y él dice: ‘¡Vamos arrasando con todo!’ también”.  

Jaqueline Gallegos

“Me pusieron dos nombres, uno kichwa y otro hispano, para que yo pueda decidir qué mundo quiero abrazar. Ha sido difícil poder mezclar los dos mundos, porque no quieres sentir que traicionas a tu cultura, pero al mismo tiempo disfrutas de muchas cosas que no son de tu cultura, entonces es todo un proceso. El difícil poder tener la fuerza de decir: ‘Yo puedo escoger porque es mi derecho y porque nadie me puede venir a decir qué es lo que me debe gustar, y qué está bien y qué está mal’. Creo que es lo más difícil que he tenido que pasar. Pero tuve el respaldo de mi familia, quienes me ayudaron a definirme como soy y empecé a cambiar. Me empecé dejar crecer el cabello. El cabello en una persona indígena es súper importante porque te da esa elegancia que tú puedes mostrar.  En mi caso, es el habérmelo dejado crecer y habérmelo cortado en línea recta representa quien soy porque siempre me cortaba en capas, pero ya no. El haber aprendido kichwa también ha sido un punto de inflexión super fuerte en mi vida. Me ayudó a entender qué quiero, cómo quiero que sea mi familia, cómo quiero que sean las personas que me rodean. Es una de las luces que han estado en mi vida”.

Sisa Carolina Guamán, 27 años, mujer decidida Kichwa Otavalo-Kitu Kara 

“En la escuela siempre pasé sola. Mis compañeros me decían: ‘No queremos juntarnos contigo porque tú eres así, negrita, tú no te peinas’. Pero a mí nunca me importó, siempre me encantó mi cabello. Desde niña salía con mi cabello suelto y decía: ‘Ya me atraso, ya me atraso’, pero era para que no me peinen. Yo amo mi cabello. Me veo al espejo y digo: ‘Qué hermosa que soy’”.

Daniela Churos (Britany Muñoz), 19 años, adolescente afrodescendiente, feminista

“Toda nuestra vestimenta tiene significado, en cada parte está representada nuestra identidad. El anaco y los bordados representan la agricultura y la flora y la fauna de nuestra tierra. El sombrero, nuestra sabiduría ancestral. El color rojo de la bayeta es por la sangre que hemos derramado para ser un poco más libres. El chumpi, la faja, representa la fuerza de la mujer indígena. Todo está ahí y todo llevamos con nosotras, todos los días, en nuestro cuerpo”.

Nathy Khipo, 26 años, mujer indígena Puruhá  

 

Expandiendo el sentido de salud

Ejercicio en el que compartimos experiencias de salud en uno de los encuentros presenciales de Las palabras curanderas

También exploramos el concepto de salud.  Lo primero que notamos es que, para nosotras, la salud no está en los hospitales, sino que, al igual que el bienestar, se encuentra en el día a día. Además, consideramos que tener salud requiere mucho más que estar libres de dolor. Partiendo de los conocimientos y prácticas tradicionales de los diferentes pueblos y nacionalidades, muchas vemos la salud como algo que compete no solo al cuerpo, sino también a la mente, al corazón, al espíritu y al afecto. Así, nuestra visión difiere de la división entre razón, emoción y espiritualidad que ha marcado, en gran medida, la manera en la que se aborda la salud en la actualidad.

“La salud siempre está ligada a la cuestión espiritual y a cómo tú te sientasemocionalmente. Es algo que tú no puedes separar. El problema es que, a veces, la medicina occidental no piensa en eso. Solo te ve como algo físico, algo que hay que curar. Claro que eso es muy importante, pero hay como ir más allá. Hay que ver cómo está el estado anímico de la persona, cómo está internamente, qué le está afectando, porque muchas veces todo lo que tú sientes por dentro se refleja afuera”.

Killari Guamán

“Salud es tener razones para reír”.

Mishell Rebolledo Zhingre, 21 años

“La salud está muy  ligada al sentir y a las relaciones. Cuando tú estás con gente bonita, tu alma emana luz, y eso le hace bien a tu salud”.

Kaya

“Para mí, la vida está construida en una forma plena de ser, y eso es parte de entenderte sana. Difícilmente puedes estar sana, plena, sin tus luchas, sin tu identidad, sin reconocer quién eres, sin reconocer qué eres también.  Entonces salud tiene que ver con tus luchas y también con esta salud corporal, emocional, y espiritual que vienen de estas formas propias arraigadas nuestras de ser, de entenderte con la abuela, con los antepasados, con nuestros Orishas, con nuestros propios dioses.  Desde ahí está vista la salud, de estar plena, de estar íntegra, de reconocerte, de entenderte desde las personas anteriores a ti y desde los que tienes delante también”.

Jaqueline Gallegos

“Salud es tener alegre el corazón”.

Anónimo

“Salud es levantarme todos los días y decir: ‘Hoy me siento bien, mañana me siento bien, todos los días me siento bien y con ganas de vivir’”.

Gennesis AlmeidaMujer mestiza, sencilla, sensible, espontánea y muy sociable

“Salud es levantarse de la cama y sentir felicidad en el alma; la salud es la manifestación de esa felicidad”.

María Eugenia Quiñónez Castillo

Lideresa y sanadora ancestral del pueblo afroecuatoriano

Para mí, salud es estar bien con una misma, es no tener que preocuparse por lo que pasará mañana, es estar bien física y mentalmente.  Yo experimenté esta salud en los primeros cuatro meses de la pandemia. A pesar de que el mundo estaba en caos, en ese tiempo yo experimenté paz, tranquilidad e igualdad. Sé que muchas personas pensarán que estoy loca,  pero en mi caso la pandemia me trajo un nivel de salud que no he sentido nunca. Pude estar en mi casa, con mis hijos y, por primera vez en la vida, simplemente dejamos de pensar en las deudas, en el alquiler, en con qué pagar los servicios básicos y en todo lo que acarrea el tener que encontrar dinero para cubrir lo que necesitamos. La crisis causada por la pandemia logró que la gente se dé cuenta de que no nos sirven de mucho el dinero y las cosas materiales, y pensé que, al fin, todos estaríamos en las mismas condiciones. Sentí que todos éramos vulnerables, a pesar de unos tener mucho, y otros, poco o casi nada; pero pasado ese periodo, empezamos a volver a la nueva normalidad y no me gustó porque me di cuenta de que todo volvería a lo que era antes. La discriminación, el racismo y el clasismo regresaron con más fuerza y se hicieron todavía más notables. Fue en ese momento que me tocó aterrizar nuevamente en este mundo enfermo lleno de injusticias”.

Karina Gallegos, mujer afroquiteña

Madre, cabeza de hogar, defensora de los derechos humanos y de las mujeres

Partiendo también de los conocimientos de nuestros pueblos, nacionalidades, y ancestros (link al segundo artículo), muchas sentimos que la salud no es individual, sino colectiva.  Esto requiere que para que nosotras podamos estar saludables, las personas que nos rodean y el entorno en el que vivimos tienen que estar saludables también. Para lograrlo, necesitamos cuestionar la manera en la que nos relacionamos con nosotras mismas, con las otras personas, con la naturaleza, y con todos los aspectos de la vida, incluida la muerte.

Algunas consideramos que, para poder estar saludables, necesitamos que este cambio en la manera de relacionarnos empiece por nosotras.  Por ejemplo, Dánely dice que, para ella, “salud es aprender a cuidarte, amarte y respetarte a ti misma”, y Carla añade que este amor por sí misma ha estado relacionado con el poder cumplir sus sueños y alcanzar su meta de estudiar periodismo, pues desde niña soñaba con cursar esta carrera.

Además, pensamos que nuestra salud está estrechamente relacionada a la de las otras personas. Al nosotras estar bien, podremos mantener relaciones armónicas y de servicio con quienes nos rodean, lo que nos permitirá aportar a la salud de una manera colectiva.

“A mí me gusta mucho bordar. Pienso que el bordado demuestra que somos parte de un tejido, y que la puntada que hacemos hoy va a aportar a la puntada de la persona de al lado, y así podremos ir haciendo un tejido bonito, en conjunto.  A veces la puntada se zafa, a veces la puntada está chueca, pero al final se ve bien, y eso es lo que debemos buscar; debemos crear nuestras propias puntadas y también aportar a las puntadas de los demás”.

Sisa Carolina Guamán, 27 años, mujer decidida Kichwa Otavalo-Kitu Kara 

“Lo que me da mucha felicidad es poder poner la mente y el corazón para servir a los demás”.

Raquel Chuquimarca, 44 años

 Persona entregada con alma, corazón y vida al trabajo a favor de la comunidad

“La salud es estar bien conmigo misma.  Si estoy bien conmigo, colectivamente voy a estar mejor para poder cuidar del otro”.

Marisol Zova, comunicadora social afroecuatoriana 

“La salud es una herramienta fantástica para disfrutar de ese trayecto que es la vida, para alcanzar la felicidad, alcanzar el amor, alcanzar la realización, y ser una persona útil para los demás”.

Delia Paillacho, 60 años

Mujer indígena, enfermera paliativa y docente universitaria

“Poder ayudar a dar de comer a un niño que necesite y que tenga discapacidad como yo, para mí eso es salud”.

Alexandra Andrade, 51 años, mujer mestiza 

“Para mí, salud es repartir alegría a los demás”.

Linda Mariana, 71 años, mujer valiente

“Cuando llegaba al lugar donde trabajaba como auxiliar de enfermería, yo sentía tranquilidad y alegría. Tenía ganas de danzar, de bailar, me sentía en paz, no sé por qué tenía esa sensación; pienso que Dios me dio el don de servir”.

Anónimo

“No puedo decir: ‘Yo por mi soy estoy bien’; eso es una parte, pero que mi familia esté bien también es muy importante”.

Tamia Guamán, 22 años, pueblo Otavalo

“Vivir en comunidad es vivir en colectividad; es como tener una gran familia, porque si necesitas algo, todos te ayudan. En la ciudad son más individualistas, ya que cada uno está en su mundo. Para mí, ser runa es eso, no buscar solamente el beneficio de una sola persona, sino el de todos, llegando así a un equilibrio entre nosotros y con todo lo que nos rodea”.

Nuna Sisari, 22 años, mujer Kichwa Chibuleo

La comida es otro factor muy importante que nos conecta con nuestras comunidades, memorias, y formas de vida. Así, consideramos que la salud está muy ligada al territorio y a la conservación de la naturaleza, los alimentos y los saberes ancestrales.

Pensamos que para tener salud necesitamos mantener un contacto cercano con la naturaleza, y que ésta se encuentre saludable también. Sin embargo, no siempre es fácil mantener esta cercanía en la ciudad. Además, siguiendo los modelos de desarrollo impuestos, existen proyectos extractivos en muchos de los territorios donde nacimos y crecimos, y éstos dañan la tierra y nos enferman.

“Cuando yo regreso de mi tierra a Quito, voy con el saco de cosas que me manda mi mamá. Y no es por la comida en sí, es por el acto, ¿me explico?, es por el acto de que ella sabe todo lo que necesito, hasta las cosas que yo ni me imagino. Mi ‘bocadito de Dios bendito’ que yo le digo a mi mami, nuestras comiditas, mi chochito, cositas súper simples que en mi tierra casi nadie valora, ella me manda. A veces no sabemos valorarlo y sentirlo, hasta cuando nos sentimos lejanos y extrañamos tanto esa comida y esos momentos en los que la compartimos”.

Valeria Vega, 24 años, mujer afroecuatoriana

“Mi Rina, mi abuela, siempre era muy preocupada de que yo comiera, y ella cocina increíble, entonces me hacía unas menestras y me mandaba a Quito y yo las congelaba y después las descongelaba para comer. Esos momentos yo me sentía tan bien porque era como que yo aún tenía un pedacito de casa aquí”.

Victoria Cuadros, 20 años, mujer montuvia

 

“Salud es poder comer lo que mis abuelitos comían”.

Sisa Carolina Guamán, 27 años, mujer decidida Kichwa Otavalo-Kitu Kara

“La comida procesada a la que ahora tenemos acceso no contribuye en nada a nuestra salud, y tampoco aporta a la sociedad porque sigue manteniendo jerarquías de poder de empresas transnacionales que se siguen enriqueciendo en lugar de apoyar al consumo local.  Esto hace que haya mayor desnutrición infantil en zonas rurales, a pesar de que es ahí donde se produce el alimento, lo que nos demuestra que algo no está funcionando bien. Hace falta valorar más el consumo local y las formas de producción de alimentos que no dañan tanto el medio ambiente, que no generan devastación”.

Cristina Cabezas, 22 años, mujer Kichwa

“Para mí, la medicina está en la tierra, en el campo, porque tenemos el espacio para curarnos en un sentido tanto físico como espiritual. Debemos recurrir a la tierra, pero también debemos retribuirla. No podemos verla solamente como un espacio para explotar y obtener recursos, sino como un lugar donde vivimos y con el que debemos aprender a convivir”.

Killari Guamán

“En la comunidad tú sabes lo que cocinas y comes, porque tienes conocimiento de donde viene el alimento o porque tú mismo lo cultivas y lo cosechas. Además, el hecho de cocinar también implica a la colectividad y al compartir, ya que te reúnes con familiares y amigos. Con mis compañeros de cuarto tratamos de llevar una vida en comunidad, aunque estemos dentro de una ciudad individualista, no olvidamos las enseñanzas y valores que nos dejaron nuestros yaya mamakuna”.

Nuna Sisari, 22 años, mujer Kichwa Chibuleo

“Antes, la alimentación era más saludable en el campo y eso nos mantenía saludables a nosotros también, pero ahora que estamos en la ciudad somos más susceptibles a la enfermedad. La salud de nuestros papás y abuelos era más fuerte gracias a lo que comían, pero ya no se consigue esa comida en la ciudad.  Yo por eso siempre me voy a otras ciudades a traer pollos vivos, de campo, le pelo, le mato, le lavo, todo hago yo, y ahí sí le pongo a congelar. También me encantan los granos, todos los granos me gustan, ha de ser porque con eso crecí de niña, y eso se me viene a la mente. A veces cuando me voy a otros lugares donde sí venden la mata completa, con hojas y todo, compro eso entero y me pongo a desgranar. Y me acuerdo cómo sabía estar desgranando cuando era niña, así, qué bonito”.

Manuela

Por último, consideramos que debemos replantear la manera en la que nos relacionamos con todos los aspectos de la vida, incluida la muerte.  Algunas pensamos que la muerte es parte natural del ciclo de la vida, y creemos que necesitamos cuestionar no solamente la manera en la que vivimos, sino también en la que morimos y abordamos este proceso.

“En la ciudad hay mucho miedo a la muerte, pero la conexión con la vida y la muerte que te enseña la Pachamama es súper linda. La naturaleza te enseña que, a la final, la vida y la muerte son lo mismo porque cuando una cosa muere, otra cosa vive. Un animal muere cuando te da alimento, pero es para tu vida, y cuando tú mueras serás vida para la tierra y los gusanos.  O pasas mucho tiempo sembrando y llega una lluvia y ¡zas! Se murió todo. Yo ya crío mis gallinas sabiendo que al menos la mitad se van a morir, y no puedes sufrir por eso porque si no, sufres todo el tiempo.  Para mí, es muy importante tener eso presente y estar conectada con esos ciclos de la naturaleza.  Sobre todo, los jóvenes, los millenials, estamos acostumbrados a que todo sea rápido y a nuestra manera, pero a la Pachamama no le importa que tú seas millenial”.

Paula, 27 años

“¡La muerte es mi amiga! Es parte del ciclo normal de la vida. Desde que nacemos empezamos a morir. Nadie ha dicho que vayamos a vivir eternamente. Nuestro paso por la vida es tan corto, viene la vida y enseguida se va. Si tuviéramos eso presente sabríamos optimizar mejor el tiempo, podríamos intentar hacer todo más llevadero para todos, para nosotros, para la familia, para nuestro entorno. Podríamos ser más útiles, más afectivos, un montón de cosas podríamos ser al acordarnos del hecho de que somos finitos”.

Delia Paillacho, 60 años

 Mujer indígena, enfermera paliativa y docente universitaria 

“A veces la gente ni siquiera tiene familia, pero en los entierros hay muchísima gente, siempre se los entierra bien, siempre hay gente acompañando y hacen mucha comida. Eso se me hace muy bonito porque gente que ni siquiera es tu familia, pero te conoce, está ahí. Ese sentido de comunidad está ahí hasta el final, en todas las etapas de la vida”.

Mishell Rebolledo Zhingre, 21 años

“El tiempo es cíclico, siempre está transformándose, yendo y viniendo.  El inicio de la vida es una transformación de materia, de energía, y eso está durante un periodo que es la vida, y después va regresando a lo que fue. ¿Nosotros cómo nacemos? Pues venimos de la tierra. Estamos formados de la tierra y tenemos los cuatro elementos dentro de nosotros. Cuando morimos, simplemente regresamos a ese estado. Es solo una parte del ciclo, y el ciclo nunca termina. Tú no desapareces. Tu cuerpo vuelve a ser tierra y regresa a lo que debe ser, se convierte en el origen de una nueva vida.

Cuando yo muera, mi cuerpo va a ser otra vez tierra, y de ahí van a nacer plantitas y árboles, y un pájaro va a vivir  en ese árbol. Así, de alguna manera, me convertiré en parte de ese árbol y ese pájaro. Yo moriré, sí, pero mi vida no se acabará ahí, sino que seré el origen de otras vidas también.  ¿Por qué tiene que ser doloroso cuando alguien muere? Claro que la ausencia duele y nos han enseñado que tenemos que estar tristes, pero la muerte en realidad es una hermosa transición. No desapareces; empiezas a vivir en todas partes. Por eso, en kichwa no existe el ‘adiós’ o el ‘hasta nunca’, simplemente decimos: ‘Hasta la otra vida’”.  

Killari Guamán

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¿Con quién contamos?

Consideramos que para poder tener una vida plena y saludable que concuerde con nuestras propias formas de comprender estos conceptos, se requieren grandes cambios sociales y estructurales. Sin embargo, sentimos que contamos con poco soporte estatal para lograrlos. En vista de esta ausencia, algunas hemos entrado a la política para intentar cambiar las cosas desde adentro. Por ejemplo, Mercy y Helen trabajan para que otras personas no pasen por las dificultades que ellas han enfrentado.

Yo viví mi niñez en el campo y se necesitaban muchas cosas como salud, educación y servicios básicos, pero jamás las autoridades se acuerdan de las personas del campo, entonces yo decidí ayudar a través de la política, pero la política de la buena, con honradez. Yo viví escasez, tanto en alimentación, educación, ropa, zapatos. Nunca tuve un par de zapatos, a la escuela íbamos sin zapatos o algo que por ahí conseguían mis padres que les habían regalado, eso me daban para ponerme. No quiero que otra gente viva así, esa escasez, esa carencia, esa desigualdad, por eso ahora soy lideresa de mi comunidad.  Quiero que hoy en día, si está en mis manos, las personas puedan vivir mejor de lo que yo viví, quiero que los recursos del país se repartan equitativamente, que haya trabajo para todo el mundo. Recuerdo que, si lográbamos vender nuestros productos, nos compraban al precio que ellos querían. Eso es un abuso de los derechos de las personas, de las mujeres del campo, que yo quiero evitar. Siempre les he inculcado a mis hijos que sean así también. Les digo: ‘Si quieres hacer algo y que salga bien, hazlo bien, con amor y cariño, sé honesto y responsable’.  Esto me hace sentir bien como mujer. Me hacer sentir tan bien cuando puedo contribuir con un granito de arena a que alguien esté mejor. Ver que pude apoyar, pude compartir, pude ayudar; esos son los días en los que mejor me siento”.

Mercy Sigcho, 44 años, mujer de la ruralidad

“Me encanta estar con gente y sentir que puedo hacer algo por los demás. Mi mami me dice: ‘Los trabajos voluntarios son para personas jubiladas, que tienen dinero o tienen una buena posición, que tienen tiempo y tienen todo. Vos no tienes nada de eso’. Entonces, le digo: ‘Tengo un cerebro, tengo piernas, tengo brazos, y tengo muchas ganas de servir’. Siento que mi escapatoria es estar con gente, en la calle, como dice mi mami. Entré a la política porque pensé que era un medio para poder hacer algo y ahí voy luchando. El trabajo en la política es bien duro, es muy duro que te cierren la puerta en la cara, que no te escuchen y que te digan: ‘Políticos vagos, políticos esto, políticos lo otro’. Algunos de los que nos metemos en la política solo queremos ayudar y hacer algo por las otras personas”. 

Helen, 53 años, pura sonrisa

También hemos buscado apoyo en nuestras comunidades más cercanas con las que convivimos a diario. Muchas hemos encontrado este soporte en nuestras familias, amigas, vecinas y compañeras.  

“No creo que este país o que las leyes me puedan ayudar en nada. Los derechos humanos son respetados cuando quieren y cuando no, pasan sobre ti. Por el hecho de que soy mujer y soy negra, para ellos no valgo nada. No tengo equidad, no tengo igualdad, siempre me tratan así, como que mi voz siempre vale menos.

Yo no confío en nada más que en mi familia y mis personas cercanas, ellas sí son todo para mí”.

Daniela Churos (Britany Muñoz), 19 años, adolescente afrodescendiente, feminista

“No creo que el Ecuador me ha apoyado en nada. De las personas que han estado cerca de mí he sentido más apoyo. Yo agradezco a mi entorno por ser tan alegre y enseñarme a reír aún en los malos momentos”.

Dánely, 20 años, mujer montuvia

“ Agradezco a mis pequeñas sobrinitas, estos seres, por ser esas pequeñas filosofas que me hacen volver a sentirme una niña otra vez, que me hacen olvidar por momentos los problemas para jugar y correr. También le agradezco a mamá por estar siempre conmigo para cantar, hablar, porque, aunque a veces no tolera mucho mi rebeldía, me escucha y me comprende”.

María Belén, 20 años, persona ética y feminista

“Mi familia es mi bienestar, es mi vida. Ellos siempre han sido mis duendes mágicos que creen en mí cuando yo no puedo”.

Valeria Vega, 24 años, mujer afroecuatoriana

“Mi mamá es una de las mujeres que yo admiro demasiado porque ella trata de trabajar, trata de darle duro a la vida para que yo esté donde estoy ahora”.

Carla

“Dios me dio cuatro ángeles que son mis cuatro hijos. Siempre están pendientes y me llaman. Cuando estamos en la calle, me cogen de la mano, me abrazan, me dan mucho amor.  He crecido con ellos, he aprendido a luchar, para todo hemos estado los cinco. En los sábados y domingos, todos se han subido a mi cama, por ejemplo, y todos hemos estado ahí conversando y abrazados. Cuando hay algún problema, todos hemos estado también abrazados, llorando siempre juntos.

Yo siempre soñé con que cada uno de mis hijos brillara. Yo siempre les decía: ‘Cuando hay un artista famoso, nosotros estamos en el público, sentados, con la boca abierta. Todo el mundo tiene la mirada en esa persona. Allá tienen que llegar y yo voy a estar en medio de ese público y voy a decir que ese es mi hijo, que esa es mi hija, así, muy orgullosa, sacando el pecho’.  Y eso pasó. Estoy así, orgullosa, de haber sacado a mis hijos adelante, de verlos brillar, a cada uno de ellos. Aunque tú no digas a gritos: ¡Ese es mi hijo!’ en tu mente, en tu corazón, sabes que es tu hijo, sabes que es tu sacrificio, sabes que Dios estuvo ahí, acompañándote, cuidándote, guiándote, haciéndote una madre, una mujer sabia”.

Anónimo

“El apoyo de mi mami siempre, siempre, siempre fue muy importante. A ella le debo quizás todo lo que tengo ahora. Mi mami siempre fue muy importante para mí, es el apoyo más fuerte que tengo. Yo en ella veo lo valeroso que es ser mujer y también lo duro que es ser mujer”.

Tatiana Guamán, 32 años, mujer Kichwa Puruwá

“Las personas que están a mi alrededor son personas reales, personas que están conmigo en las buenas, y también en las malas. Han estado ahí para apoyarme, para alentarme. Son cosas que uno las lleva aquí, en el corazón”.  

Jessica Prado

“Yo agradezco a mi madre por sus enseñanzas, a la familia por estar siempre pendiente de nosotros, a mi hijo por su comportamiento, su amor y su respeto. A mis amigos por estar siempre sin pedir nada a cambio, siempre han estado conmigo. A mis vecinos en mi barrio por ingresar por medio del chat que tenemos y permitirme ayudarles, es parte de la solidaridad que yo tengo”.

Helen, 53 años, pura sonrisa

“Agradezco a mi familia por jamás negarme su calor, por ofrecerme el más sincero consuelo, por alimentarme con lo que yo amo, por enseñarme a ser generosa siendo generosos conmigo, por mostrarme su ternura y sensibilidad, por abrazar mis defectos y por confortar mi vulnerabilidad. A mis amigos les agradezco por su paciencia, por las interminables risas, por aceptar mi más extraño lado espontáneo, por prestarme su calor y amor, por honrarme con su cariño y permitirme darles el mío”.

Mercy Sigcho, 44 años, mujer de la ruralidad

Además, contamos con redes de apoyo comunitario, muchas de las cuales hemos creado nosotras mismas. Estas redes se han fortalecido y se han vuelto incluso más necesarias durante la pandemia.

“Para mí es muy hermoso poder trabajar entre mujeres en los temas que nos interesan a todas. Hemos formado un grupo de mujeres en el que trabajamos en algunos aspectos, como levantar la autoestima, disminuir la violencia y el maltrato, y apoyar emprendimientos para que las mujeres podamos tener nuestro propio dinero y que no estén esperanzadas en tener una pareja al lado para poder salir adelante. Hemos creado un espacio que no hemos tenido nunca para poder hablar con confianza y compartir todo lo que cada una siente, todo lo que llevamos dentro, sabiendo que todo lo que se habla en ese grupo nunca sale de ahí. Creo que es un espacio muy importante porque como mujeres necesitamos desahogarnos y acompañarnos”. 

Raquel Chuquimarca, 44 años

 Persona entregada con alma, corazón y vida al trabajo a favor de la comunidad 

 

“Desde niña me ha encantado sembrar ese bichito de la conectividad en la gente y aportar para que hagan un proyecto de vida y de trabajo.  Viene una amiga de Latacunga y me dice: ‘¿Sabes qué? Tengo esta idea de negocio’. Después vienen otras de Durán, de Puembo, de Ambato, y me dicen que quieren empezar a vender alguna otra cosa bonita que han hecho o han conseguido, entonces yo les conecto, les enlazo. Les digo: ‘Mira, hagamos un chat de compraventa de productos’, y ya, así no más, empezamos. A partir de ahí ellas mismas hacen todo y buscan la manera de hacer que funcione. Muchos proyectos han nacido así, conversando, buscando formas de solucionar necesidades. Por eso, yo doy gracias a la vida que uno tiene esos dotes y que puede ayudar”. 

Rocío Santos, 59 años

Mujer mestiza, emprendedora, objetiva, amiga, curandera

“En la pandemia nos pudimos dar cuenta de que había familias que estaban sin nada que poner en la olla. El Municipio empezó a dar unas raciones pequeñitas, pero las familias negras son muy grandes y no alcanzaba. Entonces empecé a escribir a todas las personas y el que tenía un poquito más, daba. Hacíamos unas canastas grandes. Unos prestaban su carro. ‘Yo estoy dispuesta, hermanita, a repartir mañana’, ‘yo puedo tal día’, ‘yo puedo tal hora’. Y así nos reuníamos hacer el acopio. Fue tan hermoso aquello. Yo eso lo vengo aprendiendo desde niña porque nuestra casita feneció con todos los animalitos. Justo mi madre tenía que dar a luz, y una comadre rompió un toldo e hizo pañales y vestiditos para el bebé, cositas así. Nosotros tenemos riqueza espiritual, no es una riqueza material, en muchas ocasiones nos puede faltar, pero al rato alguien viene por ahí y le dice que ha matado una gallina para usted, o viene y le deja su pedazo de pan para que usted también coma, esa es nuestra riqueza, nuestra inteligencia, esa solidaridad y preocupación de los unos por los otros. Esa es la solidaridad que le caracteriza a nuestro pueblo”.  

Irma Bautista Nazareno 

Coordinadora Nacional de Organizaciones de Mujeres Negras   (CONAMUNE) 

“En la pandemia nos dimos cuenta de que éramos muy individuales en mi familia. En el comedor empezamos a compartir muchas cosas y ahí recién nos empezamos a conocer, ahí nos dimos cuenta de que nadie sabía nada de nadie. Mis papás nos sabían lo que yo hacía, ni en qué semestre estaba. Yo no sabía en qué trabajaba mi papá, no sabíamos nada. Empezamos a compartir en el comedor en el que desayunábamos juntos, almorzábamos juntos, merendábamos juntos.  Eso nos hizo dar cuenta de que, a pesar de todo, el cariño de los padres es incondicional, ese fue mi lugar más querido durante la pandemia”.

Sisa Carolina Guamán, 27 años, mujer decidida Kichwa Otavalo-Kitu Kara

“Creo que el mensaje implícito que nos dejó la pandemia fue que regresemos al entorno familiar, a fortalecer los lazos madre, hijos, nietos; porque estábamos tan aislados, tan desconectados, todo el mundo entraba, salía y casi no compartíamos”.

Delia Paillacho, 60 años

Mujer indígena, enfermera paliativa y docente universitaria

 

 

“En el barrio hemos formado una red de mujeres muy diversas. Juntas como voluntarias hemos armado kits de alimento. Así hemos podido llegar a muchas personas que han necesitado. Ha habido una entrega, una apertura muy grande de parte de todas para trabajar en conjunto, decidir, y salir adelante.  Hay tanto por hacer y tanta gente que nos necesita que es difícil decir que no”.

                

Raquel Chuquimarca, 44 años

 Persona entregada con alma, corazón y vida al trabajo a favor de la comunidad

También contamos con nuestras distintas espiritualidades, las cuales nos dan fuerza para continuar en los momentos más difíciles.

“Dios ha sido tan bueno conmigo, me ha permitido cumplir muchos sueños. Lo mejor de mi vida fue hallarlo a Él y entender que mi discapacidad no era el final, sino algo para bendecir a los demás”. 

Alexandra Andrade, 51 años, mujer mestiza

 

“Cuando tengo problemas, yo cierro los ojos y digo: ‘Tengo este problema, necesito que me abraces’. Y yo mismo me abrazo y me consuelo con un abrazo de mis propias manos, pero me imagino que Dios me está abrazando”.

Anónimo

 

“Yo tengo una felicidad que está dentro de mí.  Creo que en parte viene de la espiritualidad nuestra que permite que tengamos alegría en los momentos más difíciles. En el rato que hay que echarse a llorar, claro, se llora, pero eso sí, primero se ríe”.

Irma Bautista Nazareno

Coordinadora Nacional de Organizaciones de Mujeres Negras (CONAMUNE)

“Yo me he agarrado de Dios fuerte, he orado mucho y sé que nada me va a vencer porque Él me va a dar la fuerza para salir adelante, siempre estoy en confianza.  Eso ha sido mi día a día, estar con Él tomada de las manos”.

Anónimo

 

“En el camino de la vida y búsqueda de sentido aprendí a reconocer a Dios como liberación, como el promotor de la justicia. Dios se convirtió  en mi apoyo, en esa mirada alegre, en esa compañía en el momento en el que más necesito de alguien”.   

Margarita, 49 años, mujer guerrera Kichwa Otavalo

 

“Ahora estoy contenta porque Dios lindo me ha curado de dos cánceres y nunca estuve sola, Él siempre estuvo conmigo. Algún momento estaba aquí sentadita, puse una hermosa canción de Jesusito que tengo, cerré los ojitos, y vino Jesusito, pero como la casa estaba sucia, se fue nomás”. 

Linda Mariana, 71 años, mujer valiente

“Dios me ha ayudado mucho a seguir adelante. A veces te cuestionas muchas cosas, te preguntas: ‘Para qué sigo aquí?¿En qué soy buena?¿Qué puedo hacer?’. Pero gracias a Dios, yo me digo a mí misma: ‘Tienes un propósito, tienes por qué vivir’.

Dánely, 20 años, mujer montuvia

“Yo siempre he incursionado en la meditación, siempre he sido muy inquieta en ese sentido, y creo que eso me ha ayudado bastante a fortalecer mi espíritu, y a no tener miedo porque todos somos seres dotados de luz, del Dios todopoderoso. Yo le doy gracias infinitas a la vida porque le digo: ‘Me exigiste, sí, me pusiste contra la pared, pero me diste también el aliciente, e hiciste que crezca como persona’”.  

Delia Paillacho, 60 años

Mujer indígena, enfermera paliativa y docente universitaria

Finalmente, tal como lo hemos comprobado con la creación de este especial, contamos con la palabra para transmitir nuestra experiencia encarnada y para proponer y articular nuevas alternativas de sociedades y de vida.

 

Sobremesa

En El libro de los abrazos, el periodista Eduardo Galeano escribe: “En la casa de las palabras había una mesa de colores. En grandes fuentes se ofrecían los colores y cada poeta se servía del color que le hacía falta: amarillo limón o amarillo sol, azul de mar o de humo, rojo lacre, rojo sangre, rojo vino”. Así también, en las mesas que compartimos cuando nos encontramos, nos nutrimos entre todas. 

Mesa en la que compartimos objetos propios que representan bienestar en uno de los encuentros presenciales de Las palabras curanderas.

 

 

 

“Para mí, salud es bienestar; es saber vivir dentro de uno mismo y saber relacionarte con todas las personas, incluyendo aquellas que no comparten tu criterio. Salud es saber escucharte a ti mismo y a los demás; es cuestionarte qué te hace falta para estar bien, y abrirte a encontrar la respuesta a esta pregunta en distintos espacios y con grupos diversos que te permitan complementar y agrandar tu perspectiva”.

Yanua Vargas, 28 años, cineasta Shuar, orgullosa de sus raíces

Tal como lo expresa Yanua, quienes coincidimos en este especial nos preguntamos qué necesitamos para poder llevar una vida plena y saludable, y juntamos todas las respuestas para ampliar la visión colectiva. 

Exploramos experiencias con todo lo que transita y habita en nosotras y nuestras cotidianidades, incluyendo los afectos, los sentidos, las emociones, la intuición y la memoria, así como también los espacios que ocupamos, y las fotografías y objetos que son especiales para nosotras o que cargamos cuando migramos. El hacerlo nos permitió acceder a la sabiduría no solo de la mente, sino también del cuerpo.

 Al prestar atención a las sensaciones sutiles e intangibles que otras veces hemos pasado por alto, pudimos encontrar formas de vivir y definir el bienestar y la salud que responden de mejor manera a nuestras realidades que los enfoques existentes, los cuales se han basado sobre todo en la individualidad, la ciencia, la objetividad y la razón.  Así, aprendimos que el bienestar y la salud son mayoritariamente colectivos, y que compartir sentires diversos nos puede ayudar a replantear  la forma en la que nos relacionamos con nosotras mismas, con las otras personas, con nuestro entorno, y con todas las facetas de la vida, incluida la muerte.

Este proceso abrió nuevas preguntas: ¿Cómo podemos seguir expandiendo la manera en la que definimos, no solo el bienestar y la salud, sino también los otros conceptos que nos unen y que atraviesan las trayectorias vitales de tantas personas, como ‘palabra’, ‘migración’, ‘identidad’ y ‘comunidad’? ¿Qué nuevos tipos de sociedades podríamos construir al escuchar voces diversas que nos inviten a considerar otras formas de abordar estos conceptos ¿Qué necesitamos y con quién contamos para hacerlo? 

Desde nuestra palabra curandera, colorida, encarnada y compartida; desde la palabra que esperaba ser elegida; desde la palabra que no conocíamos, o que conocíamos y habíamos perdido, como dice Galeano, y que en este proceso reencontramos y articulamos, les invitamos a nuestra mesa para seguir explorando estas preguntas y para continuar imaginando y creando nuevas formas de escribir la historia – y la vida – en plural.

 

Mesa que compartimos en los encuentros virtuales de Las palabras curanderas

 

“La palabra que nosotras hemos compartido ha sido una palabra con mucho espíritu que recoge un sentir colectivo. Hemos contado experiencias que podrían parecer diferentes, pero que son las mismas.  El mensaje que más quiero que se difunda de todo lo que hemos dicho es que hay otra esperanza de salud y de vida.  Existe una visión más completa sobre lo que es la salud integral, haciendo de ésta una forma diferente de vivir y sentir.  No nos quedemos solo con lo que pensamos con la mente, abramos el corazón y atrevámonos a compartir lo que hay en nuestros cuerpos y espíritus. Antes de aceptar una alternativa como cierta, consideremos varias opciones para ver cómo nos va y qué nuevos caminos y horizontes podemos trazar en comunidad”.

María Eugenia Quiñónez Castillo

Lideresa y sanadora ancestral del pueblo afroecuatoriano